Литмир - Электронная Библиотека
A
A

NUEVE

Emilio y yo habíamos construido desde el colegio una amistad a prueba de embates. Fue un juramento sin palabras, sin pactos de sangre ni promesas de borrachera. Fue simplemente una siembra mutua de cariño de la que cosecharíamos una amistad para toda la vida. Yo había encontrado en él la parte valiente que yo no poseía, no había en mí el tipo que no lo pensara dos veces para zambullirse en la incertidumbre y ése era precisamente Emilio. Y creo que él encontró en mí al cobarde que no existía en él, pero que le hacía falta para pensar dos veces antes el riesgo. Por esos años, yo además de quererlo lo admiraba. Emilio conseguía las mujeres, la plata, el trago, las emociones de la vida. Lo veía moverse libremente, sin escollos morales, sin culpa, saboreándose cada día como un regalo. Yo, en cambio, trataba angustiosamente de hacerle frente a ese modo de vida que era imperativo en los jóvenes. Pero a escondidas, y muy a solas, me embarcaba en lecturas y pensamientos existencialistas que chocaban con mi mundo de la calle, con los planes de Emilio, y después, de una manera muy fuerte, con las normas sociales. Fue entonces cuando encontré en Emilio, además del amigo, mi fortín para la irreverencia. Y ni que decir cuando la encontré a ella, nuestro escándalo mayor, nuestra Rosario Tijeras.

Hoy ya no admiro a Emilio pero todavía lo quiero. Aunque no ha pasado mucho tiempo desde entonces, las circunstancias sacaron a relucir de nuestros adentros lo que verdaderamente éramos, lo que va saliendo con el paso de los años y permite a unos llegar más lejos que a otros. Sin embargo, creo que mi cariño por él no hubiera sobrevivido si no fuera por todos los recuerdos de nuestra inmersión en la vida. Los años por el colegio, nuestro desquite con los curas, la primera vez en cine para mayores, la primera revista porno, nuestro sexo con la mano, las primeras novias, la primera vez, los secretos entre amigos, la primera borrachera, las tardes de terraza en que no hacíamos nada, sino hablar de música, fútbol y cosas por el estilo; la primera traba cagados de la risa y comiendo buñuelos, la finquita que alquilamos en Santa Elena para fumar y beber tranquilos, para llevar mujeres y amanecer con ellas, esa misma casita donde Emilio pasó su primera noche con Rosario y yo después y también con ella, la única.

Fue ella la que nos desaferró de esa adolescencia que ya jóvenes nos resistíamos a abandonar. Fue ella la que nos metió en el mundo, la que nos partió el camino en dos, la que nos mostró que la vida era diferente al paisaje que nos habían pintado. Fue Rosario Tijeras la que me hizo sentir lo máximo que puede latir un corazón y me hizo ver mis despechos anteriores como simples chistes de señoras, para mostrarme el lado suicida del amor, la situación extrema donde sólo se ve por los ojos del otro, donde la comida diaria es la mierda, donde la razón se pierde y queda uno abandonado a la misericordia de quien uno se ha enamorado.

Cada vez que me meto en mis recuerdos y en los que tienen que ver con Rosario, pienso que todo hubiera sido más fácil sin mi silencio. Emilio nunca supo de mi miedo, cuando ya oscuro poníamos botellas vacías en las escaleras del colegio para que los curas las patearan en la penumbra. Nunca supo de mi miedo cuando íbamos a El Dorado a ver cine porno, no supo de mi vergüenza cuando me propuso que nos masturbáramos con la primera Playboy que cayó en nuestras manos, nunca supo a lo que supo mi primer beso, ni del orgasmo repentino de mi primera vez. Y ni que decir de mis sentimientos por ella, porque mi silencio fue del mismo tamaño que el del amor que padecí.

Desperté muchas sospechas, muchas suspicacias, pero mi boca nunca tuvo el coraje para decir te quiero, me muero, hace mucho que me estoy muriendo por vos.

– ¿Qué te pasa, parcero? -me preguntó Rosario.

– Me estoy muriendo -le contesté.

– ¿Estás enfermo?

– Sí.

– ¿Y qué te duele?

– Todo.

– ¿Y por qué no vas donde un médico?

– Porque no tiene cura.

Nunca me atreví a más. Pretendía que un milagro del cielo hiciera que Rosario se enamorara de mí, que fuera ella la que hablara de amor o precisar solamente de un beso para desenmascarar lo que nuestras lenguas entrelazadas no se atreverían a decir.

– ¿Cómo conociste a Emilio? -Esta vez preguntó ella.

– Desde chiquitos -le dije-. Desde el colegio.

– ¿Y siempre han sido tan amigos?

– Siempre.

Noté en las preguntas de Rosario una suspicacia que iba más allá de la simple curiosidad. Se tomaba mucho tiempo para hacer preguntas tan sencillas. Después confirmé mis sospechas al ver por dónde iba su interrogatorio.

– ¿Nunca se han peleado? -volvió a preguntar.

– Nunca.

– ¿Ni siquiera por una mujer? -insistió Rosario.

– Ni siquiera.

– Te imaginás, parcero -remató- si a Emilio yo le pusiera los cachos con vos…

Suelo responder a ese tipo de situaciones con una risita estúpida. Es un gesto más bien cobarde con el que evito tomar alguna posición, completamente opuesto a la sonrisa con la que en esa ocasión Rosario dio por terminado su cuestionario. La suya fue más decidida, producto de alguna maquinación y que me pareció inconclusa, porque sus labios se cerraron de pronto como no queriéndose adelantar a lo planeado, para volverse a abrir, como se abrieron justamente esa noche, cuando jadeante y sudorosa debajo de mi cuerpo, Rosario volvió a sonreír.

Durante mucho tiempo estuve pensando en las intenciones de Rosario. Me preguntaba para qué carajo quería serle infiel a Emilio conmigo, si ya lo era con los duros de los duros, sabiendo además que la reacción de Emilio no pasaba de una simple pataleta que se arreglaba con un par de polvos.

Obviamente la infidelidad con el mejor amigo dejaba heridas de muerte, pero ¿por qué quería hacerle más daño a Emilio?, ¿por qué quería indisponernos a los dos? Después de tantas conjeturas llegué a lo peor: al lugar de las falsas ilusiones.

«Rosario se me está insinuando», pensé.

«Rosario quiere algo conmigo», volví a pensar.

«Le gusto a Rosario.» La mentira final.

Sin haber pasado nada ya sentía que había traicionado a mi mejor amigo. Ya no era capaz de mirarlo como antes, no era capaz de hablarle de ella como normalmente lo hacía, evitaba mencionar su nombre, no fuera que un acento enamorado se colara y me delatara, y si tocaba hablar de ella lo hacía mirando hacia otro lado, para que no viera chispas en mis ojos.

Ahora estoy seguro de que mi amor quedó bien escondido y que nadie nunca notó nada. Ya hubiera querido yo que ella sospechara algo, que algún gesto le hubiera dicho todo lo que mi cobardía no me dejaba decir, a lo mejor ella hubiera tomado alguna iniciativa, o me hubiera puesto el tema, no sé. Tal vez cuando salga de cirugía y se mejore le cuente todo, sobre todo ahora que ha pasado tanto tiempo, se lo podría contar como una cosa del pasado y hasta nos reiríamos, y hasta de pronto ella me reprocharía por no habérselo dicho antes, a lo mejor ella admitiría que también me quiso pero que también le dio miedo confesarlo. Tal vez más tarde me dejen entrar a verla, tal vez le tome la mano y le cuente todo, que sea lo primero que oiga cuando despierte.

– ¿Es su novia o su hermana? -me preguntó el viejo del frente, que se había despertado.

– Ninguna de las dos -le contesté-. Una amiga.

– Se le nota que la quiere mucho.

«Se me notó tarde» pensé, «como todo lo mío». O tal vez todo el mundo lo supo y nadie me dijo nada, para que todo siguiera igual, para no causar daño, para que nadie fuera a perder a nadie, para que no se rompiera la cadena que nos unía.

Siempre he pensado que en el amor no hay parejas, ni triángulos amorosos, sino una fila india donde uno quiere al que tiene delante, y éste a su vez al que tiene delante de sí y así sucesivamente, y el que está detrás me quiere a mí y a ése lo quiere el que le sigue en la fila y así sucesivamente, pero siempre queriendo a quien nos da la espalda. Y al último de la fila no lo quiere nadie.

– Adentro está mi hijo -volvió a interrumpir el viejo-. Lo traje casi muerto, casi me lo matan.

Pensé que su hijo podría ser uno de los amigos de Rosario, podría ser Ferney si ya no tuviera la certeza de que estaba muerto, podría ser uno de tantos que conocí en sus fiestas y aunque no estoy seguro de si Rosario lo reconocería, puedo asegurar que él sí sabría quién era ella.

– Cuando despierte su hijo -le dije al viejo-, dígale que a su lado está Rosario Tijeras.

– ¿Rosario está ahí? -preguntó sorprendido.

– ¿La conoce? -pregunté más sorprendido aún.

– ¡Pero por Dios! -dijo ante la obviedad-. ¿Qué le pasó? ¿Qué le hicieron?

– Lo mismo que a su hijo -le dije.

– Lo mismo no, es muy distinto ver las balas en el cuerpo de una mujer. Duele más -dijo-. Pobrecita. Hace mucho que no la veíamos, hasta nos dijeron que ya la habían matado.

No sé por qué me estremecí con lo que dijo, si Rosario y muerte eran dos ideas que no se podían separar. No se sabía quién encarnaba a quién pero eran una sola. Sabíamos que Rosario se levantaba por las mañanas pero nunca estábamos seguros de si volvería por la noche. Cuando se perdía varios días, esperábamos lo peor, esa llamada en la madrugada hecha desde algún hospital, desde la morgue, desde una calle, preguntándonos si conocíamos a alguien así o asá que tenía nuestro teléfono en su bolso. Afortunadamente las llamadas siempre las hizo ella, con un saludo expresivo, un «ya llegué» o un «ya volví», feliz de volver a oírnos. El alma me volvía al cuerpo, otra vez podía respirar tranquilo, no me importaba la hora en que me llamara, casi siempre me despertaba, pero no me importaba, lo primordial era saber que estaba bien, que había vuelto, así sólo me llamara para tantear el terreno con Emilio, no me importaba, yo era el único que la recibía bien, porque sé que Emilio, y probablemente Ferney, no mostraban su alegría, no podían.

– Todos los hombres deberían ser como vos, parcero -me decía Rosario-. No te imaginás cómo me joden todos, Emilio, Johnefe, Ferney, todos, vos sos el único que no me jodés.

Cuando me decía eso era el único momento en que me alegraba de que yo no fuera correspondido. Me sentía la persona más importante de su vida. Era una satisfacción que me duraba sólo un par de minutos, suficientes para sentirme el hombre de Rosario, el de sus sueños, el que ella tendría si no existieran los otros, y ahí, con esa idea, terminaban los dos minutos en el cielo y caía a la tierra de culo, al lado de los otros, los que de alguna forma sí tenían a Rosario.

18
{"b":"87974","o":1}