El obispo aguardó un instante antes de responder.
– Acertáis, fray Bernardo -asintió al fin-. ¿Sabíais que mi predecesor, el obispo Fulberto, vistió con los atributos de la Madre de Dios a la diosa pagana con su hijo en el regazo que veneraban los carnutiis [14] suprimió el dolmen que éstos habían bajado hasta aquí?
– En el bosque de Claraval, los druidas también veneraban ese tipo de divinidades. Creían que se trataba de Madres Sagradas que engendraron sus vastagos divinos sin contacto carnal alguno, y cuyos santuarios servían de puente natural para hablar con lo Alto. ¿No es esto, acaso, una maravillosa prefiguración de lo que habría de ser Nuestra Señora en este tiempo de luz? ¿No estamos ante una evidente señal profética que anuncia la llegada de la Madre de Dios?
– Quizá -murmuró Bertrand, encogiéndose de hombros ante la oratoria del abad de Claraval-. Pero eso no explica lo que le ha ocurrido a nuestro maestro de obras.
– O sí. Si lo miráis bien, dijo que un ángel se lo llevó a los cielos y le mostró cómo eran esas regiones. Llevo años estudiando esta clase de relatos en los manuscritos que guardamos en mi monasterio, y uno de ellos en particular, un escaso manojo de páginas que rescataron los hombres del conde de Champaña, mi señor, durante la cruzada de Urbano II, cuenta algo parecido a lo que le ha pasado a su cantero.
– Contadme si podéis. ¿También le pasó a otro constructor?
– En cierta medida, así es. La Biblia dice que sólo tres profetas ascendieron en cuerpo y alma a los cielos, además de Nuestra Señora: Enoc, Elías y Ezequiel. El primero escribió las páginas de las que os hablo, y en ellas describió detalladamente una raza de ángeles a la que llamó los «vigilantes», que le arrebataron de entre los suyos en dos ocasiones. La primera de ellas estuvo ausente durante treinta días y treinta noches. Dijo haber viajado en compañía de un ángel al que llamó Pravvel y que le entregó un estilete y unas tablas en las que escribió sin parar hasta completar trescientos sesenta textos. A su regreso, Enoc se trajo con él aquellas preciadas tablas y se sirvió de ellas para formar a los hombres sobre los secretos del cielo.
– Pero las Escrituras no dicen nada de esto… -murmuró el obispo.
– Cierto. Se trata de un libro perdido, que narra cosas terribles, sorprendentes, y que la voluntad de Dios ha querido tener fuera del alcance de los cristianos para no espantarlos.
– ¿Espantarlos?
– Sí, eminencia. Por ejemplo con historias como la de la rebelión de Lucifer, al que Enoc, por cierto, llama Semyaza. En el texto del que le hablo, dice que ese tal Semyaza y un grupo de doscientos ángeles más se sublevaron contra Dios, copularon con nuestras mujeres, y engendraron una raza de titanes de aspecto infernal que llegó a sobrevivir incluso al Diluvio. Esos diablos en carne humana recorrieron toda la tierra formando familias que es posible que se hayan perpetuado hasta hoy, y erigieron torres para señalar a los de su estirpe donde podrían reunirse con los suyos.
– ¡Válgame Dios!
– Algo de estos gigantes supervivientes dice el Libro de los Números, capítulo 13, versículo 33. O Deuteronomio, capítulo 2, versículo 11. O Josué , capítulo 12, versículo 4…
– ¿Y qué otras cosas dice su libro?
– Poco más. Desgraciadamente, son muy escasas las páginas que poseemos, muy delicadas. Aunque, eminencia, para satisfacer su inquietud sobre los hechos ocurridos en su diócesis, debo decirle que los árabes que las entregaron al conde de Champaña le explicaron que Enoc fue un gran constructor y que de aquel viaje se trajo los planos del templo perfecto, dejándolos grabados en piedra.
– Pierre de Blanchefort no dijo nada de un plano antes de morir -reflexionó el obispo.
– Ningún maestro de obras lo hace.
– ¿Ninguno? ¿Quiere decir que hubo más de un Enoc?
– Bueno… Ezequiel obtuvo de Dios una visión detallada de cómo deseaba que fuera el Templo, y existe una tradición que cuenta que sus planos llegaron hasta el mismísimo rey David, que los legó después a Salomón. Y esos planos debían ser sólo el principio de un gigantesco plan divino para imitar en el mundo mortal la estructura del mundo celeste. Que vuestro constructor accediera a parte de esa información por cuenta propia sólo puede significar una cosa, eminencia.
El obispo Bertrand tomó las pálidas manos de fray Bernardo entre las suyas. Estaban frías, como si el monje hubiera entrado en uno de aquellos raros arrobos que sufría periódicamente.
– ¿Qué? -le interrogó-. ¿Qué puede significar?
– Que el maestro de obras estuvo realmente en los cielos y accedió a los planos de Enoc. Y alguien que hubiera visto esos planos, eminencia, es justo lo que hemos venido a buscar aquí.