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– Ferney es lo único mío que me queda.

«Tal vez lo único que te queda de tu pasado, Rosario, porque si quisieras, yo te quedaría para siempre y no necesitarías nada más», me dije en silencio, dolido por su exclusión. Pero tengo que admitir que busqué reconfortarme con mi egoísmo y mis celos, porque me era imposible evitar sentir algún alivio al imaginármela sola, desprotegida, sin ninguno de los que pretendieron apropiársela. Sola, únicamente conmigo como isla.

– ¿Por qué estás así? -me preguntó de pronto, cambiando el tema.

– ¿Cómo que así?

– Con las manos así -explicó imitándome-, como si te fueran a tirar un balón.

– Me quemé las manos. Con la olla.

Una carcajada le borró su tragedia, le devolvió la belleza y el brillo en los ojos.

– A ver, yo veo -me dijo y se acercó. Me tomó las manos con una suavidad que no parecía suya. Me las acercó a su boca y las sopló, me las refrescó con un aire frío que me hizo pensar que era cierto que Rosario tenía un hielo por dentro, un hielo que ni su pasión ni su voltaje derretían y que mantenía su sangre helada para que nunca le flaqueara la voluntad de hacer lo que hacía.

– Vos sí sos güevón, parcero -dijo y me dio un beso en el dorso de las manos-. Por eso es que te quiero.

«Por güevón». No sabía si ponerme a reír o a llorar.

«Maldita», la insulté en mi pensamiento, pero ella en cambio siguió con mis manos entre las suyas, soplándolas sin mirarme, regocijándose con una risita burlona que me hizo sentir más güevón de lo que ella me había dicho. Pero después, cuando cerró los ojos y puso mis dedos en su mejilla y comenzó a acariciarse con ellos, a mimarse con esa suavidad que seguía pareciéndome ajena, pensé que valía la pena seguir sintiéndome así.

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