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DOCE

Con la cola entre las patas, como el animal que me sentía, volví a casa. No tuve que decir nada, en mi cara se leía todo y la lectura debió ser patética, porque en lugar de reproches recibí sonrisas entumecidas y palmaditas en la espalda, aunque nada de eso alivió la congoja que sentía. La sensación era la de haberme chocado a gran velocidad contra un muro, dejándome tan aturdido que no podía definir sentimientos, tampoco podía entender la situación que me había llevado a sufrir ese tremendo choque, trataba de poner las ideas en orden para hacer un diagnóstico de mi mal, pero no fui yo sino alguien de mi familia quien acertó cuando se decidieron a poner el tema sobre la mesa.

– Tu adicción no es a las drogas sino a la mierda -dijo ese alguien.

El que calla otorga, y yo tuve que callar. Me dolía reconocerlo pero era cierto. No tuve el coraje para preguntarles cómo se curaba uno de ese hábito, cuál era el tratamiento, dónde, quién me podría ayudar, y pensé que si no existía un lugar que ofreciera algún tipo de terapia, la humanidad estaba en mora de instaurarlo, porque de lo que sí estaba seguro es de que yo no era el único, somos millones de comemierdas que tenemos que curarnos en silencio o, como ha ocurrido tantas veces, morirnos de una sobredosis fecal.

«De algo tiene que servir tanta mierda -no obstante me consolé-. Por algo la utilizan como abono.»

Ahora, repasando mis más importantes momentos con Rosario, pienso que no me he recuperado de mi adicción. Aquí estoy otra vez, al igual que todas las ocasiones en que ella me necesitó, no tan arrastrado como antes pero siempre atento a su destino, como si fuera el mío propio, si es que acaso no lo es.

– Vos y yo somos como almas gemelas, parcero -me dijo un día en que andaba pensativa.

– Pero somos muy distintos, Rosario.

– Sí, pero es que es muy raro, fijate en Emilio por ejemplo.

– ¿Cómo así? -le pregunté.

– Pues que él también es distinto, pero con él todo es muy diferente, ¿sí me entendés? -trató de explicar.

– No te entiendo nada, Rosario.

– Mejor dicho, es como si vos y yo fuéramos las dos caras de una misma moneda.

– Ajá.

– ¡¿Cómo así que «ajá»?! -dijo encendiéndose-. ¿No me entendiste o qué?

Claro que le había entendido, pero no estaba de acuerdo con su explicación, pero como siempre no me atreví a decirle que la cuestión no era de parecidos sino de cariño y que si percibía distinto a Emilio era porque así también serían sus sentimientos, porque uno termina pareciéndose a quien uno quiere. Tenía ganas de decirle algo así, pero ya mi «ajá» la había descompuesto, me dejó solo no sin antes restregarme lo que yo era.

– Te estás volviendo güevón, parcero -dijo-. Ya no se puede hablar con vos.

Muchas veces me dejó así, a punto de decir alguna estupidez con la que encubriría lo que realmente hubiera querido decir.

Con la susodicha sonrisa tonta que usaba para disculpar una actitud y, de paso, dejar sentado que ella tenía razón.

«No me estoy volviendo», pensé. «Vos me volviste así, Rosario Tijeras».

Después de haber vuelto a donde ellos, pasaron unos días y regresó como siempre. Una llamada en la madrugada, las frases esquivas de la culpa, el tono conciliador, «parcero, parcerito», un saludo sin preguntas ni respuestas, para qué si ya todo se sabía, si nada iba a cambiar. Rosario volvía a acomodar las fichas desparramadas en el tablero que había volcado al salir.

– ¿Y Emilio? -volvía a preguntar siempre al final.

Yo ya sabía lo que seguía. Dos o tres datos que yo le daba sobre él, más bien fríos, «por ahí anda, hace mucho que no hablo con él», sólo la información necesaria para no ser complaciente ni descortés, simplemente las palabras que ella requería para pedirme que le dijera a Emilio que la llamara.

– Decile a Emilio que me llame -dijo antes de colgar, como si fuera algo espontáneo, como si yo no supiera que ésa fue su única intención al llamar.

Y aunque volvimos a caer, esa vez Rosario tuvo que tener más paciencia para lograrlo. Yo la verdad había quedado herido de muerte, no por sus armas, sino, como siempre, por mis propias ilusiones, nunca antes me había imaginado tanto con ella, por eso caí duro de mis nubes, quería recuperarme del porrazo y su presencia en vez de ayudar, lesionaba. Le fui esquivo muchas veces, pero no tanto como mi herida lo requería, únicamente lo suficiente como para demorar mi sometimiento, para hacerle entender que algo pasaba, inútiles pataletas de enamorado para llamar la atención.

– ¿Qué te pasa, parcero? Vos no eras así.

Su preocupación no iba más allá de ese comentario, pero yo qué más podía esperar si nunca le contesté la verdad, si mi imbecilidad iba al extremo de esperar el milagro que la hiciera adivinar. Me sentía cansado de todo, más de mí que de todo, pero el problema del amor es ése, la adicción, la cadena, el cansancio que produce la esclavitud de nadar contra la corriente.

Reconquistar a Emilio tampoco le quedó fácil. Su familia lo tenía asediado, bajo tratamiento médico y psiquiátrico, pretendían sacarle a Rosario así fuera a corrientazos.

– Imaginate la de mi papá -me contó por esos días-. Dizque si me volvía a ver con esa mujer me mandaba a estudiar a Praga.

– ¿A Praga, Checoslovaquia?

– Imaginate.

Pues ni a Praga ni a ningún lado: Rosario volvió a ganar, primero a mí y después a él, como de costumbre. De nada sirvieron las amenazas y las terapias, y peor aún, de nada nos sirvieron a Emilio y a mí las experiencias vividas con Rosario que nos dejaron colgando de la cuerda floja. Yo me negaba a pasarle al teléfono, no contestaba para no comprometerme, claro que cuando alguien de la familia lo hacía ella colgaba, esperaba a que contestara la empleada, su única cómplice, pero yo en mi punto: «Decile que no estoy». «Que manda decir que ella sabe que sí estás». «Pues decile que estoy enfermo». «Que manda decir que ella sabe que no estás enfermo». «¡Decile que me morí!». «Que manda decir que cuidado te morís porque ella no sabe vivir sin vos». Y así todos los días, ablandándome de a poquitos, con más paciencia que yo, aguantando, porque eso fue lo primero que la vida le enseñó. Hasta que la resistencia cedió: «Decile que no estoy». «Manda decir que te espera en el cementerio». «¡¿En el cementerio?! ¿Cómo así? Pasámela».

– ¡Aló! ¡Rosario! ¡¿Qué es lo que vas a hacer?!

– Parcero -me dijo-. Por fin.

– ¿Qué es lo que pasa, Rosario? ¡Qué es lo que querés?

– Necesito que me acompañés al cementerio, parcerito.

– ¿Cómo así, quién se murió?

– Mi hermano -dijo con voz triste.

– ¿Cómo así? Si tu hermano se murió hace tiempo.

– Sí -me aclaró-. Pero es que tengo que ir a cambiarle el compact disc.

Me había suplicado que la acompañara, que era su aniversario y no era capaz de ir sola.

Los cementerios me producen una sensación parecida a la de las montañas rusas, un delicioso vértigo. Me asusta un sitio con tantos muertos, pero me tranquiliza saber que están bien enterrados. No sé dónde radica su encanto, tal vez en el alivio de saber que todavía no estamos en ellos, o tal vez todo lo contrario, en el afán de querer saber qué se siente estando ahí.

El de San Pedro es particularmente hermoso, muy blanco y con mucho mármol, un cementerio tradicional donde los muertos duermen unos encima de otros, a diferencia de los modernos que más bien parecen un sembrado de floreros cursis. También hay mausoleos donde descansan algunos ilustres agrupados por familias, vigilados por enormes estatuas de ángeles de la guarda y del silencio. Hacia uno, sin estatuas pero custodiado por dos muchachos, me llevó Rosario.

– Aquí es -dijo con solemnidad.

Los dos muchachos se pusieron firmes al verla, como dos guardias de honor.

– ¿Y éstos quiénes son? -pregunté.

– Los que lo cuidan -me dijo.

– ¿Cómo así?

– Aunque hemos limpiado mucho, todavía queda mucho faltón -me explicó-. Además los satánicos lo querían tanto que una vez intentaron robarse el cuerpecito. Pobres. ¿Qué más, muchachos, cómo les ha ido?

– ¿Qué más, Rosario? -contestaron al tiempo-. ¿Bien o no?

Yo estaba tan absorto en lo que veía que pensé que la música que sonaba venía de afuera, pero cuando ella abrió su bolso y les entregó los CD me di cuenta de que la música salía de la misma tumba, una estridencia horrible que venía de un equipo de sonido protegido por unas rejas y camuflado entre flores.

Rosario intercambió unas palabras con ellos, después se alejaron un poco, lo suficiente para darle la privacidad necesaria para rezar. Yo también me acerqué, no me arrodillé pero sí pude leer lo que decían en la lápida: «Aquí yace un bacán», y al lado del epitafio una foto de Johnefe, más bien borrosa y amarillenta. Me acerqué más a pesar del volumen del equipo.

– Es su última foto -me dijo Rosario.

– Parece muerto -dije.

– Estaba muerto -me dijo mientras le bajaba un poco el volumen al aparato-. Fue cuando lo sacamos a pasear. Después de que lo mataron nos fuimos de rumba con él, lo llevamos a los sitios que más le gustaban, le pusimos su música, nos emborrachamos, nos embalamos, hicimos todo lo que a él le gustaba.

Ya entendía la fotografía. En medio de la borrosidad pude distinguir algunas caras conocidas, Ferney, otro cuyo nombre no recuerdo y la misma Rosario. A Deisy no la vi. Tenían más cara de muertos que el mismo muerto, cargaban botellas de aguardiente, una grabadora gigante sobre los hombros y a Johnefe en el medio sostenido por los brazos.

– Pobrecito -dijo Rosario y después se echó la bendición.

Organizó un poco la mezcla extraña de rosas y claveles que adornaba la tumba, volvió a subir el volumen y con un gesto triste le lanzó un beso largo, con tanto amor que ya hubiera querido yo estar acostado ahí.

– Hasta luego, muchachos. Me lo cuidan ¿sí?

Cuando los ángeles de la guarda levantaron sus brazos para despedirse, pude ver un par de pistolas debajo de sus ombligos y encartuchadas en sus bluyines. Agarré a Rosario de la mano y caminé rápido, quería salir de allí, estaba tan azorado que no pensé cuando ingenuamente le pregunté a Rosario:

– ¿Vos sí creés que tu hermano pueda descansar en paz con esa música tan duro?

Vi su mirada brava a través de sus gafas para el sol. Ya era muy tarde para explicarle que era una broma. Sin embargo, su reacción no fue tan violenta como esperé, no podía darse ese lujo después de haberme buscado tanto. Eso me hizo sentir bien.

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