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– Vos sí que hablás güevonadas, parcero -dijo soltándome la mano, avinagrándome el sorbo de triunfo que acababa de probar.

Esa visita fue el pretexto para volver, para estar juntos la última vez, porque lo que comenzó a partir de entonces fue una larga despedida, el rompimiento de un vínculo con el que ya me había hecho a la idea de vivir siempre. El caso es que ahí estaba otra vez la pareja de tres.

– Ahora nos toca a lo sano -nos dijo Emilio-. Bien juiciosos.

– Por mí no hay problema -dije yo.

– Por mí, tampoco -dijo Rosario, pero no muy convincente.

Fueron promesas que ayudaron a justificar el regreso, los buenos propósitos con los que siempre se engaña el que recae.

Emilio había aparecido a los pocos días. No supe cómo había sido el reencuentro pero me supongo que igual a los anteriores.

Él sí quiso saber cómo había sido el mío, entonces le conté lo del cementerio.

– ¡¿Y viste el apellido?! -me dijo agarrándome por los hombros.

– ¿Cuál apellido? -pregunté totalmente despistado.

– Pues el de Johnefe, el de Rosario.

– No me fijé en ningún apellido.

– Vos sí sos bien güevón -dijo ahora agarrándose la cabeza-.

Ésa era la oportunidad para saber el apellido de Rosario.

– ¿Y para qué querés saber el apellido? -dije-. Estás igual a tu mamá.

– No es eso -aclaró-. Es que no saber cómo se llama la novia de uno es como raro, ¿o no?

– Rosario Tijeras.

– ¡Ay, hermano! -se dio por vencido-. Por qué más bien no me acompañás allá y yo miro.

– Porque allá no vuelvo -dije seriamente-. El que se acerque allá, lo tuestan.

Le propuse a Emilio que le esculcara la cartera a Rosario si insistía en saber cuál era su apellido, que se fijara en la cédula o en cualquier otro documento.

– ¿Y vos creés que ya no se me había ocurrido eso? -me dijo-.

¿Sí te has fijado que no suelta el bolso ni para bañarse?

– Debe ser por la pistola -dije.

– Quién sabe qué más cosas tendrá ahí. Tal vez cuando esté dormida…

– Menos todavía. Con lo fácil que se despierta…

– ¿Y vos cómo sabés que se despierta fácil? -me preguntó Emilio cambiando el tono.

«Porque no dejé de mirarla mientras dormía -pensé-, y vi que sus ojos se movían aun estando cerrados. Porque apenas le pasé la mano sobre su piel desnuda los abrió de pronto para recordarme que ya no quería más, que lo que nos había pasado fue sólo por una noche, un juego de amigos, un desliz de borrachos.»

– Pues con lo desconfiada que es… -dije, huyéndole a la memoria, volviendo a lo de Emilio.

Ahora recuerdo que unos días después nos dio la oportunidad. Había bajado a recoger algo a la portería y dejó su cartera a nuestro alcance. Mientras Emilio hacía la requisa, yo vigilaba en la puerta, atento al ascensor.

– ¿Quiubo? -pregunté desde mi sitio-. ¿Qué hay?

– Puras güevonadas -contestó Emilio-. La pistola, un labial, un espejito…

– ¡En la billetera, güevón! Buscá en la billetera.

– Tampoco hay nada -dijo-. Una estampa de María Auxiliadora, otra del Divino Niño, una foto de Johnefe, ¡hijueputa!

– ¡Qué pasó!

– ¡Una foto de Ferney, güevón!

– ¿Y qué pasa?

– ¿Cómo que «y qué pasa»? -contestó-. Que tiene foto de él y no tiene foto mía. Ahora sí me va a oír.

Cerré la puerta del apartamento y abandoné mi puesto de vigía. Le quité la cartera a Emilio y le pedí que me mirara a la cara.

– Mirá, Emilio: vos que abrís la boca, vos que le decís algo, y los muertos somos nosotros dos, ¿entendiste?

– Pero ¡¿cómo es que todavía tiene foto de ese tipo?!

– ¡¿Entendiste?! -volví a preguntarle enfáticamente.

La cosa quedó ahí. Emilio se tuvo que quedar con la rabia y con la intriga. Definitivamente Rosario sabía cuidar su misterio, era imposible saber más de lo que ella misma contaba. Y ahora que caigo en cuenta, no se me había ocurrido pensar dónde estaría su bolso, quién se habría quedado con él en toda esa confusión de la discoteca. A lo mejor allí mismo se lo guardaron o los que estaban con ella lo cogerían… pero si todos huyeron, a lo mejor se lo robaron, ¿cargaría todavía la pistola?, a lo mejor ellos lo cogieron para desarmarla, habrá que averiguar después qué fue lo que pasó.

Ahora había más movimiento en el pasillo, miré por si ubicaba algún rostro conocido, tal vez el médico que la estaba operando, tal vez Emilio, pero sólo me era familiar la enfermera de turno que ya por fin había despertado. El viejo seguía dormitando y el reloj seguía en las cuatro y media. Miré por la ventana y ya había sol. Tal vez hoy no lloviera, pero definitivamente en uno de estos días tendría que ir a comprarme un reloj.

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