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QUINCE

La última vez que volvió con nosotros tardó más en regresar.

Fueron casi cuatro meses en los que nos cansamos de llamarla y averiguar por ella. Ese tiempo fue tan largo para mí que hasta llegué a pensar que Rosario se había ido para siempre, que tal vez ellos se la habían llevado para otro país y que definitivamente ya no la veríamos más. Durante ese tiempo hablé muy poco con Emilio, él me había llamado a los pocos días de la vaciada que me pegó, no sólo para suavizar su trato sino también para averiguarme por ella. Llegué al punto de buscar a diario su foto en el periódico, en las mismas páginas donde había salido la de Ferney, pero lo único que encontraba eran las reseñas de los cientos de muchachos que amanecían muertos en Medellín.

Después opté por tomar esa ausencia de Rosario como una buena oportunidad para sacármela por fin de la cabeza. Con tristeza tomé la decisión y a pesar de no olvidarla sentí que la vida comenzaba a saber mejor, claro que no faltaron los recuerdos, las canciones, los lugares que me la hicieron sentir otra vez de vuelta para complicar mi vida. Pensé que separarme también de Emilio iba a ser útil para mis propósitos, aunque a juzgar por su alejamiento sospeché que él debería tener las mismas ideas en su cabeza. Pero como toda historia tiene un sin embargo, el mío fue que las buenas intenciones no me duraron mucho, solamente hasta esa noche, al igual que las anteriores, en que al amanecer me llamó Rosario.

Con su habitual «parcero» me sacó del sueño y me hizo helar por dentro. Le pregunté dónde estaba y me contestó que había regresado a su apartamento, que no hacía mucho había llegado y que lo primero que hizo fue llamarme.

– Perdoname la hora -dijo, y yo encendí la luz para mirar esa hora en mi despertador.

Le pregunté dónde había estado todo este tiempo y me dijo que por ahí, la respuesta era la misma de siempre. «Por ahí acabando con medio mundo», pensé durante el largo silencio que siguió después.

– ¿Y qué más? -preguntó por preguntar, por sacar algún tema y para echarle una carnada a mis pocas ganas de hablar. No me sentía contento de que hubiera vuelto a aparecer, ni de que me hubiera llamado, más bien todo lo contrario, pereza, cansancio de quererla otra vez.

– Está muy tarde, Rosario -le dije-. Mejor hablamos mañana.

– Tengo que decirte cosas muy importantes, parcero. A vos y a Emilio, ¿has vuelto a hablar con él?

Ya había cumplido con la razón de su llamada, que a la larga siempre era preguntar por Emilio. Ya nos estábamos aprendiendo la historia de memoria, la rutina que utilizábamos para engañarnos los tres. Algo así como lo que busca todo el mundo para pensar que todo va a cambiar por el simple hecho de que hoy no es ayer, que el tonto dejará de serlo, que la ingrata nos va a querer, que el mezquino se ablandará, o que los humanos nos aliviaremos de la imbecilidad sólo porque el tiempo pasa y que todo se cura sin dejar cicatriz.

– ¿Me estás oyendo, parcero?

– No, no he vuelto a saber nada de él -le dije-. Casi no hablamos.

– Necesito que vengan -insistió-. Tengo que decirles algo que les va a interesar.

– Pues llamalo a ver qué pasa -le dije con unas ganas inmensas de colgar-. Después me contás.

En eso quedamos. Aunque su intención era que yo le acondicionara el terreno para acercársele a Emilio, aquella vez dejé que fuera ella la que se aguantara la vaciada, si es que él era capaz de echársela. Esa noche me quedé despierto, no por la inquietud que me dejaron sus palabras, sino por el malestar que se siente al saber que nada cambia.

A los pocos días estábamos otra vez Emilio y yo en su apartamento, no de muy buena disposición ni con buen semblante, simplemente atentos a lo tan importante que Rosario nos tenía que decir. Se le sentía la ansiedad por vernos o al menos por soltar lo que tenía guardado, se veía cansada, trajinada, y aunque no estaba gorda, sí se notaba que lo había estado, porque trató de engañarnos metiendo en su ropa de siempre una carne que necesitaba de ropas más holgadas.

– Gracias por venir, muchachos -así empezó-. Yo sé que ustedes están muy berracos conmigo, pero si les pedí que vinieran es porque ustedes son lo único que me queda en el mundo.

Comenzó hablando de pie, con dificultad para hilar las palabras, pero después de las primeras frases tuvo que sentarse, como cuando vio la foto de Ferney en el periódico, con la diferencia de que ahora luchaba por no dejar salir las lágrimas, pero se le quebraba la voz cuando dejaba ver sus sentimientos, cuando se refería a nosotros como lo único -ahora sí- que le quedaba.

– Yo sé que ustedes no están de acuerdo con muchas de las cosas que yo hago -continuó-, y que muchas veces les he prometido que voy a cambiar pero que siempre vuelvo a lo mismo, eso es verdad, pero lo que yo quiero que entiendan es que no es culpa mía, cómo les dijera, es como algo muy fuerte, más fuerte que yo y que me obliga a hacer cosas que yo no quiero.

Todavía no entendíamos muy bien para dónde iba Rosario con su historia. Miré a Emilio de reojo y lo vi igual de boquiabierto que yo, seducido y embrujado por los ojos de Rosario, que se movían hacia todos los ángulos buscando las ideas que justificarían sus acciones.

– Lo que ustedes no saben, muchachos, es lo difícil que ha sido mi vida, bueno, algo les ha tocado, pero mi historia comienza mucho más atrás. Por eso es que ahora sí estoy decidida a que todo va a cambiar, porque tengo que hacer algo que borre definitivamente todo ese pasado y toda esa vida mía que fue tan dura, pero si quiero olvidarme de todo eso me toca trabajar duro y buscar una salida definitiva, ¿sí me entienden?

Emilio y yo nos volvimos a mirar: no entendíamos nada, pero sin ponernos de acuerdo seguimos en silencio. No queríamos hablar, tal vez para agredirla, para no participar en sus pensamientos y que le tocara a ella sola desenredar su propuesta.

– Miren, muchachos -comenzó a acelerarse-: lo que les quiero decir es que yo no estoy dispuesta a seguir viviendo así, pero necesito contar con ustedes para eso, no tengo a nadie más, nadie que esté dispuesto a acompañarme en los planes que tengo, además creo que a ustedes también les interesa cambiar, porque lo que les voy a proponer es para que ahora sí definitivamente salgamos de pobres.

Emilio y yo nos quedamos de una pieza, como si sus palabras nos hubieran hecho tragar una varilla, consternados por el impacto de sus últimas palabras. A ella la vimos sonreír por primera vez en esa tarde, con los ojos muy abiertos esperando nuestra reacción. Ahora sí tocaba romper el silencio.

– Perdoname, Rosario -le dije-, pero hasta donde yo sé, ni vos ni nosotros somos pobres.

– Ya te lo dije, parcero. -Se puso de pie y comenzó a caminar de un lado a otro-. Ya te lo dije: todo esto es prestado y el día menos pensado me lo quitan, y a ver, ¿vos tenés mucho?, ¿y vos, Emilio?, perdónenme pero ninguno de los dos tiene ni culo, todo es de sus papás, el carro, la ropita, todo se lo han dado, ustedes ni siquiera tienen un cagado apartamento donde vivir, ¿o me equivoco?

– Y entonces ¿qué es lo que querés? -preguntó Emilio desafiante.

– Si me dejás de hablar golpeadito te lo explico -le contestó ella en el mismo tono.

La reunión se estaba calentando. Ya todos estábamos de pie y muy inquietos, conociendo su escuela no era difícil imaginarse las intenciones de Rosario. A mí de todas maneras nunca me han gustado las discusiones.

– Es muy fácil -explicó ella-. El negocio es redondo, yo ya tengo todos los contactos, los de aquí y los de Miami.

– ¡¿Los de dónde?! -interrumpió Emilio.

– ¡Ay, Emilio, no seás güevón! -dijo Rosario -. Para esto toca tener contactos aquí y allá, ¿o es que pensás meterte en esto solito?

– ¡Ni solito ni acompañado! -le contestó-. ¿Vos qué estás creyendo, Rosario?

– ¡¿Y vos de dónde pensás que sale todo el perico y todo el bazuco que te has metido?! ¿Creés que cae del cielo o qué?

Por un momento pensé que se iban a dar puños. A mí no se me ocurría cómo bajarle el tono al altercado, además por experiencia sabía lo cara que podía salir una intromisión.

– Mirá, Rosario -dijo Emilio-: te equivocaste de socios, acordate de que nosotros somos gente decente.

– ¡Decente! ¡Juá! -replicó furiosa-. Lo que son es unos güevones.

– Vámonos -me dijo Emilio.

Yo miré a Rosario pero ella no se percató, estaba resoplando con la cabeza hacia abajo y los brazos cruzados, recostada contra la pared. Emilio abrió la puerta y salió, yo quería decir algo pero no sabía qué, por eso me decidí a decirle: «Rosario, no sé qué decir», pero ella no me dejó, antes que yo pudiera abrir la boca me dijo:

– Andate, parcero, largate vos también.

Levanté los hombros en un gesto imbécil y salí mirando al piso. Emilio estaba al pie del ascensor, oprimiendo con insistencia el botón para bajar, pero antes que se abriera vimos a Rosario asomar la cabeza y gritarnos desde la puerta:

– ¡Así son ustedes! ¡Se creen de mejor familia y va uno a ver y son unos pobres hijueputas!

Cerró de un portazo cuando nos metimos al ascensor.

Estábamos tan sulfurados que no nos dimos cuenta de que en lugar de bajar, íbamos para arriba.

Esperé unos días para llamarla aunque seguía sin saber qué decirle. La idea era neutralizar un poco los ánimos, de paso averiguar algo más sobre los propósitos de Rosario y si todo coincidía con mis suposiciones, tratar de disuadirla para que no cometiera una locura. Eran tan impredecibles sus reacciones que no me extrañó encontrarla de buen ánimo, cuando lo que esperaba era una situación semejante a la última que tuvimos.

Me dijo que estaba cocinando algo delicioso y que me invitaba para que lo compartiéramos.

– ¡Qué casualidad, parcerito! -me dijo-. Lo hice pensando en vos.

Aunque no creí mucho en esa casualidad, al rato estaba con ella, comiéndonos algo que además de no tener nombre, tampoco tenía sabor, pero me encantó verla gozar con su experimento. Después, nos sentamos junto a la ventana para ver la ciudad de noche, las luces titilantes que tanto le gustaban a Rosario; entraba una brisa fresca y con la música y el vino daban ganas de eternizar ese momento. De pronto cambió el semblante, como si todo eso que a mí me inspiraba a ella le comenzara a doler, me pareció que se le habían encharcado los ojos, pero también podrían ser las luces de la ciudad reflejadas en ellos.

– ¿Qué te pasa, Rosario?

Tomó de su vino, y para sacarme de dudas se limpió los ojos llorosos.

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