Clara observaba dormitar a su abuelo, aunque de cuando en cuando entreabría los ojos y parecía sonreír a seres imaginarios que no se encontraban allí.
Estaba cansada, pero la aparente recuperación de su abuelo la llenaba de esperanza. No es que creyera que Alfred Tannenberg pudiera volver a ser el mismo, pero al menos no estaba muerto, y, dadas las circunstancias, era más de lo que esperaba. Decidió acercarse a la excavación para hablar con Ayed Sahadi y luego invitaría a cenar a Picot, a Fabián y a Marta; también les diría a Gian Maria y a Salam Najeb que se unieran a ellos. El médico estaba agotado y le vendría bien distraerse un rato.
Con la ayuda de Aliya llevó a su abuelo al interior del hospital de campaña y le acostaron. Tannenberg intentaba resistirse, pero las dos mujeres se mostraron inflexibles; el anciano necesitaba descanso.
Después de cambiarle la botella del suero y darle una de las pastillas que había dejado preparadas el doctor Najeb, Aliya se sentó al lado del enfermo dispuesta a no perderlo de vista, tal y como Clara le había ordenado.
Salam Najeb se pasó por el hospital antes de ir a la cena dispuesta por Clara. Encontró al enfermo agitado, gritando órdenes en una lengua que se le antojó extraña. Cuando se acercó a inyectarle un calmante, el terror se dibujó en los ojos de Tannenberg, que intentó impedírselo con el brazo que podía mover. Entre Aliya y uno de los guardias le sujetaron para que el doctor Najeb pudiera ponerle la inyección. Ninguno entendía lo que les decía, pero sabían que les estaba insultando. Luego, cayó en un sueño agitado.
– No se mueva de su lado, Aliya, y si observa algún cambio avíseme enseguida.
– Así lo haré, doctor.
La enfermera se sentó junto a Tannenberg y sacó un libro para entretenerse mientras oía avivarse los ruidos del campamento en la hora de la cena. Suspiró resignada. A ella la habían contratado para eso, para cuidar al anciano mientras el resto se tomaba un respiro. Decidió no pensar y enfrascarse en la lectura, de manera que apagó todas las luces excepto una pequeña lámpara que le iluminaba las páginas del libro que sostenía en las rodillas.
No escuchó nada, tampoco vio a la figura que se abalanzó sobre ella tapándole la boca. Lo último que sintió fue el frío del acero abriéndole la garganta. No podía gritar, ni siquiera moverse. Murió sin saber quién la había matado.
Lion Doyle se dijo que sentía haber tenido que matar a Aliya. Pero no cabía otra opción. No podía dejar testigos.
Rápidamente se acercó a la cama donde dormía profundamente Alfred Tannenberg, aunque el suyo era un sueño cuajado de pesadillas. No perdió ni un segundo, le cortó la garganta lo mismo que había hecho con la enfermera y luego se aseguró de que no sobreviviría clavándole el cuchillo en el vientre de abajo arriba.
El anciano ni se enteró y Lion Doyle salió del hospital en silencio, con tanta rapidez como había entrado. Esa noche nadie le echaría en falta. Picot, Fabián y Marta estaban con Clara. El resto del equipo terminaba de hacer el equipaje, puesto que al día siguiente los helicópteros vendrían para llevarles a Bagdad. Él se iba, no habría encontrado ninguna excusa plausible para quedarse. En realidad, se reprochaba no haber liquidado a Tannenberg antes. Se había estado engañando a sí mismo diciendo que eran muchas las dificultades. En efecto, era verdad, pero también lo era que se había sentido a gusto en aquel lugar, integrado como uno más en el equipo de Picot. Sentía no ser quien decía ser. Sólo echaba de menos a Marian, pero sabía que de estar allí ella también habría sido feliz.
Se refugió en las sombras de la noche para deslizarse a un lugar del campamento donde esperar a que descubrieran los cadáveres. Fumaría, fumaría hasta escuchar la señal de alarma.
Cuando terminaron de cenar, Clara decidió acompañar al doctor Najeb al hospital para comprobar cómo seguía su abuelo.
Caminaron el uno junto al otro en silencio. La cena había sido agradable porque, sin haberse puesto de acuerdo, todos parecían haber decidido que era mejor no hablar de nada de lo sucedido en las últimas semanas.
Fabián les había distraído contando un montón de anécdotas de sus muchos años de enseñanza.
Los hombres que guardaban el hospital les dieron las buenas noches.
Clara entró la primera seguida del médico y su grito resonó en todo el campamento. Fue un grito agudo y prolongado que pareció interminable.
Aliya se hallaba en el suelo en medio de un charco de sangre. Alfred Tannenberg estaba blanco como la cera, con las manos crispadas agarradas a las sábanas teñidas de sangre.
El doctor Najeb intentó sacar a Clara de la habitación, pero ella no paraba de gritar y no le dejaba acercarse, y al ver entrar a los guardias se abalanzó sobre ellos dándoles puñetazos y patadas, insultándoles brutalmente.
Lo que no pudo impedir el doctor Najeb es que Clara se hiciera con una de las pistolas de los guardias y empezara a disparar indiscriminadamente mientras les insultaba, alcanzando a dos de ellos con sus balas.
– ¡Cerdos! ¡Sois unos cerdos inútiles! ¡Os mataré a todos! ¡Cerdos!
Los gritos de Clara sonaron en el silencio de la noche como los de una bestia herida, estremeciendo a cuantos la escucharon. Picot, Fabián y Marta fueron corriendo hacia el hospital seguidos por Gian Maria y otros miembros de la expedición entre los que se encontraban Lion Doyle y Ante Plaskic, pero antes que todos ellos llegó Ayed Sahadi, que fue quien le pudo quitar el arma y sujetarla hasta inmovilizarla.
Gian Maria la sacó del hospital después de que el doctor Najeb lograra ponerle una inyección con un potente tranquilizante.
Fue una noche larga donde reinaron los gritos, los reproches y la confusión. Nadie había visto nada, ninguno de los guardias supervivientes a los disparos de Clara podía contar qué había pasado, porque nada habían visto ni oído. Ni los métodos brutales de Ayed Sahadi al interrogar a los guardias, ni los no menos brutales del comandante de la guarnición de Safran, sirvieron para obtener otra declaración salvo la de que no sabían nada.
– Tenemos un asesino entre nosotros -sentenció Picot.
– Sí, seguramente quien ha matado al señor Tannenberg y a Aliya sea el mismo que asesinó a Samira y a los dos guardias, y que casi acaba con la vida de Fátima -respondió una apesadumbrada Marta.
Lion Doyle escuchaba estas especulaciones con el mismo aire compungido que el resto de los miembros del equipo, aunque sentía la mirada fría de Ante Plaskic en su espalda.
– Tengo ganas de dejar este lugar.
– Yo también, Fabián, yo también -respondió Yves Picot a su amigo-. Afortunadamente sólo nos queda un día, el de hoy, mañana nos vamos; por nada del mundo me quedaría un minuto más aquí.
Clara no pudo despedirles. El doctor Najeb le había suministrado una buena dosis de tranquilizantes que la mantenían postrada sin enterarse de cuanto sucedía a su alrededor. Mientras Fátima, a pesar de su debilidad, se había hecho cargo de la situación.
Se habían ido todos los integrantes de la misión arqueológica salvo Gian Maria.
Lion Doyle sabía que aún tenía pendiente la muerte de Clara, pero intentarlo en esas circunstancias habría sido un suicidio.
Se reprochaba el no haber hecho su trabajo mucho antes, a pesar de que intentaba paliar el sentimiento de fracaso diciéndose que el encargo era harto complicado, casi imposible: matar a un protegido de Sadam y a su nieta, estando ambos custodiados las veinticuatro horas del día. De manera que a ratos pensaba que haber matado a Tannenberg era un éxito por el que le debían no sólo completar el pago, sino también, felicitar, aunque Tom Martin su jefe de Global Group, no era de los que daban palmadas en la espalda, simplemente esperaba que sus empleados cumplieran con su trabajo. Él había cumplido al menos con la mitad del encargo y esa mitad se le antojaba la más importante, porque no alcanzaba a imaginar qué podía haber hecho Clara para que alguien deseara verla muerta. Claro que aquél no era su problema ni era quién para meterse en las razones de los demás; él era un profesional y nada más.
Pero Lion Doyle no se engañaba demasiado a sí mismo, de manera que reconocía que los meses pasados en Irak le habían dejado una huella difícil de borrar.
Ayed Sahadi había colocado seis hombres en la puerta de la habitación de Clara, además de haber ordenado rodear la casa sin dejar un palmo sin vigilar. El Coronel había anunciado su llegada y ya le había hecho saber del enfado del círculo de Sadam por el asesinato de Alfred Tannenberg. Le habían pedido una cabeza, y el Coronel estaba dispuesto a encontrarla.
Gian Maria rezaba en silencio rogando a Dios por el alma de Tannenberg y de la pobre Aliya, que al igual que la anterior enfermera, Samira, había encontrado la muerte sólo por cuidar al anciano en su agonía. Sabía que el asesino intentaría acabar con la vida de Clara y no se perdonaría a sí mismo si no era capaz de evitarlo.
Le había pedido a Fátima que le permitiera quedarse en la casa junto a Clara, pero la mujer se había negado, y Ayed Sahadi tampoco le había apoyado porque consideraba absurdo que el sacerdote intentara hacer el papel de guardián.
Hasta por la tarde no llegó el Coronel, provocando una auténtica conmoción en el campamento militar y en la aldea. Esta vez llegaba acompañado por un equipo más amplio, doce de sus mejores hombres, interrogadores curtidos con los más duros adversarios del régimen de Sadam, hombres que con sus métodos eran capaces de hacer hablar a las piedras.
Ahmed Huseini había dispuesto que el equipo de arqueólogos pasara dos días en Bagdad antes de trasladarles a la frontera con Jordania, desde donde viajarían a Ammán y de allí cada uno a su país de origen: Picot camino de París, Marta Gómez y Fabián a Madrid, otros profesores a Berlín, Londres, Roma…
A todos les había entrado una sensación claustrofóbica y deseaban dejar Irak cuanto antes, pero Ahmed les había pedido un poco de paciencia porque disponer de helicópteros en aquel momento no era sencillo y tampoco era aconsejable jugarse la vida camino de la frontera jordana.
En el vestíbulo del hotel Palestina encontraron a algunos de los periodistas que les habían visitado en Safran y que dijeron estar seguros de que la guerra empezaría en cuestión de días, al menos es lo que les comunicaban desde sus redacciones. Algunos se aprestaban a regresar antes de que se iniciara la invasión, pero la mayoría estaba organizándose para cuando comenzara la guerra y, por lo que pudiera pasar, haciendo acopio de víveres y de agua embotellada.