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DIECISÉIS

«Hasta la muerte te luce, Rosario Tijeras», no se me ocurre nada más al verla tendida para siempre. No fui capaz de levantar la sábana, alguien más lo hizo. Y si no me lo hubieran contado creería que estaba dormida, así dormía, con la apariencia tranquila que no tenía mientras estaba despierta. «Hasta la muerte te luce», no la recordaba así de hermosa, el tiempo había comenzado a borrármela, tal vez en algún momento me tocará agradecerle este instante a la vida, si no hubiera estado aquí su cara se me habría extraviado en la memoria. Me gustaría besarla, recordar el sabor de sus besos, «tus besos saben a muerto, Rosario Tijeras», ya Emilio me lo había advertido y yo pude comprobarlo después, se lo dije cuando la besé, cuando no sé por qué comenzamos a agredirnos, después de querernos, como cobrándonos el pecado, o porque así era su forma de querer, o porque así es el amor. Hubiera bastado con echarle la culpa a los tragos, no era necesario ofendernos, ninguno de los dos tuvo la culpa, o si la hubo la tuvimos los dos, así son las cosas.

– Y vos, parcero, ¿alguna vez te has enamorado?

Recuerdo que lo poco que preguntó lo hizo en un tono infantil, una mezcla extraña de niña y mujer, utilizando ese tono contemplado con el que las mujeres buscan hacerse querer.

Le respondí. Muy cerca de su cara, porque durante las preguntas ya estábamos muy cerca, por eso no tuve que hablar fuerte para responderle que sí, que todavía lo estaba, y ella me preguntó bajito: «¿Y de quién?», y aunque ella sabía la respuesta, yo le contesté más bajito aún: «De vos». Hubo un silencio en el que prevaleció la música y se afilaron los sentidos para comenzar a sentir lo que tanto habían esperado. Cuando abrí los ojos ya no pude mirarla porque estábamos nariz con nariz, con mi frente apoyada en la suya, con mis manos sobre sus muslos y ella también acariciando los míos. También sentimos el aliento a aguardiente y el aire contra las bocas, después el roce de las mejillas apretando cada vez un poco más la una contra la otra, hasta que se encontraron los labios, hasta que se buscaron y se encontraron, y cuando ya estuvieron juntos no quisieron separarse, sino que con más fuerza se pegaron y se abrieron, y se mordieron y se esculcaron con las lenguas, se pasaron su sabor a trago y a muerto, «tus besos saben a muerto», recordé, pero también sabían a ganas de seguir, a ganas de lo que siguió, lo que seguimos con las manos y el cuerpo mientras nuestros dientes se rayaban entre sí, cómo voy a olvidarlo, si mis manos se electrizaron cuando las metí por primera vez bajo su blusa, y después fueron violentas, fuimos violentos, porque así es el amor desesperado, y nos rasgamos la ropa, de un solo envión le quité su camisa con la agradable sorpresa de que no tuve que quitarle más, y ella de un solo envión me quitó la mía, y sin separar las bocas le desabroché el bluyín, y ella paró de arañarme para desabrocharme el mío, y en un segundo, entre gemidos y mordiscos y las manos sin dar abasto, quedamos como queríamos.

– Parcero… -dijo pegada a mi boca.

– Mi niña… -dije. Después no pude decir más.

Lo que siguió ha sido mi más bello y doloroso secreto, y ahora que ella está muerta, seguirá siendo para siempre más secreto y, mucho más todavía, entrañable y doloroso. Voy a repasarlo a diario para que siempre vuelva fresco, como acabado de suceder, por eso me gustaría besarla ahora, para recordar otra vez su boca, aprovechando que sus besos siempre sabrán a lo mismo. Besarla ahora con la certeza de que no se desquitará conmigo el peso de sus culpas.

– Emilio lo tiene más grande que vos -me dijo después, cuando se le empezaron a bajar los tragos y ya no se podía deshacer lo hecho. Ya no había música ni luz, sólo la que entraba por la ventana, yo estaba desnudo a su lado y ella medio se cubría con una sábana. Se quedó en silencio esperando mi reacción, pero como yo no entendí ese paso intempestivo del amor al odio, tardé en responderle. En lo primero que pensé, antes que me venciera el dolor, fue en esa manía que tienen las mujeres por compararlo todo; después, ya destrozado, pensé en lo miserable que sería mi vida con el recuerdo de una sola noche, porque en ese instante no me cupo la menor duda de que lo nuestro fue sólo eso, la reacción de Rosario no daba para pensar en algo más. Sin embargo, no sé cómo saqué fuerzas para lanzarle mi dardo y no quedar como ella me quería ver.

– A lo mejor no es cuestión de tamaño -le dije-, sino que conmigo te mojás más.

Con la mirada me remató. Se cubrió hasta la nuca y me dio la espalda. Ya comenzaba a amanecer. Yo me le acerqué un poco más, no estábamos tan lejos el uno del otro, al fin de cuentas compartíamos la misma cama y me dolía resignarme a que esa fuera la única vez, por eso me arriesgué a demostrarle una vez más lo que hacía unos minutos le había hecho saber. Con mis dedos busqué su hombro y tiré un poco de la sábana para encontrar algo de piel, pero ella se encogió bruscamente y sin mirarme me devolvió a mi esquina.

– Mejor durmámonos, Antonio -me dijo.

Me puse la almohada sobre la cara y lloré, me la apreté con fuerza para que no me entrara aire ni me saliera llanto, para morirme como quería en ese instante, junto a ella y después de haber tocado el cielo, muerto de amor como ya nadie se muere, seguro de no poder vivir ya más con el desprecio. Después aflojé la almohada, quería que ella se enterara de lo que había hecho, en lo que me había convertido, y a propósito solté mis sollozos, no tuve que fingirlos porque ahí estaban y los tuve durante mucho tiempo después, no me importó que me sintiera llorando, ya no tenía nada que perder. No me miró, ni se dio vuelta ni dijo nada. Sé que estaba despierta, no era tan descarada como para dormirse, algo en el alma se le tendría que haber movido también, además se sacudió cuando en voz alta y con las palabras muy medidas le dije:

– Las tijeras son tu chimba, Rosario Tijeras.

«Eso es todo, Rosario», sigo hablándole en silencio, como siempre, «se nos acabó todo», me muero por besarla, «ya te lo dije: te voy a querer siempre», me muero por morirme con ella, «y te voy a querer más en cada cosa que te recuerde, en tu música, en tu barrio, en cada palabrota que escuche y hasta en cada bala que suene y mate», le tomo la mano, todavía está caliente, se la aprieto esperando un milagro, el prodigio de sus ojos negros mirándome o un «parcero, parcerito» saliendo de sus dientes, pero si no lo hubo cuando pretendí que ella me quisiera, ahora menos, cuando nada arregla lo irremediable.

Todavía tiene sus tres escapularios, no le sirvieron para nada, «te gastaste tus siete vidas, Rosario Tijeras».

Uno siempre se pregunta dónde anda Dios cuando alguien muere. No sé qué voy a hacer con todas las preguntas que aparecerán a partir de ahora, ni qué voy a hacer con este amor que no me ha servido para nada. Tampoco sé qué voy a hacer con tu cuerpo, Rosario.

– Lo siento, pero necesitamos esta sala -me dice alguien con frialdad.

Tengo que dejarla, mirarla por última vez y dejarla, la última vez que estoy con ella, la última que cojo su mano, la última, eso es lo que duele. No quisiera irme sin besarla, la última vez, el último beso del último de la fila. Ya no puedo, ya es tarde como siempre, se la llevan de su último mundo, rodando sobre la camilla, todavía tan hermosa, «eso es todo, Rosario Tijeras».

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