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– ¡Malparidos hijueputas!

– No les parés bolas, Rosario.

– ¡¿Bolas?! ¿Sabés qué les dije? ¿Qué les contesté a esas gonorreas? Que cogieran su plata, sus buenos propósitos, su «sólo queremos ayudarte», su «es por el bien de todos», su «somos gente bien», sus apellidos, su reputación, que cogieran todo eso y que hicieran un rollito y se lo metieran por el culo, ¡ah!, y también les dije que si les quedaba espacio, también se metieran a Emilio.

– ¡¿Vos les dijiste todo eso?!

– ¡Todo eso y mucho más!

Solté una carcajada tan grande que Rosario no pudo evitar contagiarse y cuando la vi reírse me tranquilicé, el fuego comenzaba a apagarse, aunque estaba seguro, y no me equivoqué, de que la casa de Emilio comenzaba a arder, pero me seguí riendo al imaginarme sus caras y el revuelo que la irreverente lengua de Rosario estaría causando, o tal vez, y esto lo pensé después con algo de remordimiento, mi placer tendría que ver más con Emilio en los intestinos de su familia que con los improperios de mi Rosario.

Sin embargo, el incidente tuvo repercusiones en su comportamiento. Desde el día en que ella decidió abrir ventanas, hasta la llamada de la familia de Emilio, el estado anímico de Rosario era floreciente y por lo tanto el mío también.

Nos dedicamos exclusivamente a nosotros mismos, todavía aislados del mundo pero saliendo a flote desde la oscuridad.

Nunca antes, ni después, habíamos estado el uno con el otro, ni siquiera en esas horas de nuestra noche juntos, esa maldita noche que vendría después y que me hizo creer que por tener a Rosario desnuda debajo de mi cuerpo yo ya era feliz. No, ahora que miro hacia atrás no me cabe la menor duda de que mis mejores momentos con ella fueron cuando juntos buscamos la luz en ese túnel en el que Rosario no creía. No alcanzamos a llegar hasta el resplandor, pero el trayecto que logramos recorrer fue suficientemente luminoso para dejarme encandilado de por vida. Poco a poco Rosario había pasado de la ansiedad a la ternura, me sorprendió con nuevas facetas que aunque yo intuía nunca pensé que iba a conocer, y mucho menos a saborear. Si alguien la hubiera conocido en esos días, jamás hubiera imaginado su agresividad, su violencia, su pelea con la vida. Hasta yo llegué a ilusionarme con la idea de Rosario curada de su pasado. Usaba un tono más dulce al hablar que hacía juego con su mirada, con palabras tranquilas me contaba sus planes, lo que sería su nueva vida, lo que dejaría definitivamente, lo que borraría de su historia para empezar de nuevo.

– Ése va a ser mi último crimen, parcero -me decía.- Voy a matar todo lo de antes.

Había recuperado su belleza brusca y nuevamente la palidez le dio paso a su color mestizo. Había vuelto a sus encantos, a sus bluyines apretados, a sus camisetas ombligueras, a los hombros destapados, a su sonrisa con todos los dientes. Había vuelto a lo que era antes, pero distinta, más exquisita, más dispuesta para la vida, más deliciosa para quererla, pero ése era, precisamente, el único aspecto que no cambiaba, cómo no quererla si cada día la quería más, si con su nueva actitud se parecía más a lo que yo soñaba, a lo que siempre esperé de ella.

Cómo quererla y no perderme, cómo dejar de ser su «parcero»

y volverme exclusivo, imprescindible, parte, motivo, necesidad, alimento para Rosario. Cómo hacerle saber que mis abrazos tenían ganas de quedarse cerrados para siempre, que mis besos en su mejilla querían deslizarse hasta la boca, que mis palabras se quedaban a medias; cómo explicarle que ya la había tenido muchas noches y que la había paseado por mi existencia, imaginándomela en mi pasado y contando con ella para el resto de mi vida. Sin embargo, aún viéndola nueva, con planes y propósitos, aún sabiendo a Emilio culo arriba, a Ferney cada vez más lejos de sus intenciones y a los duros de los duros escondiéndose del gobierno, aún así el dilema seguía, y así todo cambiara, todo para mí seguía igual, como el primer día en que me desperté asustado, dizque enamorado de Rosario Tijeras.

Lo que al comienzo fue un encierro tormentoso, se convirtió en unas vacaciones que uno hubiera querido para siempre. Sin salir del apartamento, sentía que salía a pasear con Rosario de la mano, me sentía, al escuchar su voz con su nuevo tono, en medio de una pradera verde con brisa fresca, con los brazos abiertos y al igual que una cometa esperando viento. Quería que así siguiera la vida, sin intrusos, sin los inoportunos habitantes que vivían en Rosario. Llegué hasta perdonarme por desear perdido a mi mejor amigo, por descuidar a mi familia, por haber abandonado todo por una mujer, pensaba que valía la pena toda mi entrega, antes que traidor e ingrato me sentía redentor, que por obrar en nombre del amor se me perdonarían todos los daños. Después supe que el perdón había llegado por conmiseración, porque a quienes les fallé entendieron el error que yo no veía por ser parte de él, pero que no tardé mucho en ver, porque después de tantas noches boquiabierto escuchando a Rosario deleitarse con sus propias historias, con sus planes y sus sueños, después de muchos abrazos para comprometerme en sus buenos propósitos, después que la creía recuperada de sus males, después, una noche nos despertó el teléfono y yo contesté, precisamente yo para que no quedara ninguna duda de mi error, contesté y fui a su cuarto a despertarla.

– Es una mujer -dije todavía esperanzado en que fuera una equivocación-. No dijo quién era.

– Rosario encendió su lámpara de noche y se quedó pensativa; yo creí que se estaba dando tiempo para despertarse, pero su entumecimiento tenía que ver exclusivamente con la llamada.

– Pasámela -dijo finalmente, y después, lo peor-: Cerré la puerta.

Yo colgué mi extensión con ganas de no hacerlo, quería corroborar el motivo de mi zozobra, pero no me permití algo tan directo; me decidí por algo menos atrevido y me paré al lado de su puerta a escuchar, pero no fue mucho lo que capté, solamente una serie de «sí… sí…sí» que a medida que escuchaba me deslizaban hacia el piso, donde terminé, a ras con mi ánimo, después de tantos síes y después de un fulminante «deciles que ya voy para allá». La sentí prender luces, abrir cajones y puertas y hasta escuché la llave del baño. No recuerdo cuánto tiempo pasó antes que saliera en carrera con su bolso de viaje, con las llaves del carro en su mano, tan distraída y presurosa que no me vio echado a su puerta como un perro. No se despidió ni dejó nota, de todas maneras no me hicieron falta esos detalles, no necesitaba ninguna explicación, la vida había retomado su curso.

– Otra vez -me dije, sin poderme parar.

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