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Robert Brown salió del despacho de George Wagner, su Mentor. El presidente de la fundación Mundo Antiguo estaba satisfecho del resultado de la entrevista. Ahora sólo quedaba que Paul Dukais supiera llevar a buen término el plan establecido y sobre todo, pensó, que el loco de Alfred Tannenberg no echara a perder la operación a cuenta de su estúpida nieta.

No se engañaba. Sabía que sin Tannenberg no sería posible la operación, que todo dependía del anciano enfermo al que muchos aún temían.

Llamó por el móvil a Paul Dukais y le citó en su despacho una hora más tarde. La operación Adán estaba a punto de comenzar. Él mismo la había llamado así, en alusión a que Dios hizo el primer hombre con barro de la vieja Mesopotamia.

Mientras tanto, su Mentor también hablaba por teléfono con un hombre a miles de kilómetros de distancia. Enrique Gómez llevaba días esperando la llamada de su amigo.

– De manera que será el 20… -decía Enrique Gómez.

– Sí, el 20 de marzo, me lo han confirmado hace unas horas.

– ¿Dukais tiene todo preparado?

– Robert dice que sí. ¿Y tú?

– Sin problemas. Cuando el envío llegue aquí, lo recogeré como he hecho en otras ocasiones.

– Esta vez llegará a bordo de un avión militar.

– Lo sé, pero el contacto que me diste en la base ya está controlado y ha cobrado una parte de sus honorarios por adelantado. También sabe lo que le puede pasar si se le ocurre vacilar o crear algún problema.

– ¿Has hablado con él?

– ¿Yo? No, continúo utilizando a un hombre que me ha sido leal desde que llegué aquí. Te he hablado de él, de Francisco…

– No te fíes de nadie.

– La de Francisco es una lealtad bien pagada.

– ¿Has establecido contacto con los compradores?

– Con los habituales, pero antes quiero ver el material. ¿Cómo vais a hacer los lotes?

– Robert Brown cuenta con un buen elemento, Ralph Barry, un ex profesor de Harvard experto en esa zona. Estará en Kuwait cuando llegue el material, Ahmed Huseini ha hecho una lista provisional.

– Buena idea. ¿Sabes, George?, creo que deberíamos ir pensando en retirarnos. Somos demasiado viejos para seguir en esto.

– ¿Viejos? No, no lo somos. Desde luego, yo no voy a dejarme morir con una manta sobre las piernas mirando por la ventana. No te preocupes, Enrique, todo irá bien, podrás seguir disfrutando de una vida tranquila en Sevilla. Siempre me ha gustado tu ciudad, y lo que más me sorprende es cómo has logrado ser parte de ella.

– Si no hubiese sido por Rocío no lo habría conseguido.

– Tienes razón, has tenido suerte con tu esposa.

– Tendrías que haberte casado…

– No, no lo habría soportado, es en lo único que no habría sido capaz de fingir.

– Al final te acostumbras, ¿sabes?

– Nunca me podría acostumbrar a tener a mi lado el cuerpo de una mujer.

Los dos hombres se quedaron unos segundos en silencio dejando vagar la mente cada uno por su interior.

– De manera que el día 20 comenzará la guerra.

– Sí, el 20, ahora llamaré a Frank.

Frank Dos Santos cabalgaba charlando animadamente con su hija Alma.

– Me alegro de que me hayas convencido para que te acompañara a montar. Hacía demasiado tiempo que no me subía a un caballo.

– Te estás volviendo perezoso, papá.

– No, hija, es el exceso de trabajo.

El sonido impertinente del móvil interrumpió la conversación. Alma frunció el ceño, molesta por no poder seguir disfrutando de aquel momento de calma junto a su padre.

– ¡Hola, George! ¿Que dónde estoy? Montando a caballo con Alma, pero estoy viejo, me duelen todos los huesos.

Frank Dos Santos calló mientras escuchaba a su amigo, que le repetía lo mismo que a Enrique Gómez: la guerra iba a comenzar el 20 de marzo.

– De acuerdo, tengo todo preparado. Mis clientes están ansiosos por ver la mercancía. ¿Ahmed será capaz de hacerse con la lista de objetos que te envié? Pues si lo hace el negocio será redondo. Bien, te llamaré, mis hombres están preparados para el día D.

Guardó el móvil y suspiró, sabiéndose observado por su hija.

– ¿En qué negocios andas ahora, papá?

– En los de siempre, hija.

– Alguna vez me deberías contar algo.

– Confórmate con gastarte el dinero que gano.

– Pero, papá, soy tu única hija.

– Por eso eres la preferida -respondió riendo Dos Santos-. Anda, regresemos a casa.

Robert Brown, acompañado de Ralph Barry, esperaba la llegada de Paul Dukais. El presidente de Planet Security se retrasaba como era su costumbre.

– Vamos, Robert, cálmate, estará a punto de llegar.

– Pero, Ralph, es que este hombre llega siempre tarde. Se cree que puede disponer del tiempo de los demás, ¡me tiene harto!

– En su negocio es el mejor, así que no tenemos otra opción.

– Nadie es imprescindible, Ralph, nadie, y tampoco Paul. Cuando Paul Dukais entró en el despacho sonriente, Robert Brown soltó un bufido de despecho.

– ¿Se puede saber de qué te ríes?

– Es que me acaba de llamar mi mujer para decirme que tiene jaqueca y que por tanto no iremos esta noche a la ópera. ¡Menuda suerte tengo!

Ralph Barry no pudo evitar sonreír a su vez. No se engañaba respecto a Dukais, sabía que tras su capa de vulgaridad había un hombre inteligente, con una mente meticulosa, con más cultura de la que aparentaba tener y, sobre todo, capaz de cualquier cosa.

– Los chicos del Pentágono ya tienen fecha para la invasión de Irak. Será el 20 de marzo -le espetó Robert Brown.

– ¿Invasión? O sea, que no nos vamos a conformar con bombardear.

– Invasión, entraremos en Irak para quedarnos.

– ¡Mejor para el negocio! Cuanto antes lleguen nuestros soldados, antes empezaremos a ganar dinero.

– Ralph se va para Kuwait. Habla con tu coronel Fernández para que le organice el comité de recepción.

– No es coronel, es un ex coronel, y Mike está ya en la zona. Le llamaré, no te preocupes. Pero antes debemos avisar a Yasir, porque hoy se iba para Safran, Alfred le ha mandado llamar, lo mismo que a Ahmed. El viejo no suelta el bastón de mando.

– Bien, pues ponte en contacto con él. También hay que dar la noticia a Alfred.

– Se la puede dar Yasir -propuso Dukais.

– Ninguno de nosotros le puede llamar. Sabes mejor que nadie que ahora mismo todas las comunicaciones están interceptadas.

– Utilizaré el mensajero habitual, el sobrino de Yasir, que vive en París, es un hombre de Alfred. Todo lo que es se lo debe a él.

– ¿Y su tío? -quiso saber Ralph.

– Yasir es su tío, sí, pero la lealtad del sobrino es para Tannenberg; le debe todo lo que es, de manera que en caso de duda apostará por Alfred.

– Faltan quince días -murmuró Ralph Barry.

– Sí, pero está todo preparado, no te preocupes. Confío en Mike Fernández, y si él dice que toda la operación está bien engrasada, es que lo está -aseguró Dukais.

– Yo en quien confío es en Alfred. Es él quien sabe cómo se hacen estas cosas. Así que no te pongas medallas. El único problema de Alfred es su nieta, haberse empeñado en dejarle una herencia que no es sólo suya.

– Tenemos hombres en el campamento de arqueólogos. La chica no tiene por qué ser un problema.

– Si le tocamos un pelo, la operación se irá al garete, no conoces a Alfred -afirmó Robert Brown.

– Tú dijiste que si era necesario actuar lo hiciéramos…

– Sólo si es necesario, imprescindible… Desde luego, nada ni nadie puede fastidiar la operación, eso lo tenemos todos claro, ¿no?

– Los hombres decidirán sobre el terreno. Esperemos que puedan manejar a Alfred y a esa nieta suya.

– Que hagan lo que tengan que hacer, pero si se equivocan son hombres muertos. Bien, ¿necesitas que hagamos alguna gestión o hablas tú solito con nuestros contactos en el Pentágono?

– No te preocupes, ya me hago cargo del resto de la operación. Y tú, Ralph, deberías irte cuanto antes.

– Me voy mañana.

– Estupendo. Así que atacaremos el día 20. ¡Ya era hora! Ese cabrón de Sadam se va a enterar de lo que es bueno.

– No seas vulgar, ahórrate esas expresiones -protestó Robert Brown.

– Vamos, Robert, no seas tan fino, estamos en tu despacho, no nos escucha nadie.

– Te escucho yo, y eso es suficiente.

– ¿Os vais a pelear? -preguntó Ralph.

– No, no nos vamos a pelear, nos vamos a poner a trabajar. Me voy. Tengo mucho que hacer.

Paul Dukais salió del despacho de Brown sin despedirse. El presidente de Mundo Antiguo le fastidiaba con sus maneras exquisitas. Al fin y al cabo era un delincuente como él, porque eso es lo que eran, se dijo Dukais. Los grandes negocios a veces no son otra cosa que grandes actos de delincuencia organizada. Todo dependía de quién lo hiciera y cómo, y sobre todo de que no te pillaran.

No, Brown no era mejor que él aunque fuera un estirado ex alumno de las mejores universidades norteamericanas.

* * *

Ahmed Huseini y Yasir estaban sentados en el helicóptero con estos para protegerse del ruido, cuando un soldado corrió hacia el aparato haciendo señas de que no despegara.

Los dos hombres miraron intrigados al soldado que, rojo por la carrera, se paraba y entregaba un sobre cerrado a Yasir.

– Lo envían de su oficina. Han dicho que era muy urgente.

Yasir cogió el sobre y, sin dar las gracias al soldado, sacó del sobre un folio escrito por una sola cara.

Señor, ha recibido un e-mail del sobrino de su esposa, el que vive en Roma. Dice que el día 20 de marzo vendrá a verle con unos amigos y que es urgente que usted lo sepa; no quiere que se lo diga a su esposa ni al resto de la familia, porque quiere darles una sorpresa, pero dice que sí debe decírselo a sus amigos. Ha insistido en que usted debía saber de inmediato que venía.

Guardó el papel en el sobre y se lo metió en un bolsillo de la chaqueta, luego hizo una seña al piloto para que despegara. Dukais le confirmaba la fecha del comienzo de la guerra. Tenía que decírselo a Ahmed y, desde luego, a Alfred. En realidad aquel mensaje era para el anciano, no para él. Los hombres sólo recibían ordenes de Alfred Tannenberg, aun sabiéndole moribundo le temían. Tenían razones para temerle. Bien lo sabía él.

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