– ¿Qué hace usted aquí?
El médico que le hablaba tenía cara de pocos amigos Hans Hausser se asustó. Se sentía como un chiquillo cogido en falta.
– En esta zona no pueden entrar los familiares de los pacientes; salga y espere como todos fuera a que le demos la información de su familiar.
Hans Hausser se había puesto pálido y empezó a sufrir un ataque de taquicardia.
– Pero ¿qué le pasa? -le preguntó el médico, viendo que el hombre se sentía mal.
– Un amigo me ha traído a urgencias, no me siento bien, no puedo respirar, me duele el brazo derecho, tengo taquicardia, y estoy de paso por Londres… -acertó a decir Hans Hausser encomendándose a Dios para que le perdonara el mentir sobre su salud.
– Pase a esa sala -le conminó el médico.
Tres minutos después le estaban haciendo un electrocardiograma; también le sacaron sangre, además de hacerle una radiografía de tórax. Luego le dejaron sobre una camilla en la sala de urgencias para tenerle en observación.
Eran las siete de la mañana cuando los médicos de urgencias decidieron que aquel hombre no tenía ninguna afección cardíaca y que seguramente el episodio de la taquicardia se habría debido a una indisposición temporal.
Él se quejó de que no se sentía bien, de manera que el personal del hospital decidió trasladarle al aeropuerto en una ambulancia, que naturalmente pagaría de su bolsillo. No querían correr el riesgo de que en el trayecto le sucediera algo y luego la familia les demandara.
Hans Hausser pagó en metálico la minuta de su noche de hospital y en una silla de ruedas le subieron a una ambulancia. Durante el trayecto reservó un billete de avión a Berlín en el vuelo de las nueve. La enfermera le indicó que avisara de que llegaba en ambulancia y silla de ruedas.
Cuando llegó al aeropuerto la enfermera le acompañó hasta el mostrador de embarque, donde explicó que el señor Hausser podía viajar pero que la tripulación debía de estar sobre aviso por si tenía una crisis. Una azafata empujó la silla de ruedas hasta una sala donde apenas le hicieron esperar, ya que le condujeron al avión directamente sin pasar por ningún control.
En Berlín llovía a cántaros. Le costó convencer a una amable azafata de que ya no necesitaba la silla de ruedas y que tomaría un taxi para ir a su casa. Al final logró salir del aeropuerto y coger un taxi en dirección a la estación. Tuvo suerte, porque cuando llegó faltaban apenas cinco minutos para que se cerraran las puertas del tren que iba a Bonn.
Desde el tren llamó a Berta anunciándole que a media tarde estaría en casa. También llamó a Bruno para decirle que estaba bien. Él se encargaría de comunicárselo a Carlo y a Mercedes. Se sentía agotado y ridículo.
Berta no pudo disimular la preocupación que sentía cuando horas más tarde vio a su padre entrar en casa. Hans Hausser tenía mal aspecto, el aspecto de un anciano enfermo, de manera que pese a sus protestas llamo al médico, un viejo amigo que acudió de inmediato y que no le encontró nada pese a la insistencia de Berta de que su padre estaba mal.
Por fin le dejaron solo y Hausser pudo hacer lo que realmente necesitaba: darse una ducha y dormir tranquilamente en su cama.
* * *
Paul Dukais volvió a leer el informe que Ante Plaskic le había hecho llegar. La elección del croata había sido un acierto, daría las gracias a Tom Martin por habérselo recomendado.
En varios folios escritos con letra clara y en un inglés más que aceptable, Ante Plaskic hacía un relato pormenorizado de cómo transcurrían los trabajos de la misión arqueológica y las dificultades que tenía que afrontar:
«Desconfío de Ayed Sahadi y él desconfía de mí. Sahadi es el capataz, tiene sobre sí la responsabilidad de la buena marcha de la excavación, trata con los obreros, y es él quien determina los turnos de trabajo.
En mi opinión Ayed Sahadi es más que un capataz; puede que sea un espía o un policía. Su misión me parece obvia: proteger a Clara Tannenberg.
Procura no perderla de vista. Hay tres o cuatro hombres que siempre están cerca de ella, además de su guardia personal. Es difícil acercarse sin estar a tiro de alguno de estos hombres.
No obstante, a ella le gusta escaparse de la mirada de sus guardianes, y en un par de ocasiones ha habido una auténtica conmoción porque ella había desaparecido, las dos veces al amanecer, para irse a bañar al Éufrates la primera junto a la profesora Gómez. Otro día organizó una escapada en secreto con unas cuantas mujeres que forman parte de la expedición. Nadie se había enterado, ni siquiera Picot.
En otra ocasión decidió pasar la noche junto a las ruinas, adonde se llevó una manta para dormir al cielo raso.
Será imposible que pueda volver a despistar a los hombres que la custodian. Dos de ellos duermen en el suelo a pocos metros de la casa donde ella pernocta.
Hay una especie de administrador, un tal Haydar Annasir, que es quien se encarga de pagar a los hombres y al que Ayed Sahadi le pide todo lo que el profesor Picot necesita, que tuvo un enfrentamiento con ella. La amenazó con llamar a su abuelo, y de hecho lo hizo porque ella no deja de mirarle con rencor, ya que además de un pequeño contingente de soldados, ha llegado de Bagdad un grupo de hombres armados que han cercado el campamento.
Picot ha pedido más hombres, y Ayed Sahadi y Haydar Annasir han logrado contratar a otros cien obreros más. El ritmo de trabajo es insoportable, apenas se descansa, tan sólo unas cuantas horas por la noche, y empieza a aflorar la tensión entre el equipo. Un par de profesores de los que acompañan a Picot se han enfrentado a él por cuestiones referentes al método de trabajo, los estudiantes se quejan de que les están explotando y, los obreros caen rendidos con las manos desolladas.
Pero ni al profesor Picot ni a Clara Tannenberg parece importarles el cansancio de los trabajadores ni de su propio equipo.
Picot cuenta con un arqueólogo que hace de apagafuegos, Fabián Tudela, el único que es capaz de poner paz cuando parece que todo va a estallar. Pero será inevitable que esto estalle; trabajamos más de catorce horas al día.
Lo que dicen haber encontrado es un templo y lo que puso al descubierto esa bomba americana es uno de los pisos altos, donde dicen que estaba instalada una biblioteca, de ahí la gran cantidad de tablillas encontradas. Ya se han despejado tres salas y han recuperado más de dos mil tablillas, que estaban alineadas en unos nichos.
Los estudiantes, bajo la supervisión de cuatro profesores, están clasificando las tablillas después de proceder a su limpieza. Al parecer las tablillas contienen fundamentalmente cuentas de la administración del palacio, aunque en la sala que ahora están despejando han encontrado restos de tablillas en las que se detallan conocimientos de minerales y animales.
Hasta ahora las salas miden 5,30 por 3,60 metros, aunque dicen que encontraremos espacios más grandes.
Se han hallado tablillas con los nombres de los escribas en la parte superior, parece que ésa era una costumbre; al parecer hay algunas de ese tal Shamas con un catálogo de la flora del lugar. Pero hasta el momento no han encontrado rastro, de tablillas sobre poemas épicos, ni de hechos históricos, lo que cada vez va poniendo más nerviosa a la Tannenberg y de peor humor a Picot, que se lamenta de estar perdiendo el tiempo.
Hace unos días hubo una reunión de todo el equipo paras hacer una evaluación de los hallazgos. La exposición de Picot fue pesimista, pero Fabián Tudela, la profesora Gómez y otros arqueólogos dijeron que estaban ante uno de los yacimientos arqueológicos más importantes del siglo, puesto que de este palacio no había ninguna referencia, y la opinión generalizada es que tiene especial relevancia por encontrarse cerca de la antigua Ur. Parece que las proporciones del palacio no son demasiado grandes, pero sí lo suficiente para albergar una biblioteca importante que, según comentan, es la que hemos encontrado, puesto que estamos en los pisos superiores.
La profesora Gómez es partidaria de extender la excavación más allá de lo que creen que es el perímetro del templo, para localizar las murallas y las casas. Estuvieron discutiendo más de tres horas sobre la conveniencia de hacerlo o no, y al final se impuso el criterio de Marta Gómez porque Fabián Tudela y la propia Clara Tannenberg la respaldaron. De ahí que hayan contratado a más obreros y estén buscando muchos más.
No es fácil en estos momentos encontrar hombres, puesto que el país está en estado de alerta, pero la miseria es tan grande y los Tannenberg deben de ser tan influyentes que parece que dentro de unos días vendrá una cuadrilla de hombres de otros puntos del país a incorporarse a la excavación.
Mi función es ir trasladando al ordenador todos los hallazgos, a los que fotografían desde distintas posiciones, además de detallar su contenido.
Cuento con la ayuda de tres estudiantes para hacerlo.
A la casa de los ordenadores vienen todos los arqueólogos para ver cómo vamos sistematizando su trabajo y dar instrucciones, aunque quien ha asumido nuestro control es la profesora Gómez, una mujer suspicaz y meticulosa que resulta insoportable.
El yerno del jefe de la aldea, el contacto que me disteis para mandar los informes, es uno de los conductores que van y vienen a los pueblos cercanos en busca de víveres, y parece contar con la confianza de Ayed Sahadi, si es que ese hombre se fía de alguien, y si es que aquí tener confianza en alguien no es una temeridad.
Si llegan a encontrar las tablillas que buscan no será fácil arrebatárselas y mucho menos salir de aquí. Con dinero se puede comprar a los hombres, pero me temo que aquí siempre hay alguien dispuesto a superar la mejor oferta que uno pueda hacer, de manera que no me extrañaría ser traicionado, salvo que a mi contacto le haga saber alguien que nadie puede igualar la oferta por ayudarme a salir de aquí…»