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– Pero, Abrán, lo que me estás contando también sucede en el Poema de Gilgamesh -protestó Shamas.

– ¿Estás seguro?

– ¿Cómo no voy a estarlo, si lo estudiábamos con Ili?

– Ya te he dicho que a veces los hombres intentan explicar lo que pasa a través de cuentos y poemas.

– Sea pues, continúa con la historia de ese Noé.

– En realidad no se trata de la historia de Noé, sino del enfado de Dios con los hombres por su comportamiento. Todo lo que veía Dios en la tierra era maldad, por eso decidió exterminar a su criatura más querida: al hombre.

»Pero Dios, que siempre es misericordioso, se conmovió ante la bondad de Noé y decidió salvarle.

– Por eso mandó construir un arca de madera resinosa, sí, ya lo he escrito antes -respondió Shamas releyendo una de las tablillas que tenía apiladas junto a la palmera en la que se apoyaban-. Y también las medidas del arca: longitud trescientos codos, anchura cincuenta y altura treinta. La puerta del arca estaba en un costado, y Dios mandó construirla de tres pisos.

– Veo que has escrito cuanto te he dicho.

– Claro. Aunque esta historia no me gusta tanto como la creación del mundo.

– ¿Y por qué no?

– Estuve pensando mucho en Adán y Eva cuando se ocultaron de Dios por la vergüenza de sentirse desnudos. Y en la maldición de Dios contra la serpiente por haber inducido a Eva a desobedecer.

– Shamas, no puedes escribir sólo lo que te gusta. Me pediste que te contara la historia del mundo. Pues bien, es importante que sepas por qué Él quiso castigar a los hombres e inundó la tierra. Si no quieres continuar…

– ¡Sí, claro que quiero! Sólo que me acordaba del Poema de Gilgamesh y… -el niño se mordió el labio temiendo haber provocado el enfado de Abrán-. ¡Por favor, continúa y perdóname!

– ¿Por dónde iba?

Shamas repasó las últimas líneas escritas en la tablilla y leyó en voz alta: «Él le dijo que entrara en el arca con su familia porque era el único hombre justo de su generación. También le ordenó que de todos los animales puros tomara siete parejas, el macho con su hembra, y de todos los animales que no son puros, una pareja, el macho con su hembra».

– Escribe -le conminó Abrán-: Asimismo Dios quiso que también guardara aves del cielo, siete parejas, machos y hembras. Luego el Señor le anunció que al cabo de siete días haría llover sobre la Tierra durante cuarenta días y cuarenta noches, exterminando sobre la faz del suelo todos los seres vi-vos. Y Noé hizo todo lo que le había mandado Yahvé.

»Noé contaba seiscientos años cuando acaeció el Diluvio, y entró en el arca, y con él sus hijos, su mujer y las mujeres de sus hijos, para salvarse de las aguas del diluvio, y junto a él los animales puros, y los animales que no son puros, y las aves y de todo lo que repta, sendas parejas de cada especie, machos y hembras, como había mandado Dios. A la semana, las aguas del diluvio vinieron sobre la Tierra.

»El año seiscientos de la vida de Noé, el mes segundo, el día diecisiete del mes, en ese día saltaron todas las fuentes del gran abismo y las compuertas del cielo se abrieron y estuvo descargando la lluvia sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches… Y Yahvé cerró la puerta detrás de Noé».

El niño hacía correr velozmente el cálamo sobre el barro, impresionado al imaginar que se abrían unas puertas en el cielo por las que Dios derramaba la lluvia. Pensó en un cántaro rompiéndose y derramando de golpe el agua. Shamas continuó escribiendo, sin levantar la vista, lo que le contaba Abrán: «Cuando subió el nivel de las aguas y quedaron cubiertos los montes más altos que hay bajo el cielo, pereciendo todos los seres vivos, desde los hombres al ganado, los reptiles y las aves del cielo, hasta que un día Dios se acordó de Noé e hizo pasar un viento sobre la tierra y las aguas empezaron a decrecer.

»Se cerraron las fuentes del abismo y las compuertas del cielo, y cesó la lluvia del cielo. Poco a poco retrocedieron las aguas sobre la Tierra. Al cabo de ciento cincuenta días, las aguas habían menguado, y en el mes séptimo, el día diecisiete del mes, varó el arca sobre los montes de Ararat. Las aguas siguieron menguando paulatinamente hasta el mes décimo, y el día primero del décimo mes asomaron las cumbres de los montes». [8]

Abrán se quedó en silencio y entornó los ojos. Shamas aprovechó para descansar. Utilizaba las tablillas por ambos lados; en la que se había empeñado no era una tarea fácil. Cuando Abrán terminara de contarle la historia del Noé hablaría con él sobre lo que le atormentaba en sueños. Quería regresar a Ur, se sentía extranjero en Jaran, pese a que allí estaban su padre, su madre y sus hermanos. Pero la felicidad había huido de su hogar desde que llegaron a la ciudad. Ahora apenas veía a su padre y su madre estaba siempre de malhumor. Todos echaban de menos la frescura de la casa que había construido su padre a las puertas de Ur. Ya no les gustaba ir de un lado a otro como antaño.

– ¿En qué piensas, Shamas?

– En Ur.

– ¿Y qué es lo que piensas?

– Que me gustaría estar con mi abuela, incluso ir a la escuela con Ili.

– ¿No te gusta Jaran? Aquí también estás aprendiendo.

– Sí, es verdad, pero no es lo mismo.

– ¿Qué es lo que no es lo mismo?

– Ni el sol, ni la noche, ni el habla de la gente, ni el sabor de los higos es igual.

– ¡Ah, sientes nostalgia!

– ¿Qué es la nostalgia?

– El recuerdo de lo perdido, y a veces de lo que uno ni siquiera conoce.

– No quiero separarme de la tribu, pero no me gusta vivir aquí.

– No estaremos mucho tiempo.

– Ya sé que Téraj es anciano y cuando no esté tú nos llevarás a Canaán, pero es que yo no sé si quiero ir a Canaán. A mi madre también le gustaría regresar.

Shamas se quedó en silencio, apesadumbrado por haber abierto en exceso su corazón. Temía que Abrán se lo dijera a su padre y éste se entristeciera al saber que no era feliz. Abrán parecía haberle leído el pensamiento.

– No te preocupes, no se lo diré a nadie, pero hemos de procurar que vuelvas a ser feliz.

El niño asintió aliviado mientras volvía a coger el cálamo para continuar escribiendo lo que le contaba Abrán.

Y así supo que Noé primero envió un cuervo y más tarde una paloma para ver si la tierra se había secado, y que tuvo que soltar una segunda paloma, y una tercera, hasta que esta última no regresó. Y cómo Dios se apiadó de los hombres y dijo «Nunca más volveré a maldecir el suelo por causa del hombre, ni volveré a herir a todo ser viviente como lo he hecho».

Dios, le explicó Abrán, bendijo a Noé y a sus hijos y les dijo que fueran fecundos, se multiplicaran y llenaran la Tierra. También Él dio a los hombres todo lo que se mueve y tiene vida, lo mismo que les había dado la hierba verde, pero les prohibió comer la carne con su alma, es decir, con su sangre: «Y Yo os prometo reclamar vuestra propia sangre: la reclamaré a todo animal y al hombre: a todos y cada uno reclamaré el alma humana».

– ¿O sea, que devolvió a los hombres al Paraíso? -preguntó Shamas.

– No exactamente, aunque Dios nos perdonó y volvió a convertir al hombre en el ser más importante de su Creación dándonos todo lo que ha creado en la Tierra; la diferencia es que nada será regalado. Hombres y animales luchamos por la supervivencia, tenemos que trabajar para obtener la semilla de la tierra, las mujeres sufren para traer nuestra descendencia. No, Dios no nos devuelve al Paraíso, tan sólo se compromete a no borrarnos de la faz de la Tierra. Nunca más se abrirán las puertas del cielo derramando lluvia como si de un torrente se tratara.

»Dejémoslo ya, el sol se está escondiendo. Mañana te contaré por qué no todos los hombres hablamos igual y a veces no nos entendemos.

El niño abrió los ojos sorprendido. Abrán tenía razón, apenas se veía, pero a él le hubiera gustado continuar. Claro que su madre estaría buscándolo y su padre querría ver lo que había aprendido ese día en la escuela de escribas. De manera que se levantó de un salto, recogió cuidadosamente las tablillas y echó a correr hacia la casa de adobe que su familia tenía por hogar.

Al día siguiente Abrán no acudió a la cita con Shamas. Buscaba la soledad porque sentía dentro de él la llamada de la voz de Dios. Esa noche se había despertado envuelto en sudor, sintiendo que algo le apretaba en las entrañas.

Cuando se levantó, salió de Jaran y caminó sin rumbo durante horas hasta que al caer la tarde se sentó a descansar en un palmeral cercado por hierba fina. Esperaba una señal del Señor.

Cerró los ojos y sintió una punzada junto al corazón, al tiempo que escuchaba con nitidez la voz sagrada de Él.

«Abrán, dejarás tu tierra, tu patria, la casa de tu padre e irás a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición.

»Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan.

»Por ti se bendecirán todos los linajes de la Tierra. [9]

Abrió los ojos esperando ver al Señor, pero las sombras de la noche se habían apoderado del palmeral, sólo alumbrado por la luna rojiza y miles de estrellas como puntos diminutos brillando desde el firmamento.

La inquietud se volvió a apoderar de él. Dios le había hablado con nitidez, aún podía sentir la fuerza de sus palabras retumbando dentro de sí.

Sabía que debía ponerse en marcha a la tierra de Canaán como quería el Señor. Aun antes de salir de Ur Él ya le había marcado el destino que había aplazado por ser Téraj anciano y querer reposar en Jaran, tierra de sus antepasados.

Los días y las noches habían pasado sin que la tribu se moviera de Jaran, donde encontraron buenos pastos y una próspera ciudad para comerciar. Se habían asentado tal y como quiso Téraj, aunque Abrán siempre supo que aquella estancia era provisional, puesto que llegaría el día en que el Señor le instaría a cumplir sus deseos.

Ese día había llegado y sintió pesadumbre sabiendo que tenía que obedecer a Dios y disgustar a Téraj.

Su anciano padre, con la mirada nublada y dificultades al andar, dormitaba buena parte del día perdido en las regiones habitadas por el recuerdo y el temor al más allá.

¿Cómo le diría a Téraj que habían de partir? El dolor le oprimía el pecho y las lágrimas fluían de sus ojos sin poder evitarlas.

[8] Pasajes del Diluvio según la Biblia de Jerusalén.


[9] Diálogo de Dios con Abrán, Biblia de Jerusalén.


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