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– De todo, parcero.

Volvió a mirar hacia la ciudad y echó la cabeza un poco hacia atrás, tal vez para que la brisa le refrescara su cuello.

– Me pasa de todo -dijo-. La soledad, la muerte de Ferney, el viaje…

Sentí un eco duro dentro de mi cabeza, la palabra en un eco seco y después repitiéndose con fuerza: «el viaje, el viaje, el viaje». Quise entender que se trataba de otra cosa, de otro viaje, pero nada ganaba con engañarme, finalmente sabía a lo que ella se refería pero no quería hablar de eso.

– ¿Cómo te fue con lo de Norbey? -le pregunté.

– Ferney -corrigió sin ganas-. Fue horrible, no te imaginás cómo me lo dejaron, no le cabía una bala más, no sé para qué le metieron tantas, con una hubieran tenido. Lo mataron con rabia.

Se le escapó otro par de lágrimas que trató de embolatar con un gran sorbo de vino. Como se le aflojó la nariz se la limpió con una servilleta.

– El pobre Ferney siempre sufrió con su mala puntería – continuó-. A lo mejor por eso lo mataron. Se puso de confiado a amarrarse los tres escapularios en la muñeca para que no le fuera a fallar el pulso y se quedó sin el del corazón para protegerse y sin el del tobillo para volarse. Muy güevón, Ferney.

– Pero ¿lo pudieron enterrar?

– Claro -me dijo-. Cerquita de Johnefe.

La brisa le empujó el cabello sobre la cara y con ese gesto que yo tanto adoraba se lo colocó detrás de las orejas, me miró y me sonrió sin motivo, o por lo menos yo no se lo había dado.

– Cuando te sintás sola -le dije-, no dudés en llamarme.

Creo que ahora sí le había dado un motivo para sonreír y así lo hizo de nuevo. Me apretó el muslo, como solía manifestar su afecto, y después a tientas buscó mi mano, sin inmutarse cuando por encontrarla rozó el bulto entre mis piernas.

Finalmente la encontró, abierta, lista para que ella la tomara.

– Me vas a hacer mucha falta, parcero -me dijo-. Te voy a extrañar mucho.

Esa noche no pegué el ojo pensando en una ausencia que parecía definitiva. Me invadió una angustia que iba aumentando con el insomnio al imaginarme la vida sin Rosario, pensaba que era prácticamente imposible seguir sin ella y azuzado por los recuerdos me aferraba a esa idea. Abrazado a la almohada sentí pasar nuevamente uno a uno los sentimientos que ella me despertaba, y con ellos volvieron a mí las mariposas en el estómago, el frío en el pecho, la debilidad en las piernas, la desazón, el temblor en las manos, el vacío, las ganas de llorar, de vomitar y todos los síntomas que atacan a traición a los enamorados. Cada minuto de esa noche se convertía en un eslabón más de la cadena que me ataba a Rosario Tijeras, un peldaño más de la escalera que me conducía hasta el fondo, minutos que en lugar de coincidir con la claridad del amanecer me sumían en un túnel oscuro, igual al de ella y del que tantas veces le pedí que saliera. Sólo pude dormir un poco cuando ya el sol pegaba con fuerza a través de las cortinas y ya me había vencido la idea de seguir a Rosario en su carrera loca.

Los días que siguieron no fueron distintos a esa noche, yo más bien diría que peores, con dudas y temores permanentes, con la certeza de que definitivamente sin ella no podría y alimentado por la esperanza del último de la fila que se consuela con lo poco que le den, con lo que quede, con las sobras que los demás dejaron, o en el caso de Rosario, ilusionado porque ahora ella estaba sola y aparentemente no tenía a nadie más que a mí. Tal vez eso fue lo que más alimentó mi idea de seguirla: la recompensa que recibiría como premio a mi incondicionalidad. El resto eran partes de la película que yo me había armado, Rosario sola, sin Emilio, porque yo estaba decidido a no contarle nada de mis planes, sin Ferney, porque estaba muerto, sin los duros de los duros, porque era precisamente de ellos de quienes quería separarse; sola conmigo, en otro país y con el antecedente de una noche juntos, qué más podría pedirle a la vida.

Pero como la vida rara vez nos da lo que le pedimos, esa vez tampoco quiso hacer una excepción. Llamé a Rosario decidido a aceptarle su propuesta, pero eso sí, con algunas variantes: me iría con ella pero no participaría en su negocio, yo sería simplemente su acompañante, viviría con ella donde ella quisiera, pero lo del negocio, no, no podía. Sin embargo, mi angustia dio un giro, porque la llamé muchas veces y no la encontré, me respondía su contestador y ella no me devolvía las llamadas. Yo conocía los motivos de sus anteriores desapariciones, por eso esta vez mi desespero fue mayor, porque no había una razón conocida para que Rosario se hubiera ido así como así. De pronto recordé su «me vas a hacer mucha falta, parcero», y pensé que tal vez ésa fue su despedida, discreta y sin mucho ruido, «te voy a extrañar mucho», un adiós muy evidente pero que yo en ese momento no entendí.

Hablé con Emilio para ver si podía sacarme de la duda, pero yo sabía más de ella que él. Además, visitarlo no fue una buena idea.

– Y te voy a pedir un favor -me dijo-: no me volvás a hablar de ella.

– Tranquilo -le dije- que ya no se va a poder: Rosario se fue del todo.

– Si se fue, mucho mejor.

Yo no entendí cómo pudo alegrarse, seguramente porque nunca la quiso, al menos no tanto como yo, que no sabía qué hacer, ni para dónde coger ni cómo seguirla. Me puse a andar por ahí, sin rumbo fijo, buscando posibles lugares donde podría encontrarla; recordé ese edificio donde me habían enviado a pedir algún dinero, las calles empinadas del que fue su barrio y otro par de sitios a donde misteriosamente iba Rosario con alguna frecuencia. Opté por ir a su propio edificio, tal vez le hubiera dicho algo al portero. Los porteros siempre saben algo.

– Claro que sí, parcero -me dijo el hombre-. La señorita acaba de llegar. Subí tranquilo.

Subí lo más rápido que pude, por las escaleras, la paciencia no me dio para esperar al ascensor. Timbré y toqué al mismo tiempo, y después del quién es, soy yo, abrió la puerta y me le lancé en un abrazo, como abrazaríamos a un muerto si éstos pudieran resucitar.

– ¡Me voy con vos! -le dije-. Te voy a acompañar.

Después fue ella la que me abrazó fuerte, aunque me pareció que no fue por alegría, la sentí temblar, por eso pienso que más bien fue por miedo, y después cuando me tomó las manos para agradecerme, las sentí más frías que siempre y tan sudorosas que no era fácil agarrarlas.

– ¿Dónde andabas? -le pregunté.

– Preparando todo -me dijo-. Vos sabés.

Yo no sabía nada y tampoco quería saber. No le dije las condiciones con las que viajaría. No me atreví, decidí dejarlo para después, no podía estropear este encuentro que ya me parecía imposible, claro que cuando vi una maleta lista, empacada y esperando junto a una puerta, entendí que no podía aplazarle mucho lo de mis requisitos.

– ¿Cuándo te vas? -le pregunté.

– Cuándo nos vamos -corrigió-. Yo te aviso.

Los momentos que siguieron resultaron tan confusos y tan extraños que todavía me es difícil precisarlos. No recuerdo exactamente el orden en que ocurrieron ni el tiempo en que se desarrollaron, era de noche, eso sí, no hacía mucho que yo había llegado y lo que siguió, creo, fue el estrépito de la puerta abriéndose de un solo golpe, después el apartamento invadido de soldados armados y apuntándonos y uno de ellos vociferando órdenes. A mí me arrastraron hacia un cuarto y a Rosario hacia otro; me hicieron tirar al piso, me pusieron un pie encima, en la espalda, y frente a mi nariz colocaron unas fotos con unas cifras enormes que anunciaban una recompensa; eran las fotos de ellos, los duros de los duros, cada foto acompañada de un interrogatorio, que dónde están, que qué parentesco tengo con ellos, que por qué los escondo, que cuándo los vi por última vez, y cada pregunta reforzada con el pie sobre mi espalda. Entraban y salían hombres, lo único que se escuchaba eran pasos y susurros, a Rosario no la oía, pregunté por ella y no me contestaron, después entró otro y le mostró algo al que hablaba más fuerte, «mire lo que encontramos», yo alcé la mirada, era una pistola, la de Rosario, «no tiene documentos», volvió a decir el otro, después más silencio, hasta que el que hablaba duro dijo «llévenselos» y pensé que ahí la vería, que nos llevarían juntos, pero no fue así, no sé si a ella se la llevaron primero, no la vi cuando me sacaron, tampoco la vi después cuando mi familia resolvió mi problema, ni cuando yo volví a preguntar por ella y me dijeron que otra gente le había resuelto el de ella, no la vi más, ni al día siguiente ni cuando fui a buscarla a su edificio y el portero me dijo que ella se había ido de viaje, no la volví a ver sino hasta esta noche, cuando la recogí y la traje, tres años después, cuando ya me había hecho a su desaparición, cuando ya su recuerdo había sacado callo, hasta hoy, hasta este preciso instante en que por fin sale un médico, creo que fue el que la recibió, lo veo hablar con la enfermera, me señala, me apunta con su dedo como si fuera el tubo frío de una pistola, me apunta, viene, tiene el tapabocas bajo su quijada, tiene la barba trasnochada, camina despacio con pasos ingrávidos, me mira mientras se acerca, tiene los ojos rojos y cansados, tiene sangre en su bata, es él, ahora estoy seguro, él fue quien la recibió, ha dejado de señalarme, ahora estoy seguro, ahora lo entiendo. Me tapo las orejas para no oír lo que me va a decir. Aprieto los ojos para no ver dibujadas en sus labios las palabras que no quiero escuchar.

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