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SEIS

–  ¿Si te has fijado que muerte rima con suerte? -observó Rosario.

Por esos días yo andaba encarretado con la poesía y, como ella era curiosa, la puse un poco al tanto de mis lecturas. Ella todo lo relacionaba con la muerte, hasta la explicación de mis versos.

– Esas cosas deben ser buenas para leerlas uno bien trabado – dijo y nos sonó la propuesta.

Hubo un tiempo en que nos encerrábamos los tres todo un domingo a fumar marihuana y a leer poesía. Encontrábamos frases que nos hacían creer que ya entendíamos el mundo, otras que nos cabeceaban y nos dejaban mudos, otras que nos hacían desternillar de la risa y otras que nos daban un hambre horrible. Ésas fueron las épocas tranquilas, las de música y lectura, y una que otra droga para cambiar de estado. Pero hubo otros días domingos y otros encierros de los que todavía no entiendo cómo salíamos completos. Entonces ya no éramos los tres, sino un gentío extraño.

– Son amigos de Rosario -me explicó Emilio.

No se necesitaba un espejo para ver que eran diferentes a nosotros, aunque con el tiempo termináramos iguales a ellos.

Tenían el pelo rapado pero arriba de la nuca les salían unas colas disparejas y largas, usaban unas camisetas tres tallas más grandes que les llegaban un poco más arriba de la rodilla, los bluyines eran pegados al cuerpo, «botatubo», y abajo uno se encontraba con un par de tenis de dos pisos, con luces fluorescentes y rayas de neón. Siempre los había visto de lejos y nunca entré a detallarlos, pero ya metidos en el apartamento de Rosario, comencé a observarlos minuciosamente y, con mucha cautela, a imitarlos. Primero fue el pelo, nos lo dejamos bien cortico y con unas colas más discretas, después nos enrollamos maricaditas en las muñecas y nos forramos en bluyines viejos, en las rumbas intercambiábamos camisetas, y así fue como a mi armario fue a parar la ropa de Fierrotibio, Charli, Pipicito, Mani y otros. Johnefe, en un ataque de afecto, me regaló uno de sus escapularios, el que tenía colgado en el pecho, y que según Rosario, por eso fue que lo mataron, que por ahí le había entrado la bala.

– Rosario me habla mucho de vos, loco -me dijo Johnefe esa noche-. Dice que vos sos un bacán, loco. -Y se abrió la camisa y apretó la medallita-. A mí la gente que quiere a Rosario me parece una chimba, loco. -Se sacó el escapulario con mucho cuidado, como si tuviera cadenita de oro-. Tenga, bacán, póngaselo, y me la cuida, que no me le vaya a pasar nada a mi Rosario, usted tiene cara de responsable, loco, tenga que éste es del Divino Boy, y los cuida a los dos. -Me cogió la cara con las dos manos, me apretó los cachetes y me dio un beso en la boca-.

Nos echamos otro soplo, ¿o qué?

Después que lo mataron le di el escapulario a Rosario. Creí que me iba a echar la culpa, pero no me dijo nada, lo besó, se lo puso y se santiguó. Eso fue cuando se perdió después del entierro, cuando volvió gorda, pero luego atando cabos entendí que los kilos y su bondad conmigo provenían de haber saldado ya el rencor.

– Si me lo hubieras entregado antes, lo hubiéramos enterrado con él -fue lo único que me refutó.

El único que no iba a las fiestas donde Rosario era Ferney, no si estaba Emilio. O Emilio no iba si estaba Ferney. El que llegara primero era el que se quedaba, al otro le tocaba mandar razones.

– Decile a ese hijueputa que ya está oliendo a formol – mandaba decir Ferney.

– Decile a ese hijueputa que ya quisiera oler a lo que yo huelo -mandaba decir Emilio.

Al comienzo se armaban trifulcas entre los defensores de Ferney y los simpatizantes de Rosario, porque Emilio no tenía a nadie que intercediera por él, excepto yo, que no me iba a meter con ellos. Mientras vivió, Johnefe fue quien neutralizó la situación.

– Aquí nadie se mete, locos -decía-. Que la niña decida.

Y como la niña nunca se decidió, cuando se hacían fiestas -si es que se pueden llamar así- unas veces asistía Emilio, y otras veces, tal vez menos, Ferney.

– Pero si yo soy tu novio -le reclamaba Emilio.

– Sí -contestaba ella-. Pero Ferney es Ferney.

Pero hubo muchas veces en que ninguno de los dos la acompañaba. No les estaba permitido. Eran las cientos de veces que Rosario se fue con los duros de los duros, los que le dieron todo, los que ponían la plata y por eso se podían dar el lujo de tenerla sin condiciones. Ella se iba sin avisarnos. Si se pasaba dos días sin dar señales de vida era porque estaba con ellos.

También se podían deducir las andanzas de Rosario por la cara de Emilio.

– Ahora sí se acabó esto -decía cada vez que Rosario se le perdía-. Ahora sí.

– Siempre decís…

– Ahora sí vas a ver -me interrumpía-. Ahora sí voy a mandar todo a la mierda.

Nunca pudo cumplir su palabra. Rosario siempre regresaba a buscarlo, dulce como la miel, llena de plata y muriéndose de las ganas por su niño bonito. Primero me llamaba para tantear el terreno.

– Me dijo que ahora sí -le contaba yo a Rosario.

– ¿Otra vez? -decía ella.

– No. Dijo que esta vez sí.

Rosario se le aparecía con un regalo, vestida como para una fiesta, más hermosa que todos los días, dispuesta a encerrarse con él todo el tiempo que fuera necesario hasta contentarlo.

«Para qué más regalos, Rosario -pensaba yo cuando la veía-.

El regalo sos vos misma».

Ella me contaba que volver donde Emilio era como tomarse un vaso de agua helada en medio del calor.

– No te imaginás la marranera de donde vengo -decía.

Con ellos extrañaba lo que más le gustaba de Emilio, que su abdomen plano, que sus nalgas duras, el cosquilleo de su barba de domingo, sus dientes grandes y limpios, todo lo que ellos, por más plata que tuvieran, no podían ofrecerle.

– Pero hay otras cosas que Emilio no me puede dar, parcero.

¿Y yo? Yo también tenía la barriga plana, las nalgas duras, los dientes grandes y el corazón limpio para quererla solamente a ella.

– Nadie -decía-, nadie me puede dar lo que me dan ellos.

Era cierto. No había forma de quitárselas. Terminábamos siempre por conformarnos, Emilio, Ferney y yo. Nos contentábamos con que regresara, con el cariño que tuviera disponible y la forma como quisiera repartirlo.

– ¿Quiénes son ellos, Rosario? -le pregunté una vez.

– Vos los conocés. Salen todo el día en los noticieros.

Apenas vieron a Rosario les pasó lo que a todos: la querían para ellos. Y como el que tiene más plata es el que escoge, se quedaron con ella.

– Johnefe y Ferney se pudieron colocar en La Oficina -me contó-. Eso es lo que todo muchacho quiere. Ahí deja uno de ser chichipato y se puede volver duro. En esa época había mucha demanda porque había un descontrol tenaz, y estaban buscando a las cabezas de los combos para armar la selección.

– Traducción, por favor -le dije.

– La guerra, parcero, la guerra. Tocaba defenderse. Estaban pagando un billete grande al que se bajara un tombo. A Ferney y a Johnefe los contrataron. Ferney no tenía buena puntería pero manejaba bien la moto, pero en cambio Johnefe era un águila, donde ponía el ojo ponía el pepazo. Después de que probaron finura los ascendieron, les empezó a ir muy bien, cambiaron de moto, de fierros y le echamos un segundo piso a la casa. Así daban ganas de trabajar, todos queríamos que nos contrataran. A mí después también me reclutaron.

– No me digás que vos también… -No sabía cómo decirlo-.

Vos sabés… los policías.

– ¡Nooo, parcero! Yo no servía para eso, yo no sé disparar de lejos, no ves que a mí me enseñó Ferney. Ese Ferney falla hasta a quemarropa. Para que lo respeten a uno hay que tener puntería o si no es mejor dedicarse a otra cosa.

– Y entonces -le pregunté-, ¿por qué todo el mundo respeta a Ferley?

– Ferney -corrigió-. Pues porque es un duro para las motos; además una vez nos salvó de una que de no haber sido por él, ya estuviéramos chupando gladiolo hace rato. Claro que todo fue por la mala puntería, porque nos estábamos dando candela con el combo de Papeleto y nosotros, aunque andábamos muy mal de fierros, ya los teníamos dominados, cuando uno de ellos que estaba muerto resucitó y comenzó a disparar y Johnefe ya no tenía balas, solamente Ferney, entonces Johnefe le gritó:

«¡Pilas con ése!», y Ferney le empezó a contestar, pero en vez de darle a él, se bajó a otro que estaba detrás de un matorral y no lo habíamos visto, apenas fue que lo vimos rodar con una Mini- Uzi en la mano, ¡imaginate!, con eso nos hubiera barrido a todos.

– ¿Y el otro? El que había resucitado -pregunté intrigado.

– ¿Ese? Ése se volvió a morir.

Toda esta historia me interesaba porque así fue como conoció a los de la cúpula, acompañando a su hermano y a su novio de entonces, en los trabajos que les encomendaba La Oficina.

– Entonces, ¿cómo fue que llegaste hasta arriba? -volví a preguntar.

– La historia es larga, parcero -dijo-. Mejor tomémonos otro.

Cuando se decidía a hablar, Rosario era como un gotero.

Colocaba en la lengua del sediento las gotas necesarias para hacerle imaginar el chorro entero. Sus palabras tasadas eran una droga deliciosa y adictiva que antojaban de saber más. Lo curioso fue que al comienzo llegué a dudar que Rosario hablara, incluso en las primeras salidas su saludo se limitó a una sonrisa. Nunca sabíamos si estaba contenta o aburrida, si le había gustado el sitio adonde íbamos o si quería comer algo, había que preguntarle todo si se quería saber.

– Cómo es que no te aburrís con esa mujer, Emilio -le decíamos-. ¿No ves que no habla nada? Parece muda.

– ¡Y qué! -contestaba Emilio-. Uno para qué quiere una mujer que hable. Mejor así.

Con el tiempo soltó sus primeras goticas, sólo después de hacer reconocido el terreno y de haberse afianzado un poco más a él. Buscó entre los nuevos la mirada confiable, el alma que guardara todos sus secretos, y me encontró a mí. Aunque no le debió costar mucho trabajo, porque yo hacía tiempo quería saber qué había detrás de ese silencio.

– ¿En qué pensás, Rosario?

– ¿Cuándo?

– Cuando te quedás callada.

– No sé. ¿En qué pensás vos?

Si le hubiera dicho que siempre pensaba en ella… Desde la mañana en que amanecí queriéndola, me dediqué a construir mil mundos para Rosario. Mundos que nacían de mis deseos, que duraban lo que dura un sueño y que se derrumbaban con el golpe seco de la puerta de su cuarto, con su gemido atravesando las paredes, con sus intempestivas fugas para donde los duros.

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