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JUAN DE JERUSALÉN

A esas horas, los cielos del Sinaí se habían teñido ya de rojo y el escaso horizonte visible intramuros había dejado de temblar bajo el efecto del sofocante calor de la jornada Al llegar al Katholikón, Teodoro aguardaba impaciente.

– ¿Recordáis el manuscrito de Juan de Jerusalén, hermano Basilio?

Aquella pregunta a bocajarro dejo lívido al bibliotecario. La máxima autoridad de la diócesis más pequeña del mundo se dirigió al anciano en tono respetuoso.

– Os referís sin duda al autor de El Protocolo .

– En efecto -el patriarca asintió-, de El Protocolo secreto de las profecías . [20] ¿A quién si no?

– Ya nadie habla de él, eminencia.

– Yo sí. Y tengo buenas razones para creer que el espíritu de Juan de Jerusalén está a punto de regresar entre nosotros.

– ¿Regresar?

Basilio resopló ante la cara de circunstancias de Rogelio, que parecía no entender nada de aquel cruce de palabras.

– Lo poco que sé de ese manuscrito -prosiguió el obispo- es que en la biblioteca custodiamos una de las seis únicas copias que existen de él. La tradición dice que fue escrito por Juan de Jerusalén en persona que es, a su vez, uno de los ocho fundadores de la Orden del Temple. Muchos creemos todavía, como sabrá, que alguien muy cercano a él lo robó antes de que muriera y lo escondió en este monasterio hacia 1120.

– ¿Y lo habéis leído?

– Contiene visiones terribles y precisas de la situación del mundo antes del año 2000 y aún de después. No obstante, nuestra copia viene precedida de una advertencia clara: hasta el «día de la señal» nadie comprenderá totalmente el sentido global de la obra.

– Ya sabéis mucho, eminencia -dijo Basilio-. Todo lo que afirmáis es correcto.

– Pero las dudas del apóstol Tomás inundan mi corazón, hermano. ¿Sabemos acaso cuál será la señal a la que se refiere el texto?

– No exactamente.

– ¿Ni cuándo llegará?

– Tampoco.

Las preguntas del obispo no sorprendieron al bibliotecario, que se apresuró a matizar su respuesta.

– Juan de Jerusalén, querido Teodoro, escondió una clave para descifrar ese misterio en el capítulo 34 de sus profecías, aunque dudo mucho que sea algo que pueda descifrarse a la ligera.

– Ya, ya -sacudió sus barbas Teodoro, haciendo aspavientos con los brazos-. ¿Y recuerda lo que dice ese capítulo?

Basilio dudó un segundo antes de cerrar los ojos en señal de asentimiento. Después, sin dejar que el obispo o el joven monje le interrumpieran, juntó lentamente las manos frente a su barbilla despejada y comenzó a susurrar una retahíla de extraños versos en francés, pronunciados con acusado acento copto.

Ambos se miraron sorprendidos ante la prodigiosa memoria del anciano bibliotecario.

Lorsque ce sera le plein de l’An
Mille qui vient après l’An Mille
L’homme saura quel est l’esprit
de toute chose.
La pierre ou l’eau, le corps de
l’animal ou le regará de l’autre.
Il aura percé les secrets que les
Dieux anciens possédaient
Et il poussera porte après porte
dans le labyrinthe de la vie
nouvelle. [21]

Un denso silencio rodeó a los tres hombres en cuanto el hermano Basilio terminó de recitar. La sacristía permaneció muda durante unos segundos, los suficientes para que el hermano bibliotecario apartara su gesto orante del rostro y cayera de rodillas frente al patriarca.

– Ya no recuerdo más, eminencia. Lo siento -se excusó.

– No importa; levantaos. Es lo que pensaba.

– ¿Lo que pensaba? ¿Qué quiere decir?

Rogelio, al ver el rostro grave de los dos ancianos, no pudo morderse por más tiempo la lengua.

– ¡Ah! ¡Mi buen Rogelio! Os he convocado a ambos porque creo que la señal está en el mensaje que me has traído -exclamó el obispo-. Y es una señal acorde con los tiempos, que sólo tú, entre todos los monjes de nuestra comunidad, estás preparado para valorar.

– No comprendo.

– Ayer, un satélite especializado en cartografía terrestre detectó varias emisiones no identificadas de lo que parecen haces de microondas de alta resolución lanzadas al espacio desde diferentes puntos de Francia -leyó.

– Sigo sin entender qué…

– Todo indica -prosiguió Teodoro- que esos puntos se corresponden con exactitud a importantes catedrales y centros ceremoniales católicos, construidos durante el siglo XII, en la época de Juan de Jerusalén. Lo verdaderamente extraordinario es que el satélite no ha podido captar la forma de las catedrales, sino poderosas siluetas radiantes en su lugar.

– ¡Teodoro! -exclamó el anciano Basilio alzando los brazos; nunca le habían visto así-. ¡Las puertas se abren! «El hombre empujará una puerta tras otra.» ¿No lo comprendéis?

Rogelio los miró desconcertado.

– Eso parece -aceptó el obispo sin perder de vista al joven monje, que se frotaba los ojos con los puños como si pudiera así afinar sus entendederas-. Por lo poco que sabemos, el caballero Juan fue iniciado en un secreto peculiar del que venimos oyendo hablar hace siglos en nuestra orden, pero del que nadie todavía nos ha ofrecido evidencias concretas.

– Un secreto, ¿qué secreto?

– Al parecer, Juan y los otros ocho soldados que fundaron los Pobres Caballeros de Cristo, germen de los posteriores templarios, fueron puestos al corriente de la ubicación exacta de ciertos enclaves en los que era posible ascender al reino de los cielos sin perder el cuerpo físico, y regresar después embebido de una sabiduría infinita. Puertas al cielo, en definitiva.

Tras una breve pausa, el obispo continuó:

– Después de recibir ese conocimiento, la máxima obsesión de aquellos caballeros fue conquistar tales reductos y sellar definitivamente las «puertas» para que nadie inapropiado pudiera acceder por ellas a saberes que no le correspondían.

– Y se acuñaron leyendas terribles para protegerlas -apostilló Basilio.

– No les fue difícil -remató Teodoro-. A fin de cuentas la historia no era nueva. ¿Acaso no fue la ingestión del fruto del árbol de la ciencia, del bien y del mal, lo que condenó a los hombres a su condición de mortales? Aquellas puertas, nueva versión de la manzana maldita, sólo podrían haber sido puestas en la Tierra por Lucifer en persona, y había que sellarlas y vigilarlas.

– Como hicieron los yezidíes.

– ¿Los yezidíes? -los ojos de Rogelio casi se le salían de las órbitas-. Lo siento, yo no…

Teodoro le sonrió como si se apiadara de la ignorancia de su joven monje.

– Los yezidíes son una escisión del Islam surgida al amparo de un califa del siglo once llamado Yezid -se explicó-. Hoy viven confinados en el norte de Irak, en la zona kurda, y profesan una religión en la que conceden mayor poder al príncipe del mal que al del bien. Si hemos de creer en sus tradiciones, ellos también fueron iniciados en un secreto similar al de los templarios aproximadamente en las mismas fechas.

– Entonces, ¿también conocen las «puertas»? -murmuró el hermano Rogelio espantado.

– Otras puertas -le atajó Basilio, cogiéndole de una mano-. Para los yezidíes se trata de lugares instaurados por Lucifer para extender desde ellos su poder entre los hombres. Están marcados por siete torres distribuidas por todo el mundo, que imitan la forma de la Osa Mayor. [22]

– Es como un reflejo especular de la creación. Lo de arriba es lo divino; su proyección inversa, abajo, corresponde a lo maligno.

– Y esa proyección, ¿también es aplicable a las catedrales francesas?

– Naturalmente, hermano -el tono del bibliotecario se hizo más paternalista que nunca-. Los «secretos de los antiguos dioses» a los que alude Juan tienen que ver con ese saber. En cada rincón del mundo se erigieron puertas imitando constelaciones del firmamento. Su uso fue olvidado por todos, salvo por unos pocos que preservaron ese conocimiento. En Francia, por ejemplo, la constelación regente es la de Virgo y ése es el patrón que imitan sus catedrales dedicadas a la Virgen.

– El mensaje dice algo más.

La silueta oblonga del patriarca se balanceó suavemente hacia el incensario de plata que colgaba junto a la puerta de la sacristía. Tras cargarlo, y sin añadir ni una palabra a su último comentario, giró sobre sus talones adoptando un gesto severo. Ni la barba pudo disimularlo.

– Uno de los ingenieros del Centro Nacional de Estudios Espaciales francés que diseñó el satélite que ha descubierto la orientación de las «puertas» parece que está dispuesto a llegar al fondo del asunto. No sé si comprenden la gravedad de lo que les digo: revelar este secreto al mundo en estos momentos equivale a convertir las puertas en focos de investigación científica. ¡Sería como si Lucifer colocara la manzana del árbol de la ciencia otra vez frente a nosotros para pecar!

– ¿Y qué podemos hacer?

– Para eso te necesito, hermano Rogelio. Partirás mañana mismo hacia Lyon, y desde allí seguirás de cerca las actividades de este ingeniero. Según este informe -el obispo volvió a señalar el mensaje electrónico-, se dispone a viajar a Vézelay para iniciar su investigación.

Teodoro abrió los ojos de par en par, como si algún detalle de aquel mensaje le hubiera pasado por alto.

– Claro, ¡Vézelay!

– Eminencia, ¿qué tiene de particular ese lugar?

– Allí fue donde nació Juan de Jerusalén.

[20] No debe confundirse a este Juan de Jerusalén con el rey francés del mismo nombre, que en 1210 se proclamó soberano de Tierra Santa hasta 1225. Cuando el futuro rey nace en 1148, el Juan al que se refiere este relato está ya muerto. La precisión es importante, pues casi todos los textos históricos que se refieren a Juan de Jerusalén lo harán al monarca y no al templario que nos ocupa.


[21] Llegados plenamente al año/ mil que sigue al año mil,/ El hombre conocerá el espíritu/ de todas las cosas,/ La piedra o el agua, el cuerpo/ del animal o la mirada del otro;/ Habrá penetrado los secretos/ que los dioses antiguos poseían/ Y empujará una puerta tras/ otra en el laberinto de la vida/ nueva.


[22] Según esta leyenda, recogida por el historiador francés Michel Lamy en su libro La otra historia de los templarios (Martínez Roca, 1999), esas torres se encontrarían distribuidas en los actuales territorios de Irak, Níger, Siberia, Siria, Sudán, Turkestán y los Urales.


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