– No entiendo qué importancia puede tener…
– Muy fácil: si todas se levantaron en años consecutivos, era porque debían obedecer a un gigantesco proyecto elaborado por maestros de obras que parecen salidos de ninguna parte, y que dispusieron de fondos sorprendentemente abundantes en una época de fuerte recesión económica. -Y añadió guiñando un ojo-: Creo, señor, que aquí se esconde un enigma de primera magnitud. Ayer sólo era una sospecha, pero hoy estoy plenamente convencido de ello. Es más, si estoy en lo cierto, debería usted concertar una cita con ese Consejero y pedirle algunas explicaciones.
Fue suficiente para Monnerie. Por su mentalidad estricta y formación religiosa severa, las repentinas divagaciones de su ingeniero amenazaban con sacarle de sus casillas. ¿Edificios del siglo XII que emiten algo parecido a microondas que distorsionan las lecturas de un satélite? ¿Un tal Charpentier que habla de un plano de Virgo trazado sobre media Francia y unos charpentiers que subvencionan a una agencia espacial para que tome imágenes de los lugares que configuran ese diseño? El profesor, bien empotrado en su butaca, cruzó los dedos con fuerza. Los apretó tanto, que todas sus puntas palidecieron debido a la falta de riego sanguíneo. Después, tratando de contenerse, zanjó aquella charla.
– Eso es una locura, Témoin. Es evidente que tenemos un problema con el ERS, pero se trata de algo estrictamente técnico que no es de la incumbencia de nuestro cliente. El resto de factores que usted apunta no obedecen más que a un curioso cúmulo de coincidencias, condicionadas por lecturas que, créame, no debería hacer alguien de su talla.
– Como usted diga, señor. Pero insisto que…
– Basta, Témoin -le atajó secamente el profesor-. Sus especulaciones han llegado demasiado lejos. Si en las próximas horas no tengo sobre mi mesa una explicación racional a estos errores, me veré obligado a depurar responsabilidades. Lo ha comprendido, ¿verdad?
– Desde luego, señor.