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A Tom Martin le había costado decidirse. Normalmente visualizaba de inmediato quién era el hombre adecuado para cada, misión, pero en esta ocasión su instinto le decía que lo que allí había pedido el falso señor Burton, entrañaba más peligros de los habituales.

Por eso tardó una semana en encontrar al hombre que enviaría a Irak a matar a todos los Tannenberg que encontrara su paso. Porque de eso se trataba: primero de saber si había un viejo llamado Tannenberg en algún lugar del país de Sadam, y luego liquidarle a él y a sus descendientes. Su contratador había sido meridianamente claro: no debía sobrevivir ningún Tannenberg, tuviera la edad que tuviese.

Había dudado sobre enviar a más de un hombre, pero optó porque fuera uno solo; si éste necesitaba refuerzos se los enviaría. Sabía que a los hombres que se dedicaban al negocio de matar por encargo no les gustaba hacer su trabajo en compañía. Cada uno tenía sus métodos y sus manías, eran gente muy especial.

También le había dado vueltas a hablarle del encargo a su amigo Paul Dukais, el presidente de Planet Security. Al fin y al cabo, éste le había pedido ayuda para camuflar a un hombre; en una misión arqueológica en la que participaba la tal Clara Tannenberg, a la que debían de quitarle unas tablillas, si es que aparecían, y si era necesario matarla. Al final había decidido no decir nada a Paul. Estaba seguro de que el croata que había recomendado a Dukais haría su trabajo, y su hombre tendría que hacer el suyo. Él partía con una ventaja: la de saber que los Tannenberg tenían enfadada a mucha gente con dinero suficiente como para gastarlo intentando liquidarles.

Lion Doyle entró en el despacho de Tom Martin y aguardó de pie a que éste le invitara a sentarse.

– Siéntate, Lion. ¿Cómo estás?

– Bien, acabo de regresar de vacaciones.

– Mejor, así estarás descansado para la misión que te quiero encargar.

Durante una hora los dos hombres repasaron toda la información de que disponían. Incluida la del misterioso señor Burton, al que Tom Martin había hecho fotografiar antes de que saliera del edificio en que se encontraba Global Group.

– No he encontrado nada sobre él. Desde luego no es británico, aunque su inglés era perfecto, pero los amigos de Scotland Yard no tienen en sus ficheros a ningún hombre con este rostro. En la Interpol tampoco he encontrado nada.

– Luego es un anónimo ciudadano que paga sus impuestos y no tiene por qué figurar en los archivos de ninguna policía -comentó Doyle.

– Sí, pero los probos ciudadanos no van encargando asesinatos; además, tan pronto hablaba en primera persona como decía «nosotros»: el encargo es de varios, no sólo de él.

– Por lo que veo, los Tannenberg no son muy populares. Tienen enemigos, se dedican a un negocio peligroso. El contrato debe de ser de alguien a quien han jugado una mala pasada, a quien han engañado.

– Sí, seguramente es así, pero tengo la impresión de que hay algo que se me escapa.

– ¿Cuánto, Martin?

– ¿Cuánto qué?

– Cuánto me ofreces por este encargo. No sabes si tengo que matar a un Tannenberg, o a cuatro, si además de esa mujer, y ese invisible viejo hay más Tannenberg, incluidos niños. No me gusta matar niños.

– Un millón de euros. Eso es lo que cobrarás. Un millón de euros limpios de impuestos.

– Quiero la mitad antes de empezar.

– No sé si será posible; el cliente aún no ha desembolsado la totalidad.

– Pues dile que yo quiero medio millón. Así de simple

– De acuerdo.

– Ya sabes cómo tienes que pagarme. Si en tres días tengo el dinero viajaré a Irak.

– Necesitas una cobertura.

– Sí, ¿qué me puedes ofrecer?

– Dime qué prefieres…

– Si no te importa, yo me buscaré la cobertura; en caso de que te necesite, te lo diré. Tengo tres días para pensar, ya te llamaré.

Cuando salió de Global Group, Lion Doyle se dirigió al aparcamiento donde había dejado su coche, un monovolumen familiar de color gris. Callejeó por Londres por pura inercia para comprobar si alguien le seguía; luego enfiló la autopista de Gales, adonde había vuelto después de toda una vida de ausencia.

Había comprado una vieja granja, la había rehabilitado se había casado con una profesora de Filología de la Universidad de Cardiff. Una mujer espléndida que había llegado soltera a los cuarenta y cinco años por haberse dedicado exclusivamente a escalar peldaños en la universidad hasta llegar convertirse en profesora titular.

Marian tenía el cabello castaño claro, los ojos verdes, era alta y más bien llenita. Se había enamorado de él nada más conocerle. Moreno, con los ojos castaños, de complexión fuerte, Lion Doyle era un hombre que le inspiraba confianza y seguridad.

Lion le había contado que había estado en el ejército, pero que estaba harto de no tener un hogar y que se había convertido en asesor de seguridad, negocio con el que había prosperado y ganado algún dinero, el suficiente para comprar la granja, rehabilitarla y convertirla en su hogar.

Ya era demasiado tarde para que pudieran hacer planes de tener hijos, pero ambos estuvieron de acuerdo en que era suficiente con tenerse el uno al otro y compartir buenos momentos hasta que llegara la vejez.

Si Marian hubiese sabido que su marido tenía una cuenta secreta en la isla de Man y que disponía de dinero suficiente para no tener que trabajar el resto de su vida y darse unos cuantos caprichos, no se lo habría creído. Estaba convencida de que entre ambos no había secretos y que aunque gozaban de una situación desahogada tampoco podían derrochar.

Por eso Marian se conformaba con que una mujer acudiera tres veces por semana a la granja para encargarse de la limpieza y que un jardinero, de cuando en cuando, les echara una mano en el jardín del que personalmente le gustaba encargarse a Lion cuando estaba en casa.

A menudo su marido se marchaba y estaba fuera durante semanas, pero ése era su trabajo, y Marian lo aceptaba sin rechistar. Sabía que a veces se le olvidaba llamarla, y que cuando ella marcaba el número del móvil de Lion le respondía la voz del contestador automático. Pero él siempre regresaba cariñoso con algún regalo, un bolso, unos pendientes, un pañuelo, detalles que demostraban que se había acordado de ella. Marian no tenía la menor duda de que Lion siempre regresaría a casa.

* * *

A las ocho y media de la mañana Hans Hausser solía estar en despacho de la universidad. Le gustaba disfrutar de cierta tranquilidad antes de la llegada de los alumnos y aprovechaba para entrar en la dirección de correo electrónico que le había dado a Tom Martin para que se comunicara él. Era una dirección nombre del señor Burton, registrada en Hong Kong.

Tom Martin había sido escueto en su e-mail: «Póngase en contacto conmigo».

Hausser llamó a su hija Berta para decirle que no le esperara ni a almorzar ni tampoco a cenar; tenía que desplazarse fuera de Bonn, por lo que a lo mejor no regresaba hasta el día siguiente.

Berta se inquietó. Últimamente alguna de las cosas que hacía su padre la tenían desconcertada.

El profesor abandonó el campus y cogió un autobús que le llevó hasta el centro de la ciudad. De allí cambió de autobús para ir a la estación, donde compró un billete para Berlín.

A primera hora de la tarde llegó a su destino. Cuando salió de la estación buscó igualmente algún autobús que le llevó al centro de la ciudad.

Berlín era un hervidero de gente que iba y venía a ritmo acelerado. Todos parecían tener prisa y nadie miraba a nadie. Realmente hubiera sido difícil llamar la atención en aquel zoo humano en que se había convertido la ciudad.

El profesor Hausser buscó una tienda de telefonía y compró un teléfono móvil con tarjeta de prepago. La tienda estaba atestada y la empleada no daba abasto; atendía a los clientes casi sin mirarles.

Una vez el teléfono en su bolsillo, comenzó a andar por una de las arterias principales de la ciudad. En una esquina paró y telefoneó al número personal de Tom Martin.

El propio Martin respondió al teléfono.

– ¡Ah, es usted! Bien, me alegro de que me llame. Sólo quería decirle que he encontrado la persona adecuada, pero exige un adelanto.

– ¿De cuánto?

– De la mitad de la mitad.

– Entiendo, ¿y si no?

– No acepta el trabajo. Es un trabajo difícil, delicado, de artesano. En realidad, usted sabe que el encargo que ha hecho es muy complicado…

– ¿Cuándo lo necesita?

– En tres días a más tardar.

– De acuerdo.

Hans Hausser colgó. Habían hablado un minuto y medio. De nuevo buscó una tienda de telefonía y compró otro teléfono móvil.

El siguiente paso era comunicarse con sus amigos. Buscó un cibercafé y pagó una hora de internet. No le haría falta tanto, pero aun así prefería no sentirse agobiado por el tiempo.

Primero mandó un e-mail a Carlo, luego a Mercedes y a continuación a Bruno. A los tres les enviaba el número de teléfono del móvil recién comprado pero con el código en clave que había ideado; además les avisaba de que estaría sentado ante el ordenador media hora más por si querían comunicarse con la dirección de correo del señor Burton o que posiblemente él les llamaría a los últimos números de móviles que habían intercambiado.

Era difícil que le respondieran de inmediato, pero por si acaso esperó. Fue Bruno quien le envío un e-mail al que rápidamente respondió.

Luego salió del cibercafé y paró un taxi, al que pidió que le llevara al aeropuerto. Desde una cabina llamó al móvil de Mercedes.

La conversación apenas duró un minuto. Cuando colgaron Mercedes le dijo a su secretaria que se marchaba a casa. Salió del despacho y se dirigió a las Ramblas en busca de un cibercafé. Cuando lo encontró, buscó un ordenador situado en un rincón discreto y allí abrió la dirección de correo que sólo utilizaba para comunicarse con sus amigos. Además del mensaje anunciado por Hans, Bruno le comunicaba que estaba al tanto y también Carlo, al que el profesor acaba de llamar.

A continuación Mercedes buscó una cabina de teléfono reservó un billete de avión a París para el día siguiente, a primera hora de la mañana.

En ese momento, en Roma, Carlo Cipriani acababa de reservar un vuelo que salía esa misma noche a la capital francesa. Bruno Müller, al igual que Mercedes, no llegaría hasta día siguiente.

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