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– Mirá, parcero -decía Rosario-: él sabe que si le hace daño a Emilio me lo hace a mí y de lo que sí estoy segura es que Ferney nunca se atrevería a herirme.

Rosario sabía mover sus fichas, conocía a su gente y qué esperar de ellos. Y si alguien le fallaba, sabía que sería recompensado con un beso y castigado con un tiro, a quemarropa, así como le enseñó Ferney.

Siempre hacía lo que le daba la gana, ella misma admitía lo voluntariosa que fue desde chiquita. Por eso dejó a su mamá y se fue con su hermano, y tal vez por eso es que nunca comprometía su corazón. Nada amarraba a Rosario, ni siquiera los duros de los duros, con quienes siempre se mostraba complaciente.

– Pero el día en que no me cumplan me largo -me decía.

– Que no te cumplan ¿qué?

– Es un negocio, parcero, un negocio de palabra, y si yo cumplo, ellos me tienen que cumplir.

Yo le escuchaba esos argumentos por la misma época, más o menos cada año, cuando les hacía sus nuevas exigencias, recordándoles las condiciones del contrato. Así lograba que le cambiaran el apartamento o el carro, o que le engordaran su cuenta bancaria.

– Si me quieren volver a ver, que me cambien el Mazdita – decía-. Ya va siendo hora.

Estoy seguro de que en el fondo a Ferney le gustaba que Rosario siguiera con ellos: lo alegraba ver a Emilio vuelto mierda, así él mismo la hubiera perdido para siempre. La diferencia fue que, en cuanto a ella, la relación con Emilio no cambió para nada. Para Rosario lo de los duros era una especie de cruce, donde cada cual ponía lo mejor que tuviera para poner.

– Y Emilio es Emilio -insistía.

Pero Emilio no lo veía con los mismos ojos. Para él era putear y nada más. Pero lo que más le dolía era que todo el mundo lo supiera y, sobre todo, porque él fue el último en saberlo. Por la cercanía que tuvimos con ella, Emilio y yo fuimos los últimos en saber para dónde era que salía Rosario calladita la boca. Se oían rumores, pero, como casi siempre venían de lenguas envidiosas, no les hacíamos mucho caso. Después, sería el mismo Ferney quien nos llegara con el cuento. También dudamos, porque sabíamos que Ferney andaba herido y dispuesto a aprovecharse de cualquier circunstancia con tal de acabar con la relación. De ahí no nos quedó otra que preguntárselo a la misma Rosario.

– Preguntale vos -me dijo Emilio-. A vos te tiene más confianza.

– ¿Y por qué yo? -le reproché-. Vos sos el novio.

Nos moríamos del miedo. Pensábamos que en su reacción nos mandaría para la mierda y que por un chisme nos quedaríamos sin Rosario. Hasta que un día, después que se perdió todo un fin de semana, la vimos llegar de buen genio y decidimos que ése era el momento.

– La gente sí es bien chismosa -empecé-. Ya no saben qué decir.

– Qué berracos tan chismosos -siguió Emilio-. Vos no te imaginás lo que andan diciendo.

– Ni tan chismosos -dijo ella.

– ¿Cómo así? -preguntamos los dos.

– Como siempre -nos dijo Rosario-. La mitad es verdad y la mitad es mentira.

– ¿Y cuál es la mitad verdad? -preguntó Emilio.

– Seguramente la que te duele -contestó ella.

Era verdad. Estaba involucrada con ellos desde antes de conocernos. Mientras Emilio se enloqueció tirando sillas, pateando puertas y quebrando muebles, yo me consumía por dentro. Cada vez aparecía alguien más para alejármela, Emilio, la sociedad, Ferney, y ahora ellos. Rosario se quedó callada mientras Emilio le destruía el apartamento. No dijo una sola palabra mientras él lloró, manoteó, puteó. Yo también me quedé en silencio, esperando, al igual que ella, a que Emilio terminara el show. Pero esperando también a que ella me mirara, me dijera algo, me involucrara en su confesión. Todavía no sé si me pasó por alto adrede o no fue capaz de mirarme.

Seguramente es peor la traición de los amigos que la del amor.

Vuelvo a pensar en Emilio y en la perturbación que los embrollos de Rosario le causaron. De pronto siento que debo llamarlo otra vez.

– Hace rato que estoy esperando tu llamada, viejo, ¿qué pasó?

– Ya hablé con el médico -le conté-. Dice que está llena de balas.

– ¿Las balas de anoche o las balas de antes?

– Le pegaron varios tiros a quemarropa.

– Mientras le daban un beso -añadió Emilio.

– ¿Vos cómo supiste? -le pregunté.

– Le están pagando con su misma moneda.

Recuerdo las veces que vi a Rosario besando a otros hombres y los recuerdo cayendo muertos después de un balazo seco, disparado a ras del cuerpo, aferrados a ella, como si quisieran llevársela en su beso mortal.

Recuerdo las palabras de Emilio cuando la besó por primera vez. Siempre hacía alarde de los primeros logros en sus conquistas, la primera cogida de mano, el primer beso, la primera vez en la cama. Pero esa vez su comentario no había sido triunfalista sino más bien desconcertante.

– Sus besos saben muy raro.

– ¿Cómo a qué? -le pregunté.

– No sé. Es un sabor muy raro -me dijo-. Como a muerto.

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