– El señor Tannenberg me prohibió que me separara de usted.
Clara se plantó delante de Ayed y el hombre temió que le golpeara, dada la ira que reflejaba su mirada.
Luego, en voz muy baja, volvió a repetir la orden:
– Ayed, cuando estés seguro de que todo marcha como quiero, vuelves. ¿Lo has entendido?
– Sí, señora.
– Mejor así.
Clara se dio media vuelta y entró en el hospital seguida de Gian Maria, que le puso la mano en un hombro pidiéndole que le escuchara.
– Clara, desconozco si tu abuelo era un cristiano practicante, pero si tú quieres… si tú quieres… yo soy sacerdote, puedo darle la extremaunción para ayudarle en su camino hasta encontrarse con el Señor.
– ¿La extremaunción?
– Sí, el último sacramento. Ayúdale a morir como un cristiano, aunque su vida no haya sido cristiana. Dios es misericordioso.
– No sé si mi abuelo consentiría en recibir la extremaunción de estar… de estar consciente…
– Sólo pretendo ayudarle, ayudarte a ti. Es mi obligación, soy sacerdote, no puedo ver morir a un hombre que nació en la religión de Cristo sin ofrecerle el último consuelo de la Iglesia.
– Mi abuelo no creía en nada. Yo tampoco. Dios nunca ha formado parte de nuestras vidas, simplemente no estaba, no teníamos necesidad de ningún dios.
– No le dejes morir sin la extremaunción -insistió Gian Maria.
– No, no puedo dejarte que le des la extremaunción, él nunca me dijo que llamara a un sacerdote cuando estuviera muriéndose. Si te dejo hacer un rito con él sería… sería como un sacrilegio.
– ¡Pero qué dices! ¡No sabes lo que dices! -protestó el sacerdote.
– Lo siento, Gian Maria. Mi abuelo morirá como ha vivido. Si tu Dios existe y es misericordioso como dices, tanto le dará que le des a mi abuelo la extremaunción o no.
– ¡Clara, por favor! Déjame ayudarte, déjame ayudarle. Lo necesitáis ambos aunque no lo sepáis.
– No, Gian Maria, no; lo siento.
Le dio la espalda y entró en el hospital. No estaba dispuesta a someter a su abuelo a ninguna ceremonia sin su permiso. En realidad, no sabía en qué consistía la extremaunción. Ella no era católica, ni cristiana; tampoco era musulmana. Dios no había ocupado ningún lugar, ni en la Casa Amarilla ni en su hogar de El Cairo. Su abuelo y su padre jamás le habían hablado nunca de Dios. Para ellos la religión era un asunto de fanáticos e ignorantes.
Gian Maria se quedó quieto sin saber qué hacer. Clara se había mostrado irreductible, y él no podía imponerle nada.
Decidió quedarse cerca del hospital y pediría a Dios que iluminara a Clara para permitirle dar la extremaunción a su abuelo.
Picot, Fabián y Marta se acercaron al hospital para ofrecer a Clara cualquier ayuda que pudiera necesitar. Lo mismo hicieron el resto del equipo de arqueólogos.
Marta dio un paso más y se ofreció a volver a la excavación hasta que Clara pudiera reincorporarse.
– Te lo agradezco, Marta; si tú estás allí estaré más tranquila. Esa gente es incapaz de hacer nada sin dirección.
– No te preocupes, te relevaré hasta que puedas volver.
Aquélla fue la noche más larga de la vida de Clara. Veía morirse a su abuelo y se sentía impotente para evitarlo.
Salam Najeb le dijo que no creía que el enfermo llegara a la mañana. Se equivocó. Apenas había amanecido cuando Alfred Tannenberg abrió los ojos. Daba la impresión de venir de muy lejos y su mirada perdida indicaba angustia y dolor.
El anciano parecía reconocer a Clara, pero no era capaz de decir ni una sola palabra. Tenía la mitad del cuerpo paralizado y una extrema debilidad.
Clara seguía en silencio cada movimiento del doctor Najeb, aguardando a que el médico le dijera qué podían esperar, pero no fue hasta bien entrada la mañana cuando el médico le hizo una seña para que saliera con él del hospital.
– Su abuelo está estabilizado, váyase a descansar.
– ¿Quiere decir que no morirá?
– No lo sé, no sé si dentro de una hora sufrirá otro infarto y volverá al coma, no sé si va a aguantar así un día, dos o tres semanas más. En realidad, no me explico siquiera cómo ha logrado superar la situación crítica en que estaba.
– ¿Y ahora qué vamos a hacer? ¿Qué va a hacer usted?
– Por lo pronto, darme una ducha y descansar un poco, y usted debería hacer lo mismo precisamente porque no sé qué puede pasar. Descanse; está usted agotada y así no le será de ninguna ayuda ni a su abuelo ni a usted misma.
– Pero ¿y si le pasa algo?
– Aliya está a su lado. Ella está despejada porque ha podido echar una cabezada, ahora mismo no nos necesita. Y Fátima la acompaña. No es que esté recuperada, pero en caso de necesidad puede avisarnos de inmediato.
Decidió seguir la recomendación del médico. Estaba agotada y llevaba casi un día sin comer, aunque no tenía hambre. En cuanto se echó en la cama se quedó profundamente dormida.
El hombre llamó a Marta. El golpe del pico había abierto un boquete por el que se podían entrever los restos de una estancia.
– Señora, mire, ahí hay otra sala… -indicó el obrero a la arqueóloga.
Marta observó a través de la abertura y lo que vio fue una sala pequeña y restos de cerámica. Otra sala más del templo, aunque ésta parecía más pequeña que el resto.
Explicó a los obreros cómo debían de hacer una abertura mayor para poder acceder a la sala pero con el mínimo destrozo. Al cabo de dos horas habían apuntalado los restos del muro y facilitado la entrada a esa nueva estancia.
Nadie parecía tener especial entusiasmo. Salvo que encontraran alguna estatua o un bajorrelieve intacto, aquélla sería una sala más de las muchas que tenía el templo-palacio.
El suelo estaba repleto de trozos de arcilla, de tablillas caídas en el fragor de la batalla. En un extremo del muro de la sala parecía haber muescas donde antaño estarían colocadas las tablas de madera para almacenar las tablillas.
Examinó algunas de las tablillas destrozadas, y lo que leyó no le llamó en exceso la atención. Poemas, poemas sumerios conocidos y repetidos, pero ordenó que recogieran con cuidado todos los restos y los trasladaran al almacén para estudiarlos y clasificarlos.
También encontraron varias estatuas de pequeño tamaño destrozadas, así como restos de cálamos.
Encargó a un obrero que avisara a Picot y a Fabián para que vieran esa nueva estancia por si acaso ellos consideraban que tenía algo de especial.
Cuando los dos hombres llegaron y examinaron el lugar coincidieron con ella: allí no había nada de relieve, pero aun así habría que examinar lo que quedaba de las tablillas.
No eran muchas, aunque algunos pedazos tenían un tamaño suficiente para leer varias frases seguidas.
La tarde se les pasó desescombrando esa parte del templo, al tiempo que recogían cuidadosamente las tablillas para su clasificación.
– Gian Maria debería echarnos una mano -reflexionó Marta-, pero anda como alma en pena merodeando por el hospital.
– Si quiere ser útil, que lo sea de verdad. Hay que echar un vistazo a estas tablillas y ver si merecen la pena -afirmó Picot.
Fabián fue a la búsqueda del sacerdote para pedirle que volviera al trabajo y éste aceptó, convencido de que Clara no le permitiría acercarse a su abuelo.
Durante dos días la rutina pareció haber vuelto a instalarse en el campamento, aunque la tensión había comenzado a aflorar entre los miembros del equipo de arqueólogos, que aguardaban impacientes el momento de marcharse.
Marzo había irrumpido con fuerza alargando más los días y regalando además de luz, calor. Por eso fue recibida con alivio por parte de todos la llamada de Ahmed Huseini.
Picot sonreía feliz después de su conversación telefónica con Ahmed. Éste le había dado la buena nueva de que el Gobierno había decidido dar permiso para sacar los objetos del templo para que pudieran exponerse fuera de Irak. Una exposición, advirtió Ahmed, de la que Clara y él mismo serían comisarios. Además, Picot debería firmar un documento que le hacía responsable último de todas las piezas y, naturalmente, garantizaba su devolución al pueblo de Irak.
Si estaban listos, y Picot le aseguró que lo estaban, los helicópteros les recogerían una semana después, al amanecer del jueves. Les trasladarían a Bagdad y de allí a la frontera con Jordania. En diez días como mucho estarían en casa.
Clara acogió la noticia con indiferencia. Su única preocupación era su abuelo, y tanto le daba lo que hubieran decidido en Bagdad, aunque en algunos momentos se decía a sí misma que añoraba el silencio, y para ella el silencio era quedarse sola en aquella tierra azafranada, sin la presencia de Picot y sus colegas. Añoraba esa soledad que uno sólo encuentra en medio de los suyos.
Alfred Tannenberg sobrevivía. Milagrosamente parecía haber superado el infarto cerebral, por más que el doctor Najeb le advertía de que aquella mejoría era engañosa.
En realidad, el anciano no hablaba ni apenas podía moverse. A veces parecía reconocer a Clara, otras su mirada parecía perdida en territorios inabordables para quienes le rodeaban.
– El señor necesita salir de este hospital -aseguraba la vieja Fátima, convencida de que Tannenberg estaría mejor bajo sus cuidados en la pequeña casa que en aquel hospital de campaña, pero el doctor Najeb se mostró inflexible al respecto.
Lo que más le dolía a Clara era no poder acompañar a su abuelo por las geografías donde parecía habitar. Aun así no se separaba de su lado; no se atrevía a ir a la excavación, aunque sabía todo lo que sucedía por lo que le contaba Marta.
Una tarde en la que Clara velaba a su abuelo cogiendo sus manos entre las suyas éste empezó a balbucear palabras que no alcanzó a comprender. Creyó reconocer alguna palabra en alemán, su lengua materna, pero no podía entenderle.
Tannenberg parecía agitado e intentaba moverse, y en sus ojos afloró la ira. El doctor Najeb no supo explicar lo que le sucedía, y Clara se negó a que le pusiera ningún calmante, convencida de que su abuelo aún sería capaz de recuperar el habla. Persuadió al doctor Najeb para sentar al enfermo en un sillón y sacarle a respirar el aire cálido de la tarde. Eso, como decía Fátima, le vendría bien.
Sentada a su lado, le sorprendió ver a su abuelo mirar con interés cuanto le rodeaba, parecía como si lo viera por primera vez. Luego rió al verle esbozar una sonrisa.
– Abuelo, abuelo, ¿me escuchas? Abuelo, ¿sabes quién soy? Abuelo, por favor, háblame. ¿Me escuchas? ¿Me escuchas?