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– ¿Clara?… Sí, es ella.

La voz de Miranda la arrancó del sueño profundo en el que se había encontrado con Shamas. Clara sentía un dolor intenso en el pecho y le costaba respirar. Le dolían todos los huesos y se sentía incapaz de responder a Miranda, que la miraba preocupada.

Daniel dejó la cámara junto a un bloque de ladrillos de arcilla, y se agachó acercándose a Clara, que parecía estar tiritando.

– ¿Se encuentra bien?

Los soldados acudieron presurosos a ver con quién conversaban los periodistas y se asustaron al ver a Clara acurrucada sobre la arena amarilla, con la mirada perdida como si se encontrara a muchos kilómetros de allí.

El comandante gritó a sus hombres, y uno de ellos salió corriendo en busca de una manta.

Clara permanecía inmóvil y por un momento incluso ella temió haberse quedado paralizada. No sabía por qué, pero no le llegaba la voz a la garganta y sus piernas y sus brazos no obedecían a la orden de moverse.

Sintió que Daniel le pasaba el brazo por detrás de la cabeza y la ayudaba a incorporarse; luego le dio de beber un poco de agua.

Miranda le tomó el pulso con gesto preocupado mientras el comandante miraba la escena con pavor. Si le sucedía algo a aquella mujer, le harían responsable.

– Tiene el pulso lento, pero creo que está bien, no parece tener ninguna herida -dijo Miranda.

– Deberíamos trasladarla al campamento y que la vea el médico -respondió Daniel.

En ese momento llegó el soldado con la manta y Daniel la cubrió con ella. Clara sintió que el calor le volvía al cuerpo.

– Estoy bien -murmuró-. Lo siento, me he debido de quedar dormida.

– Está usted casi congelada -afirmó Daniel-. ¿Cómo se le ha ocurrido tumbarse en un lugar como éste?

Clara le miró y se encogió de hombros. No tenía una respuesta para el periodista. O acaso la que tenía resultaría harto complicada en aquella circunstancia.

– La acompañaremos al campamento -le dijo Miranda.

– No, no…, por favor… asustarían a mi abuelo. Estoy bien, gracias -acertó a decir Clara.

– Pues entonces démosle un café para que entre en calor. Comandante, ¿puede proporcionarnos café?

La pregunta de Miranda era una orden que el preocupado comandante aceptó cumplir sin rechistar. Unos minutos más tarde Clara, acompañada por Miranda y Daniel, estaba sentada en la tienda que servía de comedor a los soldados que guardaban el sitio arqueológico. El café le había devuelto el color al rostro y ya se sentía capaz de hablar.

– ¿Qué le ha pasado? -quiso saber Miranda.

– Salí a pasear entre las ruinas. Me gusta hacerlo, pienso mejor, y me quedé dormida, eso es todo -respondió Clara.

– Debería tener más cuidado, aquí por la noche hace frío. El tono paternal de Daniel hizo sonreír a Clara.

– No se preocupe, puede que me haya cogido un constipado, pero nada más. Pero por favor, no digan nada, yo… bueno, me gusta pasear sola de noche, me ayuda a pensar, pero aquí es difícil estar sola, y a mi abuelo le preocupa que me pueda pasar algo. Además, dada la situación política, esto está lleno de soldados, así que procuro escabullirme sin que me vea nadie.

– No tiene que darnos explicaciones -le aseguró Daniel-, es que nos hemos asustado al verla tumbada en el suelo.

– Me quedé dormida; estoy cansada, estamos trabajando contrarreloj… -justificó Clara.

– Nosotros queríamos filmar las ruinas con la luz del amanecer para hacer algo distinto a lo de los otros compañeros. La verdad es que todo esto es muy hermoso -dijo Miranda.

– Y si usted está bien, voy a aprovechar antes de que salga definitivamente el sol, pero tú, Miranda, puedes quedarte con Clara -propuso Daniel.

Las dos mujeres se quedaron solas. Miranda no había opuesto resistencia a la idea de su compañero porque Clara la intrigaba. Había algo en esa mujer que la hacía especial y no sabía qué.

– Usted es iraquí, pero no lo parece -comentó Miranda para tantear el terreno.

– Soy iraquí… bueno, aquí nadie le diría que no lo parezco.

– Tiene los ojos tan azules, y su color de pelo… bueno, no es como el de sus compatriotas.

– Tengo familia de otros lugares, soy una mezcla.

Miranda sintió de inmediato una corriente de simpatía por Clara, puesto que parecía tener algo en común con ella al declarar que era producto de una mezcla.

– ¡Ah!, eso explica lo de sus ojos y su aspecto. Dígame, ¿cómo aguanta vivir aquí?

La pregunta cogió de improviso a Clara, que inmediatamente se puso en alerta, temiendo que no le resultara fácil lidiar con la periodista.

– ¿A qué se refiere?

– A cómo una mujer culta, sensible, es capaz de soportar un régimen como éste.

– Nunca me he metido en política, no me interesa -fue la respuesta seca de Clara.

Miranda la observó de arriba abajo y decidió que Clara no le iba a resultar tan simpática como había creído.

– La política nos afecta a todos; aunque algunos digan que no les interesa, lo cierto es que no puede escaparse de ella.

– He dedicado toda mi vida a estudiar, nada más.

– Supongo que además de estudiar se habrá enterado de lo que sucedía a su alrededor -insistió Miranda, irritada.

– Le diré lo que había a mi alrededor: uno de los pocos regímenes laicos de Oriente, una sociedad con una incipiente clase media antes del bloqueo, cierta prosperidad y una existencia en paz para la mayoría de los iraquíes.

– De los iraquíes afectos al régimen. ¿Qué me dice de los desaparecidos, de los asesinados, de las matanzas de kurdos, de todas las barbaridades perpetradas por Sadam?

– ¿Qué me dice del apoyo de Estados Unidos a Pinochet o a la junta Argentina? ¿O del apoyo a Sadam hasta que les ha convenido? ¿Van a bombardear a todos los países que no son como los de ustedes? Me atrevo a asegurar que no moverán un dedo contra los saudíes, ni los Emiratos, ni China, ni Corea. Estoy harta de la doble moral de Occidente.

– Yo también, y como denuncio esa doble moral me siento libre para decir en voz alta lo que pienso. Y ésta es una dictadura de las peores.

– Debería de ser más prudente a la hora de expresar sus opiniones.

– ¿Me va a denunciar? -preguntó Miranda con ironía.

– No, no lo voy a hacer. ¡Qué tontería!

– Yo no justifico la guerra contra su país, estoy en contra de ella, pero deseo que los iraquíes se liberen de Sadam.

– ¿Y si no quieren?

– No sea cínica, usted sabe que no pueden.

– Este país necesita una mano firme que lo gobierne.

– ¡Qué desprecio siente por sus compatriotas!

– No, no les desprecio, expreso la realidad. Si no es Sadam será otro, pero si no hay mano dura, el país se va al garete, ésa es la realidad.

– Para usted los derechos humanos, la democracia, la libertad, la solidaridad… ¿significan algo?

– Lo mismo que para usted, pero no se olvide de que esto es Oriente. Se equivoca si nos aplica su vara de medir.

– Los derechos humanos son los que son, aquí o en Pernambuco.

– Usted no conoce a los árabes.

– Yo creo en la libertad y en la dignidad de los seres humanos, no importa donde hayan nacido.

– Hace usted bien, no se lo voy a discutir. Usted juzga a Irak con sus ojos y eso le impide ver la realidad.

– Hace un año, en mi anterior viaje, conocí a un periodista de una radio local. Cuando llegué hace unos meses le llamé, nadie respondió en su casa. Me acerqué a la emisora; allí me informaron de que había «desaparecido». Un día se presentaron en la emisora los de la Mujabarat y se lo llevaron. No le han vuelto a ver más. Su mujer vendió cuanto tenía porque le dijeron que así podría ablandar a algún funcionario corrupto para que le diera noticias de su marido. Lo vendió todo, la casa, el coche, cuanto tenía, y se lo entregó a un sinvergüenza que una vez tuvo el dinero la denunció. También ha desaparecido. Sus hijos malviven con su abuela.

Clara se encogió de hombros. No tenía respuesta, cuando alguien le explicaba que esas cosas pasaban en Irak, callaba. Ella era feliz, era lo único que podía decir. Eso y que en el palacio de Sadam siempre había sido bien recibida. No, no iba a juzgar a Sadam Husein; su abuelo no se lo habría permitido y a ella tampoco le apetecía.

– Usted sabe que esto pasa -insistió Miranda.

El silencio de Clara empezó a fastidiar a la periodista.

– Lo que necesita Oriente es una revolución, pero una revolución de verdad, que acabe con tanto gobernante criminal, con esos regímenes medievales que no tienen el más mínimo respeto a los seres humanos. El día en que la gente se dé cuenta de que el cáncer lo tienen dentro y se decida a extirparlo, ese día Oriente se convertirá en una potencia -insistió Miranda.

– ¿Y le interesa a alguien que sea así? -preguntó Clara con tono irónico.

– No, claro que no. Interesa que continúen siendo esclavizados por sus gobernantes corruptos y que crean que la culpa de todos los males la tiene Occidente, los infieles, y que la solución es pasarles a cuchillo. Mantienen a la gente en la ignorancia para servirse de ellos, y lo peor es que la gente como usted no hace nada, se cruzan de brazos, se abstraen de lo que sucede a su alrededor porque no les falta de nada.

– ¿Usted de qué lado está? -preguntó Clara.

– ¿Yo? No, no estoy con Bush ni a favor de la guerra, ya lo sabe, pero tampoco soy una progresista de salón de esa especie que hay en Occidente, que han decidido que lo políticamente correcto es decir que todo lo musulmán es estupendo y que hay que respetar las peculiaridades de cada cual. Yo no respeto nada ni a nadie que no esté del principio al final con la Declaración de Derechos Humanos, y en esta parte del mundo no hay nadie que lo haga.

– Vive usted una contradicción.

– Se equivoca, lo que no soy es hipócrita, sólo políticamente incorrecta.

– Habla como Yves… -murmuró Clara.

– ¿Yves? ¡Ah, el profesor Picot! Me ha parecido un tipo estupendo.

– Lo es, aunque tiene sus rarezas.

Clara miró a Miranda y de repente entendió que Picot necesitaba marcharse no sólo por la cercanía de la guerra, sino también por la añoranza de otras cosas que, ahora estaba segura, la periodista le había recordado.

Las expediciones arqueológicas nunca duraban tanto tiempo de forma continuada, y en cualquier caso, la gente iba y venía. Ellos llevaban seis meses encerrados en Safran, lo que para Picot y sus amigos sin duda era demasiado.

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