Hans Hausser sentía debilidad por París. El taxista le distraía con su charla, a la que respondía con monosílabos para no ser maleducado, mientras dejaba perder la mirada por la orilla del Sena.
En el aeropuerto de Berlín había tenido tiempo de comprar una maleta de mano además de una camisa, ropa interior y algunos utensilios para el aseo personal. El recepcionista del hotel Du Louvre no encontró, por tanto, nada extraño: aquel venerable caballero de pelo cano que le había reservado una habitación por teléfono y ahora se presentaba en el hotel. Tampoco le extrañó que el caballero saliera al cabo de una hora de haber llegado.
Caminó en dirección a la plaza de la ópera y se sentó en un café. Pidió una copa de vino y un canapé. Tenía hambre, no había tenido tiempo de tomar bocado durante el día.
Media hora más tarde otro caballero de su misma edad le hizo una seña mientras entraba en el café. Hans se puso en pie y ambos hombres se abrazaron.
– Me alegro de verte, Carlo.
– Yo también. ¡Menuda aventura! No sabes lo que he tenido que inventar para que mis hijos me dejaran en paz. En casa he dado instrucciones de que no les dijeran que me iba de viaje. Tengo la sensación de haberme escapado sin permiso, como si fuera un adolescente.
– Lo mismo me sucede a mí. He llamado a Berta y estaba histérica, me he tenido que enfadar con ella y decirle que ya era mayorcito para dejarme controlar. Pero sé que le he dado un disgusto y eso hace que no me sienta bien. ¿Qué te parece si vamos a cenar? Estoy hambriento.
– De acuerdo. Conozco un bistrot cerca de aquí en que la comida no está nada mal.
Hans Hausser explicó de viva voz a su amigo lo que le había contado por e-mail: su breve conversación con Tom Martin y cómo éste le pedía medio millón de euros de manera inmediata. Ya le había dado trescientos mil el día en que firmaron el contrato y el monto de la operación iba a ser de dos millones; si le daban ahora medio millón sería tanto como pagarle casi la mitad por adelantado.
– Le pagaremos, no hay más remedio. Nos tenemos que fiar de él. Luca me dijo que era de lo más honrado dentro del negocio, y dadas las características del negocio que tiene… En fin, supongo que no nos va a estafar. He traído dinero conmigo, Mercedes y Bruno lo traerán también. Todos hemos hecho lo que planeamos, ir sacando cantidades de dinero del banco y tenerlo en casa por si hay que hacer un depósito urgente como ahora.
Después de cenar los dos amigos se despidieron. Carlo había reservado en un hotel no lejos del de Hans, el hotel d'Horse.
A las once de la mañana el café de la Paix no estaba demasiado concurrido. París se había despertado de color gris con una lluvia fina que lo impregnaba todo y hacía más dificultosos; el tráfico.
Mercedes tenía frío. En Barcelona el tiempo era soleado, y llevaba un ligero traje de chaqueta que no la protegía ni de la humedad ni de la lluvia. Bruno Müller, más previsor, se guarnecía con una gabardina.
Los cuatro amigos degustaban una taza de café.
– A las dos sale mi avión para Londres -dijo Hans Hausser-. Cuando regrese a casa ya os llamaré.
– No, no podemos esperar hasta mañana -le atajó Mercedes-. Yo me moriría de impaciencia. Queremos saber que todo ha ido bien; por favor, llámanos antes.
– Haré lo que pueda, Mercedes, pero no quiero sentirme agobiado por tener que llamaros. Ya no soy un niño y mis reflejos no son muy buenos, de manera que bastante tengo con intentar despistar a los hombres de Tom Martin, que estoy seguro de que intentarán seguirme para saber quién es el misterioso señor Burton, o sea yo.
– Tiene razón Hans -dijo Bruno-, tendremos que tener, paciencia.
– Y rezar -concluyó Carlo.
– ¡Que rece el que sepa! -fue la respuesta contrariada de Mercedes.
Hans Hausser salió del café con una bolsa de Galerías Lafayette en la que debajo de un jersey había colocado los sobres que sus amigos le habían entregado: medio millón de euros en total para entregar a Tom Martin.
Después de Hans se fue Mercedes, que insistió en que no la acompañaran. Paró un taxi y pidió que la llevaran directamente al aeropuerto. Carlo y Bruno decidieron almorzar juntos antes de abandonar París ellos mismos.
En Londres llovía más que en París. Hans Hausser se felicitó por haber comprado un impermeable en el aeropuerto Charles de Gaulle. Pensó que con dinero en el bolsillo se podía ir a cualquier parte sin preocuparse por el equipaje.
Estaba cansado, sentía el estrés de las últimas veinticuatro horas, pero con un poco de suerte, de madrugada podría estar en su casa.
Había llamado a Berta y su hija le había suplicado que le dijera dónde estaba. No se reconoció a sí mismo diciéndole que si se volvía a entrometer en su vida no continuarían viviendo bajo el mismo techo. Berta había sofocado un sollozo antes de colgar el teléfono.
Un taxi le dejó a tres manzanas de la sede de Global Group. Caminó a paso ligero, tanto como sus cansadas piernas se lo permitieron.
Tom Martin se sorprendió cuando desde recepción le anunciaron que el señor Burton esperaba ser recibido.
– Me sorprende usted -le dijo el presidente de Global Group mientras le estrechaba la mano.
– ¿Porqué? preguntó con sequedad el falso señor Burton.
– No imaginaba que fuera usted a presentarse así, sin avisar. Podía haber hecho una transferencia…
– Así es más cómodo para todos. Prepáreme un recibo de que ha recibido medio millón de euros y asunto terminado. ¿Cuándo saldrá su hombre para Irak?
– En cuanto haya cobrado.
– Le adelanté trescientos mil euros…
– Ciertamente, pero el profesional que va a realizar su encargo quería asegurarse una cantidad sustanciosa por adelantado. Se juega la vida, así de simple.
– No será la primera vez.
– No, no lo es. Pero éste es un encargo un tanto especial, puesto que no sabe cuántas personas deberá eliminar, ni de qué edades ni condición. Además, ahora cualquiera que entre en Irak es fichado, y no sólo por la policía de Sadam. Los norteamericanos están ojo avizor, y también mis ex compañeros del MI5.
– Así que trabajó usted para el MI5.
– ¿No lo sabía? Creí que conocía todo sobre mí.
– No me interesa su pasado, sino su presente, los servicios que ofrece ahora.
– Pues sí, trabajé para Su Graciosa Majestad, pero un buen día los jefes decidieron que había que jubilar a quienes habíamos participado en el juego de la guerra fría. Nos habíamos quedado obsoletos, el enemigo era otro, dijeron. Y efectivamente estaban fabricando un nuevo enemigo: los árabes, sencillamente porque temen a los chinos. Los árabes son pobres, aunque sus gobernantes sean ricos por el petróleo, pero la gran masa vive paupérrimamente, en regímenes dictatoriales, y es fácil manipularles para que aflore la frustración acumulada. Occidente necesita un enemigo, una vez decidido que detrás del Muro había miles de aspirantes a convertirse en perfectos consumidores.
– Por favor, ahórrese el discurso.
– Bien, se lo ahorraré.
Tom Martin preparó a mano un recibo por medio millón de euros que firmó y sobre el que colocó el sello de Global Group. Luego se lo entregó al falso señor Burton.
– ¿Cuándo me dará noticias? -preguntó el profesor, Hausser.
– Cuando las tenga. Mañana mi hombre tendrá el dinero, pasado se pondrá en marcha. Tiene que buscar una cobertura para presentarse en Irak, y una vez allí, encontrar a esa familia a la que usted quiere eliminar. Tenga paciencia, estas cosas no se hacen de la noche a la mañana.
– Bien, anote este número de teléfono. Es de un móvil. Cuando sepa algo, llámeme.
– Es más seguro internet.
– No lo creo. La próxima vez llámeme.
– De acuerdo. Es usted un hombre peculiar, señor Burton…
– Supongo que todos sus clientes lo son.
– Desde luego, señor Burton. Ése no es su nombre, ¿verdad?
– Señor Martin, para usted debería de ser suficiente que yo sea el señor Burton, ¿no cree? Hay dos millones de euros para que así sea. Además, aborrezco a los curiosos.
– En mi negocio los secretos los administro yo, señor Burton, y para mí conocer su identidad no es un asunto menor. Es usted quien se ha presentado en mi despacho a hacernos un encargo, digamos, delicado. Usted ha llamado a mi puerta, no yo a la suya.
– En su negocio, señor Martin, la discreción es vital. Me sorprende su curiosidad, sinceramente, e incluso me parece poco profesional. No pierda el tiempo de sus hombres haciéndome seguir. Respete el acuerdo al que hemos llegado, para eso le pago. Y ahora, si me disculpa, he de marcharme.
– Usted manda, señor Burton.
Hans Hausser estrechó la mano de Tom Martin y salió del despacho, convencido de que de nuevo le mandaría seguir. Esta vez no funcionaría el truco del hotel y sabía que sería más difícil esquivar a los hombres de Global Group.
Ya en la calle empezó a caminar hasta que vio un taxi al que hizo una seña y le pidió que le llevara al hospital central. Él mismo se asombraba de lo que estaba haciendo. En realidad, todas las ideas para despistar a sus perseguidores las sacaba de sus muchas lecturas de thrillers , a los que era muy aficionado. Ojalá ésta no le fallara. En algunos momentos se sentía un tanto ridículo comportándose así y temía encontrarse con algún conocido que dejara al descubierto su identidad de respetado profesor de Física cuántica.
El taxi le dejó en la puerta principal del hospital. Con paso seguro entró en el inmenso vestíbulo y se dirigió a los ascensores. No sabía si alguien le seguía o no. De manera que se subió en el primero que paró en la planta. No le dio a ningún, piso. El ascensor iba parando e iba subiendo y bajando gente, mientras él escudriñaba quién podía ser su seguidor. Se baja en la penúltima planta, junto a dos mujeres de aspecto enfermizo, un anciano que era conducido en silla de ruedas por una mujer y un joven de aspecto desaliñado.
«Cualquiera de ellos puede ser un empleado de Global Group», se dijo. Todos comenzaron a andar menos él. Ninguno volvió la vista para mirarle y Hausser se metió en el siguiente ascensor. Esta vez tampoco dio a ningún botón y volvió a repetir la operación bajándose en la tercera planta y esperando al siguiente ascensor. Así pasó una hora. Por fin decidió intentar salir del hospital sin que le vieran; aguardó a que se vaciara el ascensor en que iba y apretó el botón del sótano vestíbulo. Una vez allí buscó el letrero que indicaba Urgencias y con paso decidido se metió por un pasillo en que otro letrero indicaba claramente que se prohibía el paso a toda persona ajena al servicio del hospital. Nadie entró detrás de él, y continuó andando hasta una sala donde había varias camas con enfermos a los que acababan de trasladar las ambulancias del servicio de urgencias. Observó una puerta al fondo por donde entraban las camillas y se dirigió sin dilación hacia aquel lugar.