Литмир - Электронная Библиотека
A
A

DIEZ

Medellín está encerrada por dos brazos de montañas. Un abrazo topográfico que nos encierra a todos en un mismo espacio. Siempre se sueña con lo que hay detrás de las montañas aunque nos cueste desarraigarnos de este hueco; es una relación de amor y odio, con sentimientos más por una mujer que por una ciudad. Medellín es como esas matronas de antaño, llena de hijos, rezandera, piadosa y posesiva, pero también es madre seductora, puta, exuberante y fulgorosa. El que se va vuelve, el que reniega se retracta, el que la insulta se disculpa y el que la agrede las paga. Algo muy extraño nos sucede con ella, porque a pesar del miedo que nos mete, de las ganas de largarnos que todos alguna vez hemos tenido, a pesar de haberla matado muchas veces, Medellín siempre termina ganando.

– Nos deberíamos ir de aquí, parcero -me dijo Rosario un día, llorando-. Vos, Emilio y yo.

– ¿Y para dónde? -le pregunté.

– Para cualquier lado -dijo-. Para la puta mierda.

Lloraba porque la situación no daba para menos. Estábamos los tres en la finquita, encerrados desde hacía mucho tiempo, metiendo todo lo que se pudiera meter, lo que se pudiera conseguir. Emilio dormía los efectos del abuso y Rosario y yo llorábamos mirando el amanecer.

– Esta ciudad nos va a matar -decía ella.

– No le echés la culpa -decía yo-. Nosotros somos los que la estamos matando.

– Entonces se está vengando, parcero -decía ella.

Rosario había llegado muy irritada después de un fin de semana con los duros y nos pidió que nos fuéramos de la ciudad por unos días. No nos contó lo que le había pasado, ni siquiera después, ni siquiera a mí, pero como sus deseos no daban otra opción, la complacimos y nos fuimos para la finquita. Durante el trayecto yo pensaba que la irritabilidad de Rosario no era nueva, ya llevaba mucho tiempo así, y aunque ella era una consumidora ocasional -«social», dicen algunos- de droga, relacioné su estado con el aumento de su hábito. Yo me había alejado un poco, como a veces lo hacía, porque esa vez su relación con Emilio parecía estar en uno de esos momentos de auge que exaltaban con mucha rumba y mucho sexo. Por eso preferí alejarme un poco. Pero fue precisamente esa euforia la que los fue sumiendo en estados irascibles y tempestuosos que nos distanciaron todavía más, hasta el punto de que pasaron un par de meses y yo no sabía nada de ellos. Hasta una noche en que me llamó Emilio y me pidió que le hiciera compañía en el apartamento de Rosario.

– Está con ellos -fue lo primero que me dijo, pero parecía no importarle. Estaba ido, cuando hablaba se veía que pensaba en otras cosas, si es que podía pensar.

– No te imaginás por las que hemos pasado -me dijo, pero no me contó. Sentí que se le había pegado mucho de Rosario, su misterio, su presunción por el peligro, su necesidad de mí.

– No me dejés solo, viejo -me suplicó-. Quedate conmigo hasta que ella vuelva.

No me quedé de muy buena gana. Emilio estaba insoportable, cualquier detalle lo exasperaba, no llevaba el hilo de ninguna conversación, me pidió plata prestada para comprar droga, me tocó acompañarlo, no se podía quedar un segundo solo, tenía que estar con él hasta en la ducha.

– Estás hecho una mierda, Emilio -no me aguanté para decirle-. Por qué mejor no nos vamos para tu casa. Allá vas a estar mejor.

Me contestó con un par de patadas, pero después se me colgó abrazado, llorando, suplicando, pidiéndome perdón, que por favor lo acompañara hasta que ella llegara, y yo no fui capaz de dejarlo, me dolía verlo así. Además, yo también tenía miedo, presentía, y no me equivoqué, que más temprano que tarde yo acabaría como él.

Como a los tres días llegó Rosario pidiéndonos que nos fuéramos de la ciudad. Estaba iracunda pero nos ordenó que no le preguntáramos nada, nos montamos en su carro y nos fuimos. Como Emilio andaba muy nervioso prefirió subirse atrás, yo me fui delante con Rosario, y a pesar de que le pedí que me dejara manejar, ella insistió en hacerlo, y si en sus cabales ella era una loca al volante, esa vez perdió toda noción de velocidad, control y respeto. Emilio tuvo la osadía de reclamarle.

– ¡¿Nos vas a matar o qué?! -dijo él-. Dale despacio que últimamente ando muy nervioso.

Yo me escurrí en el asiento, me agarré de los bordes y estiré las piernas como si pudiera frenar con ellas. Pero no hubo necesidad, porque Rosario frenó en seco, tan en seco que Emilio fue a parar a la parte de delante, en medio de ella y yo, tan en seco que el carro de atrás nos chocó, pero a Rosario pareció no importarle el estruendo de vidrios y latas, sino Emilio, el pobre de Emilio.

– ¡Con que estás muy nervioso, maricón! -le gritó en la cara-.

¿Por qué no te vas caminando a ver si te relajás?

– ¡¿Caminando?! -dijo Emilio-. No te pongás así.

– No -dijo ella-, es que yo no me pongo así, ¡vos me ponés así!

¡Te bajás ya, hijueputa!

– No es para tanto, Rosario -dije yo de metido.

– ¡Vos no te metás o te bajás también! -amenazó.

A todas éstas apareció el dueño del carro de atrás dándole unos golpecitos a la ventanilla de Rosario y mientras ella bajaba el vidrio yo le hice señas al hombre para que se fuera. El hombre no sabía con quién se había chocado.

– A ver señorita cómo arreglamos -dijo de buena manera-, porque me parece que usted frenó como intempestivamente, ¿o no?

– ¡¿Intempestivamente?! -dijo Rosario-. Mire señor, yo frené como me dio la gana, ¿o es que hay algún reglamento para frenar?

– El que da por detrás paga -dijo Emilio todavía incrustado entre nosotros dos, mientras yo le seguía haciendo señas al hombre para que se fuera.

– ¡Vos no te metás, Emilio, que el carro es mío! -dijo ella- ¡Vamos a ver qué es la güevonada suya, señor! -le dijo al hombre y se bajó del carro con su bolso, no sin antes cerciorarse de que la pistola estaba ahí.

– ¡Rosario! -le gritamos inútilmente los dos.

Lo que pasó atrás no lo pudimos ver bien porque el vidrio, aunque en su sitio, quedó roto. Apenas la imagen de Rosario pegada a la del tipo. Lo que sí escuchamos después fue un tiro que nos dejó perplejos, imaginándonos lo peor. Ella se subió rápido y cerró de un portazo.

– ¡Pasate para atrás, güevón! -le dijo a Emilio, que seguía adelante.

Ella arrancó en pique, haciendo sonar las llantas y a una velocidad más alta de la que veníamos.

– ¿Qué pasó, mi amor, qué hiciste? -preguntó Emilio, pero ella no contestó.

– ¿Arreglaste con él? -le pregunté yo.

– ¿Arreglé? Claro que arreglé -contestó por fin.

– ¿Y cómo? -volvió a preguntar Emilio, temeroso.

– Intempestivamente -dijo, más para ella que para nosotros y no volvió a abrir la boca hasta que llegamos.

En la finquita las cosas no cambiaron mucho, o tal vez empeoraron. Apenas entramos, Rosario sacó cantidades de cuanto pueda uno meterle al cuerpo: coca, bazuco, marihuana y hasta tabletas de farmacia, las esparció sobre la cama y las separó en grupos. Emilio y yo pensábamos que si lo que Rosario le había hecho al hombre del carro era cierto, probablemente se dedicaría a comer, a engordar para castigar su crimen, pero en ningún momento pidió comida.

– Cambió de menú -me dijo Emilio al oído.

– O a lo mejor no le hizo nada al hombre -dije-. Solamente lo asustó.

Nunca lo supimos. Durante los días que estuve con ellos Rosario habló poco, como poco comió y poco durmió. Tampoco hubo sexo entre ellos, no que yo me diera cuenta. De lo que sí hubo exceso fue de droga, hasta yo me propasé. Nos volvimos como tres suicidas compitiendo por llegar primero a la muerte, tres zombis frenéticos, cortándonos con nuestras rabias afiladas, con nuestros sentimientos punzantes, hiriéndonos a punta de silencio, acallando lo que sentíamos con droga, solamente mirándonos y metiendo. Después, no recuerdo al cuánto tiempo, lloró Rosario, lloró Emilio y cuando ya no pude aguantarme, lloré yo también, sin saber por qué precisamente, o si hubo un motivo uno diría que fue por todo, porque es cuando todo rebosa el alma que uno llora. Después, tampoco recuerdo cuándo, en un instante de lucidez, tiré la toalla y me devolví.

Los dejé solos. Por un mes no supe de ellos, ignoraba si seguían en la finquita y en qué estado; yo por mi parte me dediqué a recuperarme, había encontrado a mi familia hecha un manicomio por mi culpa, todavía más cuando me vieron entrar, cuando me vieron caer arrodillado pidiéndoles ayuda, aunque ellos no me entendieron, pensaron que yo quería salvarme de la droga que contamina el cuerpo y las venas y no de la otra, la que entra por debajo y por los ojos, la que se enquista en el corazón y lo corroe, la maldita droga que los más ingenuos llaman amor, pero que es tan nociva y mortal como la que se consigue en las calles envuelta en paqueticos.

– ¿Cómo se quita esto? -le supliqué a mis padres, pero no me entendieron.

Un día muy temprano, Emilio y Rosario me llamaron por teléfono. Seguían donde yo los había dejado y en peores circunstancias. Me pidieron que subiera, que me necesitaban urgentemente, cosa de vida o muerte. Rosario fue quien habló.

– Si no venís me muero -me dijo con una voz distinta a la de siempre, con un «me muero» agonizante pero sobre todo ambiguo, con un «si no venís» suplicante y obligatorio. No dijo nada más, solamente esa frase, no necesitó de más para que yo estuviera con ella, con ellos, al instante. Aunque sabía que era ella cuando la vi, se me escapó su nombre en forma de pregunta como si no la hubiera visto nunca antes.

– Parcero -me dijo apretando su cara contra la mía-, parcerito, siquiera viniste.

Emilio me recibió como un loco, me abrazó y me dio una serie de inexplicables palmaditas en la espalda, aunque en su cara no se le notó alegría por verme, más bien horror, no supe si por mí o por lo que vivían, pero el miedo lo tenía desfigurado, también irreconocible. En ese instante entendí a mi familia cuando me vio llegar, y, al igual que yo hice con Rosario, me llamaron con mi nombre en forma de pregunta como si no hubieran reconocido a su hijo. Esa vez fue cuando Emilio me salió con el cuento de que había matado a un tipo, y que ella después aclaró que no había sido él sino ella y él después de que habían sido los dos, en fin.

– Fui yo, parcero -insistió Rosario-. Yo soy la que mato.

No pude saber si era cierto. Si el crimen no sería más bien producto de sus delirios, de sus excesos de droga, de su encierro. También dudé si se referían al hombre que nos había chocado en el carro, tal vez ella sí lo había matado, o quizás era otro nuevo, no sé, era tal la confusión y el desorden de sus ideas que nunca pude saber lo que había pasado en mi ausencia.

20
{"b":"87974","o":1}