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– ¿Vos qué opinás? -me preguntaba siempre Emilio.

– ¿Qué opino de qué? -le respondía yo siempre, sabiendo hacia dónde iba la conversación.

– De Rosario, de todo esto.

– Ya no nos ganamos nada con opinar -le decía-. Ya nos tragó la tierra.

La primera sin salida fue a los pocos meses, en la discoteca donde la conocimos. Ya Emilio era el parejo oficial de Rosario y no le importaba mostrarla por todas partes, estaba pleno, la exhibía como si fuera una de las de Mónaco, ignoraba lo que decían de ella y de su origen, yo siempre los acompañaba.

Tampoco le importaban las amenazas de Ferney y su combo, a él por habérsela quitado y a ella por haberse regalado. Esa noche, uno de ellos le hizo a Rosario el reclamo en los baños:

– Vos sos una regalada -le dijo el tipo.

– No me jodás, Pato, no te metás en esto -le advirtió ella-.

¿Querés un pase?

Parece ser que cuando ella abrió el paquetico, él se lo sopló en la cara y ella se llenó de ira. Se limpió los ojos que le ardían y vio que el hombre seguía ahí.

– Esto no se va a perder, Patico -le dijo ella-. Lameme la cara y después me das un besito en la boca, con lengua.

El Patico no entendió la actitud de Rosario, pero para resarcirse le obedeció. A medida que la lamía por las mejillas, por la nariz y por los párpados, iba dejando un camino húmedo entre el polvo blanco. Después, como ella se lo había ordenado, llegó a la boca, sacó la lengua y le pasó el sabor amargo a Rosario; ella mientras tanto había sacado el fierro de su cartera, se lo puso a él en la barriga, y cuando se le hubo chupado toda la lengua, disparó.

– A mí me respetás, Patico -fue lo último que el tipo oyó.

Guardó la pistola y llegó tranquila hasta la mesa-. Vámonos – dijo-. Ya me aburrí.

En medio del carrerón yo sentí que pasaban balas por los lados. Rosario se armó de nuevo y comenzó a disparar para atrás. La gente salió despavorida en una confusión de gritos y de histeria. No sé cómo llegamos al carro, no sé cómo logramos salir del parqueadero, no sé cómo estamos vivos.

Cuando llegamos a la casa, Rosario nos contó todo.

– ¡¿Vos qué?! -le preguntó Emilio sin poderlo creer.

Sí, ella lo había matado en nuestras narices, lo admitía y no se avergonzaba. Nos dijo que ése no era el primero y que seguramente no sería el último.

– Porque todo el que me faltonea las paga así.

No lo podíamos creer, lloramos del susto y del asombro.

Emilio se desesperó como si él fuera el asesino, agarró los muebles a patadas, lloriqueaba y le daba puños a las puertas.

Más que afectarlo el crimen, lo que lo tenía fuera de sí era darse cuenta de que Rosario no era un sueño, sino una realidad. Claro que él no fue el único decepcionado.

– ¡Estoy hecha! -nos dijo ella-. Andando con semejante par de maricas.

Esa noche pensé que hasta ahí habíamos llegado con Rosario.

Me equivoqué. No sé cómo logró que no le cobraran el muerto, y nosotros nunca supimos en qué momento descartamos el sueño y nos volvimos parte de la pesadilla.

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