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CORPUS HERMÉTICUM

Orléans

Rodrigo dio un buen rodeo.

Con tal de no regresar a través del río, escapó del campamento de los cruzados por el camino más difícil. Por primera vez los consejos del abad de San Juan de la Peña le fueron de utilidad. «Jamás regreses por el mismo camino por el que sorprendiste al enemigo una vez. Podría abatirte en él a causa de tu exceso de confianza», recordó.

Sólo de pensar lo que podrían hacerle si le descubrían hurgando entre la mercancía secreta a la que había accedido, le ponía los pelos de punta. A los espías -eso también lo aprendió en los Pirineos- se les desolla vivos, se les arrancan las uñas de manos y pies, y si aun así no hablan, se les corta la lengua para que no puedan referir nunca lo que vieron a otros.

La visión le espantó tanto que decidió abrir bien los ojos. Tras dejar atrás los carros y las tiendas de provisiones cruzadas, el intruso atravesó a tientas varios campos de cultivo salpicados de peligrosos pozos abiertos a ras de suelo. La noche sin luna no hizo fácil las cosas. Por eso, cuando con las primeras luces del alba se adentró definitivamente en el centro de la ciudad, Rodrigo suspiró satisfecho. Después de atravesar las porquerizas de Jon, la herrería de los hermanos Mondidier y el recoleto telar de Amadís, el aragonés enfiló la Cuesta de las Almas, a sabiendas de que aquél era el camino más corto para llegar al palacio episcopal.

Casi no tuvo que esperar. Aunque sucio y todavía con las calzas empapadas, el secretario del obispo le recibió de inmediato, conduciéndole hasta el jardín trasero del edificio. Los pasillos del palacio eran suntuosos, pintados con tonos ocre muy vivos y decorados con cuadros inspirados en el martirologio católico. Al final del mismo, tras atravesar un marco de granito tallado con poco esmero, vio a Raimundo de Peñafort sentado en un poyo de ladrillos y deleitándose dando de comer a una pequeña recua de patos que picoteaban a su alrededor.

– Nunca es temprano para alimentarse, ¿verdad? -dijo desmigando un pedazo de pan seco, en cuanto advirtió la llegada de su espía.

– Decidme, Rodrigo, ¿traéis con vos las noticias que os pedí?

Todos sabían que el obispo de Orléans era un hombre ansioso, con una sed de información inagotable y una enorme capacidad de gestión. Verlo allí, relajado, aguardando a que desembuchara todo lo que había visto, relajó el ánimo a Rodrigo. Aun así, no dio demasiados rodeos.

– En realidad, eminencia, acabo de regresar del campamento, tal como vos me pedisteis -dijo Rodrigo en un francés deficiente, sacudiéndose aún las costras de barro adheridas a su camisa-. Y de allí os traigo algo para que lo examinéis.

– Mmmmm -susurró-. ¿Os habéis atrevido a robar su mercancía?

– Formaba parte de la carga que esos caballeros traían consigo, y pensé que…

– Excelente, excelente -sonrió-. El robo es un pecado, hijo, pero Dios sabrá perdonarte porque la causa es justa. ¿Puedo ver lo que traéis?

Tras hurgar en sus calzas, Rodrigo tendió al obispo la plancha que un par de horas antes se había escondido en la cintura. Se trataba, vista ahora a plena luz, de una especie de tablilla vítrea de no más de dos palmos de largo que tenía unos extraños signos geométricos grabados sobre su superficie. El trazo había sido marcado escrupulosamente, sin titubeos, y su factura maravilló tanto a Raimundo que la examinó con la mayor de las atenciones.

– ¿Sabéis cuántos de éstos transportan?

– Más de trescientos, eminencia.

– ¿Y qué son?

– Lo ignoro. Lo único que sé es cuanto oí a los soldados: han sido traídos desde Jerusalén por orden de un conde. Y nada más.

– Hugo de Champaña, sin duda -susurró el obispo-. ¿Y adónde pretenden llevar su carga?

– También lo ignoro.

– Entonces, no sabéis de qué se trata, ¿verdad? -repitió.

Rodrigo, extrañado ante la insistencia del prelado, se encogió de hombros y le explicó con naturalidad que él no sabía leer ni escribir, que todo lo más que había aprendido era a sumar, y que aun aquello lo hacía con dificultad. «Un pobre diablo», pensó el obispo.

Contempló aquel extraño bloque verde con fascinación, casi como si pudiera arrancarle sus secretos sólo con mirarlo. Para él era evidente que había llegado, junto a los hombres del conde Hugo, vía Troyes y que ahora se dirigían hacia algún punto en el este. Lo que ya no estaba tan claro era el porqué de aquel traslado. ¿No acababa de celebrarse precisamente en Troyes, en tierras del conde de Champaña, en la ciudad regida por el sobrino del conde Hugo, un concilio convocado por aquel imperioso monje de tierras champañonas llamado Bernardo de Claraval? ¿No había faltado a su cita, por un motivo misterioso, el propio convocante del concilio? ¿Y no había acudido él mismo, junto a los obispos de Reims y Laon, y los abades de Vézelay, Cîteaux, Pontigny, Trois-Fontaines, Saint Denis de Reims o Molesmes? ¿Cabía sospechar que aquella carga era algo que el señor conde quería alejar de Troyes por temor a que tanta clerecía lo descubriese inoportunamente?

El obispo, habitualmente sagaz, se sumió en la desesperación. Aquella piedra lisa y aceitunada no decía ni palabra. No revelaba nada de su origen o significado, mucho menos de su destino, y Rodrigo, aunque había triunfado en la misión, había fracasado en su empeño de despejar la incógnita que traía consigo aquella caravana bien armada.

– ¿Y ni siquiera oísteis pronunciar el nombre de Bernardo?

Rodrigo, sorprendido, se estiró antes de responder.

– ¿Bernardo? ¿De Claraval?

– ¿Quién si no?

– Sí -dudó-. Su nombre sí lo escuché, eminencia.

– ¿Y qué dijeron de él? -preguntó distraídamente el obispo, apurando las migas del último currusco.

– Apenas presté atención. Dijeron que estaba en Chartres, pero no le di importancia, mi señor.

– ¿Chartres? -los ojos de Raimundo de Peñafort se abrieron como platos-. ¿Estáis seguro de lo que decís?

El aragonés asintió, ajeno a los extraños razonamientos del obispo. No era muy lógico, pensó éste, que si Bernardo había faltado al concilio en Troyes estuviera, pocas semanas después de la cita, a tantas leguas de allí. Con los hábitos recogidos por encima de los tobillos para no manchárselos de barro, el prelado de Orléans se levantó y dio algunos pasos hacia unos graciosos arcos de piedra que rodeaban su jardín.

Al oírle resoplar, aunque fuera de espaldas, Rodrigo supo que el obispo estaba maquinando algo. «¿Tan importante es saber que Bernardo está en Chartres?», dudó. Y antes de que pudiera encontrar una respuesta a tan elemental incógnita, el cuerpo nudoso del obispo -todo él parecía retorcido como una soga-, giró en redondo y clavó sus ojos en él.

– Irás a Chartres -dijo-. Y averiguarás qué trama Bernardo.

– ¿Qué trama Bernardo? -Rodrigo titubeó-. ¿Y las tablas?

– ¡Que me corten la mano derecha si no van ya en esa dirección!

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