Литмир - Электронная Библиотека
A
A

CUATRO

Desde la ventana del hospital, Medellín se ve como un pesebre.

Diminutas luces enquistadas en la montaña titilan como estrellas. Ya no queda ningún espacio negro en la cordillera, forrada de luces desde abajo hasta la ceja, la «tacita de plata»

brilla como nunca. Los edificios iluminados le dan una apariencia de tinglado cosmopolita, un aire de grandeza que nos hace pensar que ya hemos vencido al subdesarrollo. El metro la cruza por el medio, y la primera vez que lo vimos deslizarse creímos que finalmente habíamos salido de pobres.

– Cómo se ve de bonita desde aquí -decíamos todos los que contemplábamos la ciudad desde arriba.

A cinco minutos en carro y por donde uno quisiera, encontraba una arrolladora panorámica de la ciudad. Y ver su esplendor alumbrando la cara de Rosario, perpleja ante el pesebre, nos hacía sentir agradecidos con los invasores de las montañas. Rosario me acercó a la otra ciudad, la de las lucecitas. Fue lenta en enseñármela, pero con el tiempo levantó su dedo para mostrarme de dónde venía. Fue un aprendizaje paso a paso, donde la confianza, el cariño y los tragos ayudaron para que me soltara sus secretos. Lo poco que no me dijo, lo deduje de sus historias.

– Bajar de la comuna para venir acá es como ir a Miami la primera vez -decía Rosario-. Como mucho íbamos al centro, pero el centro es otro mierdero; pero venir acá, donde ustedes, eso casi nunca, ¿para qué? ¿Para quedar antojados?

– ¿Vos has estado en Miami, Rosario? -le pregunté, ignorando que lo importante era lo otro.

– Dos veces -contestó-. La primera me invitaron de queridos, y la segunda para esconderme.

– ¿Quién te invitó, Rosario?

– Vos sabés, los únicos que me dan todo.

La parte de la ciudad que le tocó a Rosario me impresionó tanto como a ella la parte mía, con la diferencia de que yo no pude compararla con ningún Miami, ni con ningún otro sitio que conociera.

– Por si no sabías, esto también es Medellín -me dijo el día en que me tocó acompañarla.

La habían despertado muy temprano en su nuevo apartamento de rica, con la noticia de que a su hermano lo habían encontrado muerto. Lo habían matado. Me llamó primero a mí.

– ¿Quién te contó? -le pregunté-. ¿Arley?

– Ferney -me corrigió sin ánimos-. Pero él no puede venir por mí ahora, por eso necesito que me hagás dos favores: primero que me acompañés…

– Pero Rosario -le dije sin saber qué decir.

– Me vas a acompañar, ¿sí o no?

– Está bien. -No fui capaz de decirle que no-. ¿Y el otro favor?

– Que no le contés nada a Emilio. Prometémelo.

Ese era un favor que me pedía con frecuencia y que me ponía contra la pared. Sentía que traicionaba a mi mejor amigo, a quien tenía más razones para querer que a Rosario. Pero como la que manipulaba los sentimientos era ella, finalmente la complacía con mis silencios, aunque este secreto no duró mucho, ella no pudo ocultarlo.

La mujer fuerte que me habló por el teléfono había sucumbido ante la realidad, y cuando la recogí, tuve que ayudarla a subir al carro. Estaba descompuesta; poseída por el dolor y la ira, lloraba y maldecía, amenazaba de muerte hasta al mismo Dios. Estaba armada. Tuve que parar el carro y decirle que si no me entregaba la pistola no la llevaba. No me hizo caso, se bajó y apuntándole a un taxi lo hizo detenerse, yo me bajé y la agarré, era la primera vez que la veía llorar, bajó su arma y lloró contra mi cuello. Después en el carro ella volvió a ganar, ni me entregó la pistola ni fui capaz de dejarla sola.

Luego, como si se hubiera tomado algo, se tranquilizó.

– Me mataron al amor de mi vida, parcero -dijo-. El único que me ha querido.

Sentí celos. Los que nunca me había despertado Emilio, los sentí ese día por su hermano muerto. Pensé que debía contarle todo lo que sentía por ella, sacarla de su ignorancia afectiva y decirle que había alguien que la quería más que todo el mundo.

– Yo te quiero, Rosario… -comencé decidido-. Todos te queremos -añadí cobardemente.

Esa vez tampoco fui capaz. Además, y en eso me di la razón, ése no era el día para una propuesta de amor.

– Gracias, parcero -fue lo único que contestó.

Cuando llegamos a la parte baja de su barrio, comenzó a guiarme. Ya estábamos en el laberinto, en tierra extraña, sólo quedaba seguir instrucciones y ponerle primera al carro.

Después, todo fue estupefacción ante el paisaje, desconcierto ante los ojos que seguían nuestro ascenso, miradas que no conocía, que me hacían sentir ajeno, gestos que obligaban a preguntarme qué hacía yo, un extranjero, ahí.

– Dejame aquí -interrumpió Rosario mis cavilaciones-. Yo sigo a pie.

– Pero ¿por qué? Yo te llevo a tu casa.

– Hasta aquí sube el carro. Toca seguir a pie.

Se bajó temblorosa, pálida, vencida por un miedo que no pudo esconder. Agarró con fuerza su carterita y se chantó unas gafas para el sol que comenzaba a salir.

– Yo te acompaño, Rosario -insistí.

– Mejor yo sigo sola. Después te cuento todo.

Se dio vuelta y comenzó a escalar una loma sin pavimento.

Lo hacía con suavidad, como si caminara en plano. Vi sus piernas templadas, su trasero empinado, su figura erguida a pesar de estar cargando con su peor dolor. Alguien desde una puerta la saludó. Rosario había vuelto con los suyos.

– ¡Rosario! -le grité desde adentro pero me alcanzó a oír-. ¡No vas a hacer nada que me pueda entristecer!

Toda su vida me dolía como si fuera la mía. Verla sufrir me llenaba de tristeza, buscaba dentro de mis posibilidades una forma para que fuera feliz.

– ¡Señorita! Señorita, disculpe. -La enfermera se había dormido en su puesto de guardia.

– ¡¿Ah?!

– Perdóneme, pero quiero averiguar por Rosario, la mujer que está en cirugía.

– ¿Quién? -preguntó mientras hacía lo posible para ubicarse otra vez en la realidad.

– Rosario Ti… -alcancé a decir, porque al sentirse despierta me interrumpió.

– Si no se sabe nada es porque todavía no se sabe nada.

Intenté con la hora.

– ¿Qué horas serán ya?

No me contestó, cerró los ojos buscando de nuevo el calor de su silla. Miré el reloj de la pared.

– Las cuatro y media -dije bajito para no despertarla.

¡Cómo pasa el tiempo! Juraría que fue hace un mes apenas cuando vi por última vez a Rosario, cuando decidimos Emilio y yo que si no parábamos terminaríamos peor que ella. Rosario estaba decidida a arrastrar con quien fuera. Se le había metido en la cabeza conseguir plata por su propia cuenta, volverse más rica que los que la sostenían, y lo que nos asustó fue que ella solamente conocía una forma de lograrlo, la manera como ellos la habían conseguido.

– Es muy fácil, muy fácil -nos decía-. Sólo se necesita tener la gente y yo la tengo.

No era solamente cuestión de gente, también había que tener las ganas y las güevas de Rosario, y a nosotros no nos quedaban ganas después de todos los enredos en que nos metió, tampoco necesitábamos más plata, y las güevas hace mucho que las habíamos perdido. Y en lugar de acompañarla en su nueva aventura, comenzamos a preparar nuestra despedida.

A la semana de la muerte de su hermano, Rosario me llamó a las tres de la mañana. Yo no había parado de buscarla en esos días, por eso no me molestó que me hubiera despertado.

– ¿Dónde estás? -le pregunté apenas reconocí su voz.

– Hoy enterramos a Johnefe -me dijo.

– ¿Cómo así? Si eso fue hace ocho días.

– Estábamos paseando con él.

– ¿Estaban qué? -pregunté perplejo.

– Después te cuento, ahora no puedo hablar mucho -dijo bajando la voz-. Mirá, parcero, es que voy a estar afuera unos días. Yo te llamo cuando vuelva.

– ¿Cómo así, Rosario? ¿Para dónde te vas?

– No te preocupés por mí, yo te llamo después, pero decile a Emilio que tuve que acompañar a mi mamá a… a Bogotá, donde una hermana.

– ¡Rosario! Esperá, decime qué está pasando.

– Chao, parcero. Después te cuento todo -dijo y colgó.

Por supuesto, Emilio entendió menos que yo. Se descomponía cuando ella se le perdía, lo sacaba de quicio todo el misterio que la rodeaba. Siempre que le pasaba algo así, y fueron muchas veces, me juraba que iba a terminar todo, pero ella sabía cómo neutralizarlo, lo dejaba soltar toda la perorata y después en la cama ella se encargaba de volverlo loco.

– ¡Lo que me emberraca es que nunca me consulta nada! -dijo Emilio furioso-. ¡Como si yo no existiera!

– Pero si llamó y me dijo que te contara todo -le dije tratando de excusarla.

– ¡Eso es todavía más raro!

– ¿Qué cosa?

– ¡Que te llamó a vos y no me llamó a mí!

Emilio tenía razón. Pero él nunca tuvo la paciencia para sentarse a entender a Rosario. Tal vez porque la tuvo se acostumbró a lo inmediato, pero yo en cambio tenía que imaginarla, estudié cada paso para tenerla cerca, la observé con cuidado para no cometer alguna imprudencia, aprendí que había que ganársela de a poquito, y después de tanto examen silencioso logré entenderla, acercarme a ella como nadie lo había hecho, tenerla a mi manera, pero también entendí que Rosario había partido su entrega en dos: a mí me había tocado su alma y a Emilio su cuerpo. Lo que todavía no he podido saber es a cuál de los dos le fue mejor.

Un mes después de la llamada, apareció Rosario. Estaba gorda. No era la misma que dejé en las lomas. Había algo en su gesto que asustaba, que me hacía presentir los malos vientos que soplaban. Me citó en un mall que quedaba cerca de su apartamento, en la sección de comidas. La encontré engulléndose unas papas fritas y una malteada, tenía gafas oscuras y vestía una sudadera. Me impactó, estaba más acelerada que nunca.

– ¿Qué es lo que pasa, Rosario? -dije después del saludo.

– ¿Querés papitas?

– Quiero que me contés qué es lo que te está pasando.

– Comprame otra malteada, parcero. No traje más plata.

No era fácil sacarle las cosas, a menos que uno le diera cinco aguardientes. Pero yo no me sentía con la paciencia suficiente para esperar a que ella se decidiera a contarme.

– Emilio te va a matar -le dije-. Ahora sí está furioso, no te quiere ni ver.

– ¡Pues que se vaya para la mierda! -explotó-. ¡Yo tampoco quiero verlo!

– No se trata de eso, Rosario, es que estábamos preocupados, te perdés así, de la noche a la mañana, y después aparecés así.

– ¿Cómo que «así»? -preguntó retándome.

8
{"b":"87974","o":1}