Letizia, divertida, asintió mientras llegaban ya al pórtico norte envuelto en las sombras del atardecer. «¡Y además me escucha!», se dijo.
El paseo a aquella hora discurrió impregnado de los mil y un perfumes que la primavera arrancaba de los jardines decimonónicos anexos al cloître de Notre Dame. Al llegar bajo las arcadas ojivales donde emergían los doce signos del zodiaco, ella decidió apostar fuerte por Michel. No entraba en sus planes orientar la conversación hacia donde pensaba llevarla, pero algo, allí debajo, le hizo sentir que aquél era un buen momento.
– Veo que la Biblia no fue nunca tu lectura favorita -dijo sin conceder demasiada importancia al comentario.
– ¿Por qué dices eso?
– Porque si leyeras con atención -remató-, te habrías dado cuenta de que Moisés escapó con el pueblo elegido de Egipto, fue perseguido por Faraón y eludió su represión gracias a que Yahvé sepultó sus tropas oportunamente en el mar Rojo. Piensa, ¿qué pudo obligar a Faraón a perseguir a un grupo no demasiado grande de proscritos con aquella fiereza?
Michel no contestó. Letizia volvía a brillar con aquel magnetismo que le enamoró años atrás. Apretó los dientes y la dejó continuar.
– Es posible que Moisés «robara» algún secreto religioso y científico importante, tal vez los míticos Libros esmeralda de Hermes, que después Moisés encerraría en el Arca de la Alianza como si fueran mandamientos de su Dios. Por algo así, ningún soberano hubiera escatimado esfuerzos en perseguir al ladrón.
– ¿Hermes?
– ¿De qué te extrañas? Los maestros de obras medievales que levantaron estos muros recordaban a menudo sus palabras a Asclepio, en las que desvelaba para qué servían aquellos libros.
Michel no pestañeó, dejando que Letizia rematara su extraño comentario.
– ¿Ignoras acaso que Egipto es la copia del cielo? -Y citó solemne-. «¿O, mejor dicho, el lugar en el que se transfieren y proyectan aquí abajo todas las operaciones que gobiernan y ponen en marcha las fuerzas celestes?»
– ¡Te lo sabes de memoria!
No replicó. Sinuosa como una serpiente, subió las escaleras que se adentran bajo el porche del pórtico norte, y girando sobre sus tobillos, nada más situarse frente al parteluz con la efigie de Nuestra Señora, señaló una de las columnas que sostienen el conjunto.
– ¿La ves? Es el Arca saliendo de Jerusalén.
El ingeniero, abrumado por aquel insospechado alarde de erudición, abrió los ojos como platos. Allí, en efecto, sobre dos capiteles de pequeño tamaño, reposaba un relieve inconfundible: una caja alargada, cerrada con los mismos cerrojos que el Libro de Cristo del pórtico sur, parecía estar desplazándose sobre un carro. La escena siguiente, muy deteriorada, mostraba varios personajes cubiertos por túnicas o mantos alrededor de la misma Arca, mostrando actitudes de veneración o sumisión hacia el objeto. Y bajo ambas «viñetas», un ambiguo texto en latín: Hic Amittitur Archa Cederis .
– ¿Qué significa? -preguntó Michel pasando las yemas de sus dedos por encima de la inscripción.
– Algo así como «Ahí va el Arca que has de entregar».
– ¿Entregar? ¿A quién?
– Al que lo merezca -respondió Letizia crípticamente-. Claro que siempre cabe la posibilidad de que Cederis sea una corrupción de Foederis, «Alianza», en cuyo caso la frase sería «Ahí va el Arca de la Alianza».
– ¿Y a quién representa esa escena?
– ¿Cuál? -la rubia señaló a los hombres con manto alrededor del cajón de los cerrojos-. ¿Ésta? Probablemente a los receptores del Arca y, por tanto, de los libros de Hermes que viajaban en su interior. Unos libros que, si lees estos capiteles, fueron custodiados por un receptor que no se especifica, nada más llegar aquí.
– ¿Por quién? ¿Por los templarios?
– Tú lo has dicho.
El Arca de la Alianza llegando a Chartres. Capiteles del pórtico norte.
El último aserto de Letizia retumbó en los auriculares de Ricard fuerte y claro. Al ver su gesto de sorpresa, el nubio, que horas antes había interceptado aquella señal extraordinariamente nítida procedente de algún poderoso micrófono instalado sobre Michel por alguien que no pertenecía a su equipo, se removió inquieto en la parte de atrás del monovolumen.
– Hay que actuar de inmediato -sentenció grave-. No sé quién diablos es esa mujer, pero estoy seguro de que está a punto de revelarle al «pájaro» precisamente lo que no queremos que averigüe.
– ¿Cómo puedes estar tan seguro, Gérard?
El catalán le miró muy serio, dejando que las bobinas de la grabadora siguieran registrando la conversación que estaba desarrollándose una manzana de casas más allá.
– No lo estoy -respondió-. Pero, después de escuchar lo que ha dicho, el padre Rogelio aprobaría una acción preventiva inmediata.
– Lo dices por lo de Hermes, ¿verdad?
– Sí. Lo de Hermes.
Ricard, sin mudar un ápice de gesto, no tuvo más remedio que asentir. La situación estaba a punto de írseles de las manos por culpa de una desconocida. Tras girar en su butaca basculante, el catalán le guiñó un ojo a Gloria para que arrancara.
La Renault Space, obediente, ronroneó un par de veces antes de enfilar el perímetro del pequeño parque abierto frente a Notre Dame de Chartres y aproximarse tímidamente hasta su pórtico norte. Una vez flanqueado el número 21, donde nacen las escaleras de acceso a una terraza elevada que da a una tienda de Antiquités y a un salón de té (el Cur iosités et Gourmandises) , el portón lateral del monovolumen retumbó frente al porche.
Nadie les vio. A esa hora, hasta las tiendas de recuerdos y carretes fotográficos estaban cerradas.
Sólo Letizia y Michel observaron sorprendidos cómo un individuo atlético, de piel negra pero rasgos occidentales, salvó los escalones que le separaban de ellos y se colocó a su lado. Una Glock de nueve milímetros con silenciador resplandeció en su mano derecha.
– No te muevas -susurró.
El negro, una mole de metro ochenta, clavó su mirada cetrina en la rubia, como si aquélla fuera su objetivo. El ingeniero se estremeció.
– Esta vez os habéis dado prisa -murmuró Letizia sin sobresaltarse.
– ¿Os conocéis?
– Sí, Michel. Hace tiempo.
Mudo de asombro, el ingeniero no volvió a articular palabra. «¿En qué diablos está metida esta mujer?», barruntó. De repente, se temió lo peor: Marcel, su marido, muerto de celos por su huida, había lanzado aquellos matones sobre ella. Pero ¿tan rápido?
El nubio, ajeno a aquellas cábalas apresuradas, hizo un grueso aspaviento con el arma. Señaló a la rubia el camino del furgón y paralizó con una mueca a Témoin. Para su sorpresa, ella obedeció sin oponer resistencia.
Antes de descender las escaleras aún acertó a despedirse.
– Busca a Charpentier -dijo-. Y dile que me encuentre.
– ¿Char… pentier?
– La Fundación.
Alguien, desde dentro del vehículo, la arrastró a su interior, obligándola a interrumpir su frase. El nubio entró después, y echando un vistazo a un Témoin más pálido que las piedras del pórtico, se apiadó de él.
– No vuelvas por aquí, o morirás -dijo.
Temblando de miedo, Michel tanteó las piedras que había tras él hasta que logró apoyarse en la columna del Archa . Su bigote, fuera de lugar, goteaba un sudor nervioso que nunca antes había sentido.
La Renault revolucionó el motor estruendosamente, y en cuestión de segundos se perdió por donde había venido. Aquel rincón aislado del perímetro catedralicio quedó entonces envuelto en un extraño silencio.
Michel no pensó en la policía hasta mucho después.