Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Te voy a ser sincero, Rosario, pero es que estás muy rara.

– ¿Qué tengo de raro? ¿Ah? Decime, ¿qué tengo de raro?

Si le hubiera contestado, quién sabe qué hubiera pasado. Mi comentario fue suficiente para que con su brazo barriera todo lo que había en la mesa, después se paró furiosa y desafió a todos los que miraron.

– ¡¿Qué?! ¿Se les perdió algo o qué? ¡Cojan oficio, partida de hijueputas!

Todos le hicieron caso. Hubo un silencio que permitió oír sus pasos furiosos alejándose. Después me miraron con disimulo.

Yo no supe qué hacer, pero después supe menos, porque cuando me iba a levantar vi que Rosario venía de regreso. Se me pegó a la cara y aunque trató de hablar bajito no pudo evitar gritarme.

– ¡¿Para qué son los amigos, maricón?! ¿Para qué?- A través de sus gafas pude ver que lloraba-. ¡Si no puedo contar con vos, entonces con quién! No servís para mierda. No te llamé para que me jodieras ni para que me dijeras que estoy gorda.

– Yo no te dije que estabas gorda -aclaré.

– ¡Pero se te veían las ganas de decírmelo! Y me voy a engordar más, porque ya no me importan ustedes, ni vos, ni Emilio, ni nadie ¿oís? No me importa nadie, el único que me importaba me lo mataron, y a vos no te importó.

La rabia y el llanto no la dejaron seguir. Quedó temblando ahogada en sus propias palabras. Sentí ganas de abrazarla, de agarrarla a besos, de decirle que todo lo de ella me importaba, más que lo mío, más que mi vida, quería llorar con ella, por su rabia, por su tristeza y por mi silencio.

– Vos sí me importás, Rosario -fue lo único que le dije. Y aunque yo lo pensé primero, fue ella la que me abrazó.

9
{"b":"87974","o":1}