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– ¿Leyendo? -me volvió a preguntar-. ¿Y qué estás leyendo?

Yo dejaba que fumara en mi cuarto. Nunca me pidió permiso pero yo la dejaba. Por la puerta entreabierta veía a Emilio, todavía desnudo, echado en la cama, saboreándose los últimos destemples del sexo. Ella se sentaba en la mía, únicamente con su camisetica, se recostaba en la pared, subía los pies y los cruzaba y soltaba muy despacio las bocanadas de humo, todavía con goticas de sudor sobre los labios. Me hacía cualquier pregunta tonta que yo a veces ni le contestaba porque sabía que no me oiría. No siempre hablaba. La mayoría de las veces se fumaba su cigarrillo en silencio y después se iba para la ducha. Y yo siempre, después de verla salir, buscaba el sitio de la sábana donde se había sentado para encontrar el regalo inmenso que siempre me dejaba: una manchita húmeda que pegaba a mi nariz, a mi boca, para saber a qué sabía Rosario por dentro.

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