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CATORCE

De todas maneras lo mataron. No supe cuándo se fue del apartamento de Rosario, ni en qué estaba metido. No habíamos vuelto a hablar de él. Nuestras vidas parecían haber retomado su curso normal y pasamos un par de semanas más bien tranquilos. Emilio había regresado a pedir cacao y se lo dieron, a mí sin pedirla me sirvieron la mierdita diaria y me la comí, y a Rosario la veíamos pensativa mientras Emilio pasaba bueno y yo maluco. Una mañana en que habíamos amanecido en su apartamento, llegó el periódico con la foto de Ferney en las páginas judiciales. Yo lo vi primero, Rosario y Emilio todavía no se habían levantado. Leí la noticia que acompañaba a la foto, se referían a él como un peligrosísimo delincuente que había sido dado de baja en un operativo de la policía; volví a mirar la foto para confirmar lo leído, era él, con nombre y apellido y con un número en su pecho para que no quedaran dudas de que era peligroso y tenía antecedentes. Corrí hacia el cuarto de ellos pero la sensatez me detuvo, tenía que pensar en Rosario, cómo darle la noticia, cuál sería su reacción. Primero tendría que hablar con Emilio, planear algo entre los dos, pero él seguía durmiendo, pegué mi oreja a la puerta por si escuchaba algún indicio de que ya estaban despiertos, pero nada, y el tiempo pasaba y nada, ellos sin despertar. Cuando no me aguanté más fui y les toqué la puerta, Emilio contestó con una palabra a medio decir.

– Emilio -dije desde afuera-: te necesitan al teléfono.

Apenas hablé corrí hasta la sala y levanté la extensión, justo a tiempo de que Emilio colgara al no haber nadie en la línea, lo cogí en su último «aló».

– ¡Emilio! -le dije ensordeciendo mi voz-. Salí que necesito que hablemos.

– ¿Y dónde estás? -dijo casi dormido.

– ¡Aquí, güevón! -El tono del teléfono no me dejaba hablar-.

Pero no digás que soy yo.

¿Y por qué no entraste? -volvió a preguntar.

– No puedo, marica. Salí que necesito hablar con vos.

– Dejame dormir.

– ¡Emilio! -el tono comenzó a sonar ocupado, enloquecedor para mi desesperación-. ¡Emilio! Mataron a Ferney.

En un par de segundos, como si la conversación no se hubiera interrumpido, Emilio apareció en la sala, despelucado y con los ojos muy abiertos a pesar de la hinchazón.

– ¡¿Qué qué?!

– Mirá.

Emilio cogió el periódico antes que yo pudiera poner el dedo sobre la foto. Se fue sentando en cámara lenta mientras leía, se estregaba los ojos para quitarse la borrosidad que deja el sueño, y cuando terminó me miró con estupefacción.

– Andá, vestite que la cosa es grave -le dije.

– ¿Y quién le va a contar?

Esa pregunta ya me la había hecho yo. Para nosotros lo grave no era la muerte de Ferney sino la reacción de Rosario. La conocíamos bien, sabíamos que una muerte de ésas desencadenaría muchas más y que no era raro que ahora nos incluyera a nosotros dos.

– Pues vos -le dije-. Vos sos el novio.

– ¡¿Yo?! A mí es capaz de caparme. No ves que yo a ese tipo no lo quería. Contale vos que a vos te tiene más confianza.

Otra vez el mismo cuento. «A vos te tiene más confianza», como si esa confianza me hubiera servido para algo, todo lo contrario, me estorbaba, me ponía en el lugar de las amigas; además, este imbécil me la ponía y me la quitaba cuando le convenía. ¡A la mierda con ese cuento!

– ¡Claro! -le dije iracundo-. ¡Para comértela sí le tenés confianza, pero para enfrentártele, no!

– ¡Pero ¿vos sos güevón o qué?! -Ahora él comenzaba a calentarse-. ¡No ves que ella es capaz de pensar que yo lo mandé matar, ¿no ves?!

– ¡Claro! Si es que se me había olvidado que aquí el güevón era yo. ¡Yo soy el que me tengo que quedar callado, el que traga entero, el que se tiene que contentar con ver, al único que le dan confianza pero para que coma mierda!

– ¿Cómo así? -preguntó Emilio-. ¿Qué es lo que estás diciendo?

Me quedé sin saber qué contestar, esperando a que si la rabia ya me había metido en esto, ahora me ayudara a salir. Pero para bien o para mal, en ese instante no lo supe, tuvimos que quedarnos mudos los dos y ante la sorpresa, olvidarnos de los gritos.

– ¿Qué es lo que está pasando, muchachos? -preguntó Rosario, mirándonos al uno y al otro.

– ¡Rosario! -dijimos en coro.

Del calor pasamos al frío y de la agitación a la rigidez. Nos miramos buscando una respuesta, una señal, una luz, un milagro, cualquier cosa que nos zafara del repentino nudo que se había armado. Pero nada ocurrió, salvo un incómodo silencio que Rosario volvió a romper con su pregunta.

– ¿Qué es lo que pasa, muchachos?

Con mis ojos le hice una seña a Emilio para que le mostrara el periódico. Como se había arrugado bastante durante nuestra discusión, Emilio trató de alisarlo un poco con sus manos y después, sin decirle nada, se lo entregó. Ella lo tomó sin entender muy bien de qué se trataba, aunque yo pienso que algo intuyó, porque antes de fijarse en él, se sentó, se acomodó el pelo detrás de la oreja y carraspeó. Emilio y yo también nos sentamos, era mejor estar apoyados en algo para aguantar lo que vendría, pero lo que vino no fue la detonación que esperábamos sino la reacción que cualquiera hubiera tenido ante tal noticia. Bajó la cara, se la cubrió con las manos y comenzó a llorar, primero bajito, controlando su llanto, pero después fuerte, con gritos ahogados, vencida por la noticia.

Emilio y yo seguíamos mirándonos, hubiéramos querido abrazarla, ofrecerle nuestro hombro, pero sabíamos lo susceptible que era Rosario frente a cualquier demostración inoportuna.

– Yo sabía -dijo con palabras cortadas-. Yo sabía.

Pero por más que uno lo sepa nunca se acostumbra. Todos sabemos que nos vamos a morir y sin embargo… Todavía más singular en el caso de Rosario en que la muerte ha sido su pan de cada día, su noticia más persistente, y hasta su razón de vivir. Varias veces la escuchamos decir: «No importa cuánto se vive, sino cómo se vive», y sabíamos que ese «cómo» era jugándose la vida a diario a cambio de unos pesos para el televisor, para la nevera de la cucha, para echarle el segundo piso a la casa. Pero al verla así entendí lo democrática que era la muerte cuando se ponía a repartir dolor.

Sin levantar la cabeza Rosario estiró su mano que quedó exactamente entre Emilio y yo, ni más cerca de él ni más cerca de mí, justo en el medio, pero fue Emilio quien hizo uso de su derecho de novio y se la tomó; sin embargo, ella necesitó más que eso.

– Vos también, parcero – me dijo, y sentí que era imposible quererla más.

Nos apretó duro. Tenía su mano mojada de lágrimas, fría como su aire y temblorosa a pesar del apretón. Con la otra se limpiaba los ojos, que no paraban de llorar, se corría el pelo que caía sobre su cara, se tocaba el corazón que se le quería salir, y con esa mano también recogió el periódico que había caído y lo acercó a su boca, para besar con un beso largo la foto de Ferney.

Después apareció la que estaba oculta, la que el impacto no había dejado salir, la verdadera Rosario.

– Los voy a matar -dijo. Emilio y yo dejamos de apretar. Me invadió un malestar que me dejó inerte sobre mi silla, con una sensación de derrota de la que sólo me sacó Emilio con su pregunta.

– ¿A nosotros? -preguntó.

Rosario y yo lo miramos, ahora sí con ganas de matarlo, pero al ver su pinta de galán desfigurada por el miedo sentí en cambio ganas de reír, no lo hice porque la situación no aguantaba revolverle más sentimientos, aunque Rosario no evitó decir lo que Emilio se merecía.

– Güevón -le dijo, y después volvió a meter la cara entre sus manos, volvió a llorar y a repetir «los voy a matar», y aunque no se le entendía porque su voz se le apagaba apenas salía de sus labios, uno sí podía entender que Rosario los quería matar.

Nos pidió que la dejáramos sola, que quería descansar, que necesitaba pensar, poner sus sentimientos en orden. Las excusas que uno siempre dice cuando lo estorban los demás. Era comprensible que no quisiera tenernos a su lado, pero también era peligroso, sabíamos lo que había hecho antes en situaciones similares. Sin embargo nos fuimos, no le dijimos nada, no había nada que decir cuando a Rosario se le metía algo en la cabeza.

Esa noche, antes de acostarme, la llamé con el pretexto de preguntarle cómo seguía, pero en realidad lo que quería comprobar era si Rosario ya había comenzado a ejecutar su plan vengativo. Efectivamente no estaba, me contestó la máquina de mensajes y le dejé uno pidiéndole que me llamara con urgencia porque tenía algo importante que decirle, cuando la verdad lo único que yo tenía era miedo por ella, por eso se me ocurrió interesarla con una información que no existía. Esa noche no me llamó, ni la mañana siguiente ni los que siguieron, solamente cuando fui a su edificio a preguntar por ella, con la esperanza de que estuviera ahí y que simplemente no estaba contestando el teléfono, solamente en ese instante, cuando el portero me informó que Rosario había salido ese día poco después que nosotros lo hicimos, sentí el corrientazo que verifica los presentimientos.

– Me pidió que le echara ojito al apartamento porque se iba a demorar -remató el portero.

Me fui directo a la casa de Emilio, el único con quien podría compartir, aunque fuera a medias, mi incertidumbre. Pero en lugar de encontrar apoyo, me gané un sartal de injurias para Rosario que él no pudo esperar a decirle y que en cambio me vació a mí.

– ¡Yo no entiendo esa puta manía de perderse sin avisar! ¡Qué trabajo le da coger un puto teléfono y decirme que se va a largar!

– Yo no… -intenté decir.

– ¡Claro! ¡Si vos le alcahueteás todo! Apuesto que a vos sí te llamó y hasta se despidió. ¡Cómo yo no he podido entender ese cuentico que hay entre ustedes!

– Yo no… -volví a intentar.

– ¡Pero frescos! Cuando te llame decile que ahora sí va a saber quién soy yo, y decile también que yo le mando decir que se puede ir yendo para la puta mierda.

No me dio tiempo de nada, ni de callarle la boca con un puño, que era lo que se merecía; me dejó parado en la puerta de su casa con toda mi angustia intacta, sin saber qué hacer ni para dónde coger, totalmente despistado, con ganas de saber al menos qué horas serían.

– Qué raro -dijo el viejo enfrente de mí-. Ya es de día y ese reloj sigue marcando las cuatro y media.

Su voz me hizo abrir los ojos y volver. Tenía razón, ya era de día, muy de día, algo tendría que haber sucedido ya, ha pasado mucho tiempo y algo tendría que saberse, el problema era que ahora no había nadie a quien preguntar, la enfermera había desaparecido y aunque los pasillos y la sala comenzaban a llenarse de gente, no encontré quien pudiera informarme sobre Rosario; era extraño, no había nadie de uniforme, aunque no se me hace raro que en estos hospitales los médicos se les escondan a la gente.

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