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– ¿Cuántos años tenés, Rosario?

– ¿Cuántos me ponés?

– Como unos veinte.

– Eso tengo.

La verdad era que sí aparentaba todos los años que mentía.

A veces parecía una niña, mucho menor de los que solía decir, apenas una adolescente. Otras veces se veía muy mujer, mucho mayor que sus veintitantos, con más experiencia que todos nosotros. Más fatal y más mujer se veía Rosario haciendo el amor.

Una vez la vi vieja, decrépita, por los días del trago y el bazuco, pegada de los huesos, seca, cansada como si cargara con todos los años del mundo, encogida. A Emilio también lo metió en ese paseo. El pobre casi se pierde. Se metió tanto como ella y hasta que no tocaron fondo no pudieron salir. Por esos días ella había matado a otro, esta vez no a tijeretazos sino a bala, andaba armada y medio loca, paranoica, perseguida por la culpa, y Emilio se refugió con ella en la casita de la montaña, sin más provisiones que alcohol y droga.

– ¿Qué les pasó, Emilio? -fue lo primero que pude preguntar.

– Matamos a un tipo -dijo él.

– Matamos es mucha gente -dijo ella con la boca seca y la lengua pesada-. Yo lo maté.

– Da lo mismo -volvió a decir Emilio-. Lo que haga uno es cosa de los dos. Rosario y yo matamos a un tipo.

– ¿A quién, por Dios? -pregunté indignado.

– No sé -dijo Emilio.

– Yo tampoco -dijo Rosario.

También nos quedamos sin saber a cuántos mató. Supimos que antes de conocerla tenía a varios en su lista, que mientras estuvo con nosotros había «acostado», como ella decía, a uno que otro, pero desde que la dejamos hace tres años hasta esta noche cuando la recogí agonizante, no sé si en uno de sus besos apasionados habrá «acostado» a alguien más.

– ¿Usted vio al tipo que le disparó?

– Estaba muy oscuro.

– ¿Lo cogieron? -volvió a preguntarme la enfermera.

– No -le contesté-. Apenas terminó de besarla salió corriendo.

Cada vez que Rosario mataba a alguno se engordaba. Se encerraba a comer llena de miedo, no salía en semanas, pedía dulces, postres, se comía todo lo que se le atravesara. A veces la veían salir, pero al rato llegaba llena de paquetes con comida, no hablaba con nadie, pero todos, al ver que aumentaba de peso, deducían que Rosario se había metido en líos.

– Estas rayas son estrías -nos las mostró en el abdomen y en las piernas-. Es que yo he sido gorda muchas veces.

A eso de los tres o cuatro meses del crimen, dejaba de comer y comenzaba a adelgazar. Guardaba las sudaderas donde escondía sus kilos y volvía a sus bluyines apretados, a sus ombligueras, a sus hombros destapados. Volvía a ser tan hermosa como uno siempre la recuerda.

Esta noche cuando me la encontré estaba delgada; eso me hizo pensar en una Rosario tranquila, recuperada, alejada de sus antiguas turbulencias, pero al verla desmadejada salí de mi engaño de segundos.

– Desde niña he sido muy envalentonada -decía orgullosa-.

Las profesoras me tenían pavor. Una vez le rayé la cara a una.

– ¿Y qué te pasó?

– Me echaron del colegio. También me dijeron que me iban a meter a la cárcel, a una cárcel para niñas.

– ¿Y todo ese alboroto por un rayón?

– Por un rayón con tijeras -me aclaró.

Las tijeras eran el instrumento con el que convivía a diario:

su mamá era modista. Por eso acostumbró a ver dos o tres pares permanentemente en su casa, además, veía que su madre no sólo las utilizaba para la tela, sino también para cortar el pollo, la carne, el pelo, las uñas y, con mucha frecuencia, para amenazar a su marido. Sus padres, como casi todos los de la comuna, bajaron del campo buscando lo que todos buscan, y al no encontrar nada se instalaron en la parte alta de la ciudad para dedicarse al rebusque. Su mamá se colocó de empleada de servicio, interna, con salidas los domingos para estar con sus hijos y hacer visita conyugal. Era adicta a las telenovelas, y de tanto verlas en la casa donde trabajaba se hizo echar. Pero tuvo más suerte, se consiguió un trabajo de por días que le permitía ir a dormir a su casa y ver las telenovelas acostada en la cama.

De Esmeralda, Topacio y Simplemente María aprendió que se podía salir de pobre metiéndose a clases de costura; lo difícil entonces era encontrar cupo los fines de semana, porque todas las empleadas de la ciudad andaban con el mismo sueño. Pero la costura no la sacó de la pobreza, ni a ella ni a ninguna, y las únicas que se enriquecieron fueron las dueñas de las academias de corte y confección.

– El hombre que vive con mi mamá no es mi papá -nos aclaró Rosario.

– ¿Y dónde anda el tuyo? -le preguntamos Emilio y yo.

– Ni puta idea -enfatizó Rosario.

Emilio me había advertido que no le hablara de su padre; sin embargo, ella misma fue la que puso el tema ese día. Los traguitos la ponían nostálgica, y creo que se conmovió al oírnos hablar de nuestros viejos.

– Debe ser rarísimo tener papá -así comenzó.

Después fue soltando pedazos de su historia. Contó que el suyo las había abandonado cuando ella nació.

– Al menos eso dice doña Rubi -dijo-. Claro que yo no le creo nada.

Doña Rubi era su madre. Pero a la que no se le podía creer nada era a la misma Rosario. Tenía la capacidad de convencer sin tener que recurrir a muchas patrañas, pero si surgía alguna duda sobre su «verdad», apelaba al llanto para sellar su mentira con la compasión de las lágrimas.

– Estoy metido con una mujer de la cual no sé nada -me dijo Emilio-, absolutamente nada. No sé dónde vive ni quién es su mamá, si tiene hermanos o no, nada de su papá, nada de lo que hace, no sé ni cuántos años tiene, porque a vos te dijo otra cosa.

– Entonces, ¿qué estás haciendo con ella?

– Más bien preguntale a ella qué está haciendo conmigo.

Cualquiera podía enloquecerse con Rosario, y si yo no caí fue porque ella no me lo permitió, pero Emilio… Al principio lo envidié, me dio rabia su buena suerte, se conseguía a las mejores, las más bonitas; a mí, en cambio, me tocaban las amigas de las novias de Emilio, menos buenas, menos bonitas, porque casi siempre una mujer hermosa anda al lado de una fea. Pero como yo sabía que a él no le duraban mucho las aventuras, esperaba tranquilo con mi fea hasta que él cambiara para cambiar yo también, y esperar a ver si esa vez me tocaba algo mejor. Pero con Rosario fue distinto. A ella no la quiso cambiar, y yo tampoco quise quedarme con ninguna amiga de ella: a mí también me gustó Rosario. Pero tengo que admitirlo:

yo tuve más miedo que Emilio, porque con ella no se trataba de gusto, de amor o de suerte, con ella la cosa era de coraje. Había que tener muchas güevas para meterse con Rosario Tijeras.

– Esa mujer no le come cuento a nada -le decíamos a Emilio.

– Eso es lo que me gusta de ella.

– Ha estado con gente muy dura, vos sabés -insistíamos.

– Ahora está conmigo. Eso es lo que importa.

Estuvo metida con los que ahora están en la cárcel, con los duros de los duros, los que persiguieron mucho tiempo, por los que ofrecieron recompensas, los que se entregaron y después se volaron, y con muchos que ahora andan «cargando tierra con el pecho». Ellos la bajaron de su comuna, le mostraron las bellezas que hace la plata, cómo viven los ricos, cómo se consigue lo que uno quiere, sin excepción, porque todo se puede conseguir, si uno quiere. La trajeron hasta donde nosotros, nos la acercaron, nos la mostraron como diciendo miren culicagados que nosotros también tenemos mujeres buenas y más arrechas que las de ustedes, y ella ni corta ni perezosa se dejó mostrar, sabía quiénes éramos, la gente bien, los buenos del paseo, y le gustó el cuento y se lo echó a Emilio, que se lo comió todo, sin masticar.

– Esa mujer me tiene loco -repetía Emilio, entre preocupado y feliz.

– Esa mujer es un balazo -le decía yo, entre preocupado y envidioso.

Los dos estábamos en los cierto. Rosario es de esas mujeres que son veneno y antídoto a la vez. Al que quiere curar cura, y al que quiere matar mata.

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