Литмир - Электронная Библиотека
A
A

36

– Mercedes, por favor, no llores…

Las palabras de Bruno no lograban hacer mella en el ánimo de Mercedes, que no lograba contener las lágrimas.

Carlo le acercó un vaso de agua y Hans se sacó del bolsillo de la chaqueta un pañuelo blanco inmaculado y se lo dio a su amiga.

A aquella hora de la tarde en Barcelona el bullicio de la calle se colaba por los resquicios de las ventanas de la casa de Mercedes.

La idea de reunirse los cuatro había sido de Hans y en apenas unas horas todos habían aterrizado en Barcelona, preocupados, además, por el shock emocional en el que estaba sumida Mercedes desde que conociera la noticia de la muerte de Alfred Tannenberg.

– Lo siento, lo siento -se disculpó Mercedes-, no puedo evitarlo, no he dejado de llorar desde que me llamasteis…

– Mercedes, por favor, no llores -le insistió Carlo.

– ¿Sabes?, me parece un milagro que hayamos podido matar al monstruo. Siempre pensé que algún día lo lograríamos, pero a veces me desesperaba y… -Mercedes volvió a dejar escapar las lágrimas.

– Vamos, vamos, por favor, no llores, debemos estar contentos, hemos cumplido con nuestro juramento y le hemos sobrevivido -dijo Bruno intentando buscar palabras de consuelo.

– Aún recuerdo el día en que llegaron los norteamericanos a Mauthausen… tú estabas escondida en aquel pabellón con nosotros. Parecías un niño, el buen médico polaco te salvó la vida y convenció a los otros para que te quedaras allí -recordó Carlo.

– Si te hubieran descubierto… -dijo Hans.

– No sé qué nos habrían hecho, pero seguramente aquellos bestias se lo habrían hecho pagar al doctor y a todos los hombres del pabellón -reflexionó Bruno.

– Entonces eras más dura que ahora y no llorabas tanto -intentó bromear Carlo.

Mercedes se limpió las lágrimas con el pañuelo de Hans y bebió un sorbo de agua.

– Perdonadme… voy… voy a lavarme la cara, ahora vengo. Cuando la mujer salió del salón los tres amigos se miraron sin ocultar la angustia que sentían.

– Me pregunto cómo es posible que el monstruo haya podido vivir todos estos años en Oriente Próximo sin que nadie le denunciara-se lamentó Bruno.

– Muchos nazis se refugiaron en Siria, en Egipto, en Irak, lo mismo que en Brasil, Paraguay y otros países latinoamericanos. El caso de Tannenberg no es único, aún hay muchos nazis que viven tranquilamente convertidos en ancianos sin que nadie les moleste -dijo Hans.

– No olvidéis que el gran muftí de Jerusalén era un firme aliado de Hitler y que los árabes eran mayoritariamente partidarios del régimen nazi, así que ¿de qué nos sorprendemos? -respondió Carlo.

– ¿Por qué no hemos logrado encontrarle en todos estos años? -se preguntó Bruno.

– Porque aunque haya cambiado de identidad encontrar a un hombre, en un país democrático es más fácil que en un país con un régimen feudal o dictatorial -respondió Carlo.

Mercedes regresó al salón más tranquila, aunque con los ojos enrojecidos por el llanto.

– Todavía no os he dado las gracias por haber venido -les dijo esbozando una sonrisa.

– Todos necesitábamos vernos y estar juntos -respondió Hans.

– ¡Dios, qué largo camino hemos hecho! -exclamó Mercedes.

– Sí, pero ha merecido la pena. Todos estos años de sufrimiento, de pesadillas, al final han tenido la única compensación posible: la venganza -contestó Bruno.

– La venganza, sí, la venganza; ni un solo minuto en todos estos años he tenido dudas de que debíamos cumplir nuestro juramento. Lo que vivimos… aquello fue… fue el infierno, por eso pienso que si Dios existe y nos castiga nunca podrá ser peor que Mauthausen -dijo Mercedes de nuevo con los ojos anegados por las lágrimas.

– ¿Volviste a hablar con Tom Martin? -preguntó Carlo a Hans para intentar distraer a Mercedes.

– Sí, y le dije que tenían que completar el trabajo, cuanto antes mejor. Me aseguró que su hombre cumpliría lo pactado, y me recalcó las enormes dificultades que había tenido que afrontar para cumplir el encargo. Cree que no sé apreciar lo que significa infiltrarse en Irak y matar a un hombre que estaba protegido por Sadam -respondió Hans.

– Le ha llevado su tiempo cumplir el encargo -comentó Bruno.

– Sí, pero por eso lo ha podido hacer y nos ha costado lo que nos ha costado. Global Group no es una agencia de vulgares asesinos, si lo fuera seguramente no habrían podido matar a Tannenberg. De todas formas le he insistido en que la segunda parte del trabajo, la eliminación de Clara Tannenberg, debería de ser más rápida que la de su abuelo -explicó Hans.

– Puede que eliminar a Clara Tannenberg resulte más complicado, todos los periódicos parecen estar seguros de que Bush dará la orden de atacar Irak en cualquier momento, y, si es así, si empieza la guerra, al hombre de Tom Martin no le va a resultar fácil cumplir el encargo-manifestó Carlo con un deje de preocupación.

– Pero no sabemos si finalmente habrá guerra, por más que los periódicos digan que es inminente-respondió Bruno.

– La habrá, seguro; la Administración norteamericana lo tiene decidido. Es mucho lo que está en juego -respondió Carlo.

– ¿Sabes?, siempre me ha maravillado que puedas ser comunista-le dijo Hans.

Carlo rió, aunque su risa estaba teñida de amargura.

– Mi madre estaba en Mauthausen por ser comunista; bueno, en realidad porque mi padre era comunista. Él murió antes de llegar al campo y mi madre… mi madre le adoraba y asumió su ideología como propia, porque también era la de sus padres. ¿Qué otra cosa podía ser yo? Pero además sigo creyendo en que hay valores en la ideología comunista, a pesar del horror que padecieron detrás del Telón de Acero, con Stalin y los gulag.

– En cualquier caso, y no sé si me importan demasiado las razones, Bush va a librar al mundo de un miserable, de un asesino, porque eso es lo que es Sadam -comentó Hans.

– Pero para acabar con Sadam van a tener que morir muchos inocentes, y eso amigo mío es moralmente inaceptable, aunque yo nunca seré anti norteamericano, les debemos la vida -terció Bruno.

– ¿Cuántos inocentes murieron para liberarnos a nosotros? -le respondió Hans-. Si Estados Unidos no hubiera sacrificado a miles de sus hombres, nosotros habríamos muerto en Mauthausen.

– Los dos tenéis razón -apostilló Mercedes.

Se quedaron en silencio, perdidos en sus pensamientos. Su visión de la realidad siempre había estado marcada por el horror de Mauthausen.

Carlo se levantó del sillón donde estaba sentado, dio una palmada y con un tono de voz que intentaba ser alegre propuso a sus amigos ir a celebrarlo con una buena comida.

– Eres nuestra anfitriona, de manera que sorpréndenos. Pero procura que este almuerzo sea memorable, nos lo hemos ganado, llevamos cincuenta años esperando este momento.

Los cuatro eran conscientes de que debían hacer un esfuerzo y sobreponerse a la emoción de las últimas horas. Mercedes les prometió que les invitaría al mejor almuerzo que pudieran soñar.

Ninguno de los cuatro había superado nunca el hambre. Hacía muchos años que habían dejado atrás las penalidades de Mauthausen, pero llevaban grabado el dolor y el hambre en lo más hondo de su ser.

119
{"b":"87776","o":1}