Un poco antes de que mataran a Ferney lo vimos merodeando por el apartamento de Rosario, pero sin atreverse a entrar.
Parqueaba su moto como a dos cuadras y después se camuflaba en unos arbustos más cerca del edificio, pero con todo y eso lo vimos. La primera vez pensamos que apenas viera salir a Emilio él entraría, pero no fue así; durante los días que siguieron se ubicó en el mismo sitio y Rosario nos contó que se quedaba ahí hasta altas horas de la noche.
– ¿Y por qué no bajás a ver qué quiere? -le sugerimos.
– ¿Y por qué? -dijo ella-. Si me necesita que suba.
– Eso está muy raro -dijo Emilio.
Después decidió salir de los arbustos y se sentó en la acera del frente. No supimos si se mostró al verse descubierto o era parte de alguna estrategia, el caso es que llegaba muy de mañana, antes que Rosario se despertara -que de todas maneras no era muy temprano que digamos-, y se quedaba hasta que ella apagara la luz de su cuarto. Se la pasaba el día entero mirando hacia su ventana, igual a como lo hacía en la discoteca viendo bailar a Emilio y Rosario, cuando ya definitivamente la había perdido.
– ¿Y a ese qué le pasa? -preguntaba Emilio inquieto-. ¿Se volvió a enamorar o qué?
Más iluso Emilio, pensé. Como si uno pudiera sacarse a Rosario del corazón y después volver a metérsela. Una vez que uno empezaba a quererla ya la quería para siempre, o si no ¿por qué otra razón estoy aquí en este hospital? De lo que yo sí estaba seguro era de que sólo por amor Ferney hacía lo que hacía, porque no existe otra razón para quedarse al sol y al agua debajo de una ventana.
– No me gusta. No me gusta lo que está haciendo ese tipo – insistía Emilio.
– Pero si no está haciendo nada -dije en su defensa, movido por una complicidad explicable.
– Precisamente -dijo Emilio-. Eso es lo que no me gusta.
La que no se aguantó fue Rosario, ya estaba cansada de sentirse vigilada, ya se sentía culpable por la situación de Ferney; intrigada, no entendía por qué no subía si muchas veces lo había invitado con su mano desde la ventana, por qué le rechazaba la comida que le mandaba con el portero, por qué si ya una vez que estaba sola le había gritado desde arriba: «¡Subí, Ferney, no seás güevón!». Pero él seguía impávido, como si fuera sordo y ciego y el hambre no lo tentara.
– Voy a bajar -dijo ella al fin.
Emilio se desencajó, empezó a manotear antes que le pudiera salir alguna palabra, y cuando le salieron más le hubiera valido no haber dicho nada.
– ¡A él sí, claro, pero cuando yo estaba jodido por culpa tuya, ni me llamabas, ni me visitabas, ni preguntabas por mí, pero claro, a él sí!
– Mirá, Emilio -le dijo con una llave tan cerca de su cara que pensé que estaba decidida a cortársela-. Mirá Emilio: a vos nadie te jodió, vos naciste así y si me vas a hacer escenitas te largás.
– ¡Listo! -dijo él-. Si lo que querés es quedarte con ese casposo, listo, yo me largo, pero lo que es a mí no me volvés a ver ni en las curvas.
Antes que Emilio hubiera terminado con sus amenazas, ya el ascensor se había cerrado con Rosario adentro. Él optó por las escaleras y yo corrí hacia la ventana para no perderme el desenlace. Primero salió ella y la vi cruzar la calle, disminuyendo su paso a medida que se acercaba a Ferney.
Después salió Emilio, se montó en su carro, cerró de un portazo y arrancó en pique. Yo abrí la ventana para escuchar pero me pareció que no hablaron, o si se dijeron algo fue en susurros, o mirándose, como se hablan los que se quieren. La vi sentarse junto a él, hombro con hombro, lo vi recostar la cabeza sobre el regazo de ella, como si llorara, y la vi a ella cubrirlo con su cuerpo, como protegiendo a un animal pequeño de la intemperie, los vi quedarse así mucho tiempo; entonces pensé en lo difícil que era la vida y en la fila india de los enamorados y en el último de esa fila, el que nadie quiere, y me pregunté si sería Ferney o sería yo. Después vi que lo tomó de la mano, lo ayudó a levantarse y sin soltarlo lo condujo hasta al apartamento y seguir a la cocina, escuché ruido de platos y cubiertos y un silencio incómodo que me hizo recordar que donde hay tres sobra uno.
– Cómo es la vida, parcero -también recordé lo que una vez me había dicho Rosario-. El día en que Ferney coronó su mejor trabajo, ese día me perdió.
– Fue por ellos, ¿no cierto?
– Ajá -dijo-. Ese día los conocí.
– Todavía no me has contado cómo los conociste -le reclamé.
– Claro que te conté.
Fue cuando Johnefe y Ferney viajaron juntos a Bogotá para hacerle un trabajo a La Oficina. A ellas las había llevado a una finca mientras los muchachos hacían el encargo y allí quedaron en encontrarse después. La finca era de ellos.
– Allá aparecieron como a la medianoche -me contó Rosario-.
Johnefe y Ferney ya habían llegado. Estábamos muy enrumbados y parecía que ellos también querían celebrar.
Llegaron muy contentos, con música, pólvora, vicio, más mujeres, en fin, vos sabés. De todas maneras muy queridos y muy simpáticos, especialmente conmigo.
Pude imaginármelos, pude verlos dando vueltas como gallinazos sobre la mortecina, y no es que Rosario fuera eso, pero sentí rabia al saberlos mirándola con ganas, con la lujuria que se refleja en sus enormes barrigas, en sus risitas malévolas, y no me equivoqué, porque ella misma me contó lo que alcanzó a oír.
– ¿Y esa muchacha tan bonita quién es? -había dicho el más duro de todos-. Tráiganme para acá a ese bizcochito.
Y como el «bizcochito» sabía de quién se trataba, ni corta ni perezosa se dejó llevar, y seguramente cambió el caminado como cuando quiere mostrarse, y seguramente lo miró como cuando quiere algo, y le sonrió, seguramente, como me sonrió esa noche en que quiso algo.
– ¿Y Erley? -le pregunté-. ¿Qué cara puso?
– Ferney -corrigió-. No le vi la cara.
«No fuiste capaz de mirarlo, Rosario Tijeras»; no se lo dije pero sé que fue así, porque a nosotros tampoco nos miraba cuando se iba con ellos y porque a mí no pudo mirarme cuando se vio desnuda conmigo al lado, sin siquiera una sábana que nos cubriera.
– ¿Y Johnefe? -volví a preguntar.
– Que la niña decida -me dijo Rosario que lo había oído decir.
Todavía no la conocía pero sé que ese día la perdimos todos.
Y hasta ella misma perdió lo que antes era y todo lo que había sido quedó convertido solamente en el sumario de su conciencia. A partir de ese momento su vida dio el vuelco que la sacó de sus privaciones y la lanzó junto a nosotros, a este lado del mundo, donde aparte de la plata no existen muchas diferencias con el que ella dejaba.
– A partir de ese momento me cambió la vida, parcero.
– ¿Para bien o para mal? -le pregunté todavía con rabia.
– Salí de pobre -me dijo-. Y eso ya es mucho cuento.
Después que Rosario subió a Ferney al apartamento, éste se quedó ahí por lo menos una semana más. Yo me alejé un poco, no tanto como Emilio, que se perdió del todo, pero al menos mantuve nuestro diario contacto telefónico y una que otra visita. No le pregunté nada, ni qué estaba pasando con Ferney, ni por qué se había quedado con ella, no quise saber nada, ni siquiera suponer qué estaría pasando entre ellos, si estarían durmiendo juntos, si ella habría decidido volver con él; nada, tampoco le reclamé, con qué derecho, si una sola noche juntos no me dio derecho de nada. Lo que sí resultó cierto fue el presentimiento que tuve de que Ferney estaba quemando sus últimos cartuchos en esta vida, pero también confirmé que aquí nadie tiene nada asegurado, y lo digo porque en una de las visitas que le hice por esos días la salvé de una tragedia, o de un susto, porque la mayoría de las veces sólo basta un segundo para que el destino decida si es lo uno o lo otro. El caso es que Rosario tenía como costumbre, aprendida de los suyos, hervir las balas en agua bendita antes de darles un uso premeditado.
Esa vez había olvidado bajarlas del fogón, y el agua, por supuesto, ya se había evaporado. Las encontré bailando dentro de una olla y no sé cómo ni con qué valor me apresuré a retirarlas y a ponerlas bajo el chorro de agua fría. Fueron un par de segundos en los que alcancé a pensar en todo, en Rosario entrando a la cocina y las balas alcanzándola en una loca explosión, en mí mismo con la olla hirviendo y de pronto un ¡pum! antes de llegar al agua, en Rosario y en mí baleados desde una estufa, tendidos sin vida en el piso de la cocina.
Llegué a donde ella con las manos ampolladas y pálido como si la explosión hubiera sido un hecho.
– ¡Rosario, mirá! -le dije con la voz apretada.
– ¿Qué te pasó?
– Las balas.
– ¿Cuáles balas? -preguntó, pero enseguida los proyectiles le volvieron a la memoria-. ¡Hijueputa, las balas! -Y en una carrera salió para la cocina sin preguntarme qué había pasado con ellas. Seguramente se tranquilizó al verlas sumergidas en agua hasta el borde de la olla. Cuando regresó me encontró echado en su cama, con las manos abiertas y hacia arriba, como si estuviera esperando a que alguien me lanzara un balón del cielo.
– No sé dónde tengo la cabeza -dijo, sin ponerle atención a mis manos.
– ¿En qué estás metida, Rosario? -le pregunté.
– En nada, parcero. Esas balas no son para mí -dijo-. Yo te prometí que iba a cambiar.
Después hubo un silencio y nos miramos directamente a los ojos, yo para buscar la verdad en ellos y ella para mostrármela.
Sin embargo, a pesar de su mirada limpia, yo seguía sin entender la presencia de esas balas en su cocina. Finalmente, Rosario no aguantó el peso de mis ojos.
– Son para Ferney.
Cambió su gesto. Me pareció que iba a llorar. Buscó con la mano dónde sentarse hasta que encontró la esquina de la cama.
La oí tomar aire, se agarró una mano con la otra, como aferrándose a una mano ajena, sólo para decirme lo que nunca decía.
– Tengo miedo, parcero.
Yo me apoyé en los codos para incorporarme, todavía sentía mis manos como dos brasas, todavía estiradas, pero no lo suficiente como para sacar a Rosario de su miedo.
– ¿Qué es lo que pasa, Rosario?
Vi sus dedos juguetear con el escapulario de su muñeca, la vi mirar hacia otro lado para darse tiempo para hablar, cogiendo fuerzas para que su voz no se quebrara, esperando a que el corazón bajara su ritmo.
– Tengo miedo de que maten a Ferney, parcero. Lo encochinaron y me lo quieren matar.
No pude decirle nada. Me quedé callado buscando una frase rápida para ayudarla en su temor. No encontré palabras para desafiar la inminencia, nada que alimentara la esperanza, ni siquiera una mentira.