– Bien, eso me interesa.
– Ya lo creo.
Sor Inés vio impotente cómo Bremen y el extraño ascendían las escaleras de acceso al templo, perdiéndose en su interior a través del pequeño portal situado a la derecha de la fachada principal.
Intrigada por las alusiones a una «máquina» y por comentarios que nunca antes había oído brotar de sus labios, la inquieta cocinera a punto estuvo de abandonar sus fogones y pasearse disimuladamente cerca de aquellos dos hombres, pero sor Perestroika frustró -una vez más- sus planes.
– ¿Qué hace ahí holgazaneando? -le reprochó nada más entrar en la cocina y ver a sor Inés estirada cuan larga era entre la encimera y la ventana del fregadero.
– Revisaba el cierre de las ventanas -se excusó.
– Está bien, el padre Pierre ha solicitado que le subamos el almuerzo en cuanto podamos. Comerá con su invitado en el despacho.
– ¿En el despacho? -se extrañó Inés.
– Sí. Y de inmediato. No haga esperar a los padres, que ya sabe cómo se ponen.
Así que ambas monjas tomaron las bandejas de comida, llevándolas diligentemente al piso superior.