– Mercedes, no llores; por favor, hija, no llores.
La niña, agarrada a la mano de su madre y temblando de frío y de hambre, a duras penas se sostenía en pie. El guardia la había empujado por no estarse quieta en la fila donde las prisioneras y sus hijos estaban alineadas. Caída en el suelo, su carita había chocado contra el barro. Se había levantado de inmediato porque su madre había tirado de ella presa del horror. En los campos, los prisioneros procuraban fundirse con el gris del cielo para no llamar la atención de los SS, ni de los kapos, ni de ninguno de aquellos hombres dispuestos a hacerles sufrir.
Su madre le apretaba la mano mientras le pedía en voz baja y llena de angustia que no llorara. El guardia que la había empujado se había distraído con otro de los pequeños que se había salido de la fila, y en aquellos segundos preciosos Mercedes intentaba retener las lágrimas tal y como le pedía su madre.
Observó a un grupo de oficiales de las SS fundiéndose en abrazos con otros oficiales que acababan de bajar de unos coches negros. Los hombres parecían contentos, y uno de ellos le aseguraba a otro que aquél sería un día inolvidable.
Durante unos instantes Mercedes pensó en qué podían hacer aquellos hombres de especial para convertir el día en una jornada inolvidable, y de nuevo se estremeció.
Uno de los kapos de nombre Gustav se acercó a donde estaban y ordenó a los niños que formaran una fila frente a sus madres. Los más pequeños se resistían a soltarse de las manos de sus madres, pero uno de los guardias de las SS se acercó con un vergajo en la mano y empezó a repartir golpes, de manera que fueron las mujeres las que suplicaron a sus hijos para que obedecieran de inmediato.
– ¡Escuchad! -gritó un oficial de las SS con un tono de voz que asustó a los pequeños-. Desde Berlín ha venido un comité científico para veros -continuó diciendo el SS-; vais a ayudar a la ciencia, al menos serviréis para eso. Todas vosotras bajaréis hasta la cantera, allí os espera un regalo con el que debéis subir de inmediato. Vuestros bastardos se quedarán aquí, para ellos tenemos otro regalito.
Alfred rió ante las palabras de su compañero de las SS, y Georg le preguntó con curiosidad por la duración de la prueba.
– Ya veremos de lo que son capaces esas perras -respondió.
Mercedes sorbía las lágrimas mientras su madre le sonreía, intentando tranquilizarla al tiempo que iniciaba el descenso a la cantera. La mujer estaba embarazada de ocho meses; hacía siete que la habían llevado a uno de los comandos dependientes de Mauthausen y ella misma se maravillaba de haber sobrevivido hasta aquel momento. Ella creía que su fortaleza era la herencia de sus padres, trabajadores del campo, como sus abuelos y todos sus antepasados hasta donde alcanzaba a saber. Otras mujeres en su estado habían muerto, incapaces de resistir las torturas y el trabajo de sol a sol. Algunas habían desaparecido al ser requeridas desde la enfermería para comprobar la marcha de su embarazo. Pero ella estaba aún más delgada que antes de quedarse embarazada, y su vientre apenas hinchado no llamaba la atención.
La había detenido la Gestapo en la Francia de Vichy cuando intentaba huir con su hija. Las deportaron a Austria en un tren de ganado, donde las encerraron en un vagón del que no las dejaron bajar ni de noche ni de día; allí, hacinadas junto a otros cientos de prisioneros, se decía que mientras estuvieran vivas no perderían la esperanza. Su marido era español y, como ella, colaboraba con la Resistencia. Le habían matado en un enfrentamiento con la Gestapo en pleno centro de París cuando intentaba huir de un control. Se había quedado sola sin saber que estaba embarazada. Intentó huir a España para refugiarse con la familia de su marido, diezmada durante la Guerra Civil. Pensaba ir a Barcelona y buscar a su madre, segura de que ésta las ayudaría. Los jefes de la Resistencia aceptaron trasladarla a la frontera, pero apenas había logrado llegar a la valla cuando la detuvieron.
Una vez en el campo, la mandaron desnudarse como al resto de las prisioneras y le entregaron la ropa que debía llevar con un triángulo rojo en medio del cual estaba la letra F. El triángulo rojo era el de los prisioneros políticos, la letra, la de su nacionalidad.
No supo hasta mucho después que estaba esperando un hijo. Pensaba que se le había retirado la regla por el miedo, las torturas, la falta de alimento y el agotamiento. Cuando fue consciente de que de nuevo iba a ser madre lloró desconsoladamente, culpándose por convertir al hijo que nacería en un prisionero desde su primer día de existencia. Luego la desesperación dio paso a la esperanza y a las ganas de vivir, pues el saberse embarazada también le dio nuevas fuerzas: tenía que mantenerse viva por el hijo que iba a nacer y por Mercedes; ambos la necesitarían, sólo la tenían a ella, aunque había hecho memorizar a Mercedes la dirección de su abuela en Barcelona por si algún día lograba salir de allí al menos una de ellas.
– ¿Por qué esos bastardos no bajan también a por piedras? -preguntó Georg.
– Es una idea, pero a ellos les tenemos otra sorpresa reservada. Van a ducharse allí. Veremos lo que aguantan -respondió Heinrich entre risotadas.
– Bajemos a ver cómo van las perras -les propuso Alfred.
El feliz grupo de oficiales y civiles bajó unos cuantos escalones de las «escaleras de la muerte» para ver mejor lo que estaba pasando al fondo de la cantera, donde las mujeres a duras penas podían soportar las piedras que les ataban a la espalda. Algunos soldados las empujaban al tiempo que les gritaban para que no se pararan, pero muchas no podían soportar la carga y caían al suelo aplastadas por las piedras. De las cincuenta mujeres, quince murieron a causa de las patadas de los soldados que, además, las golpeaban con bastones para que se pusieran en pie y subieran los ciento ochenta y seis escalones que conducían de la cantera a la explanada del campo.
Chantal apenas podía respirar; sólo la imagen de Mercedes y el deseo de ver nacer a su hijo le hacían sacar fuerzas de lo más recóndito de su alma. Caminaba doblada, arrastrando los pies al tiempo que intentaba contener las náuseas, y aunque su gesto era de dolor por dentro sonreía por ser capaz de superar cada paso.
Uno, dos, tres… De repente alzó la mirada y contempló con horror cómo los guardias empujaban a los niños para que bajaran hasta la cantera.
Apenas podía distinguir a Mercedes, pero la supuso asustada, a punto de llorar. Se irguió para que su hija la viera, intentando transmitirle la fuerza de la que en realidad carecía. Temía lo que los SS hubieran podido idear porque no alcanzaba a entender por qué empujaban a los niños hacia ellas.
La idea había sido del capitán Alfred Tannenberg y fue muy aplaudida por sus amigos. Los niños debían ir con palos dando en las nalgas a las mujeres como si de bestias de carga se trataran.
– Ellas son mulas -les dijo Alfred riendo- y vosotros los conductores. Tenéis que ser duros: si alguna tropieza y cae, le dais fuerte, no importa que sea vuestra madre; si no lo hacéis, os cargaremos las piedras a vosotros y haremos que os vayan azotando hasta que lleguéis arriba.
Los pequeños estaban aterrorizados pero apenas se atrevían a llorar, sabiendo que si lo hacían serían castigados. Cada uno cogió el palo que les daban y bajaron la escalera temerosos. Las mujeres que a duras penas pisaban los primeros escalones les miraron expectantes, hasta que comprendieron el juego cruel ideado por aquellas mentes perversas de los hombres de las SS.
– El que no dé a la mula será castigado -gritaba Alfred Tannenberg, ante las risotadas de sus amigos y del resto de los invitados a aquel espectáculo.
– ¡Vamos, vamos! ¡Empezad! -gritaban los kapos.
Los niños miraban angustiados a sus madres sin atreverse a levantar los palos.
– ¡Mercedes, dame con el palo, por Dios, hija, no te preocupes! -imploraba Chantal a su hija.
De repente una mujer se cayó y su rostro se hundió en el barro. Uno de los kapos se acercó y la pateó, pero Alfred le dio el alto buscando al hijo de la prisionera.
– ¡Eh, tú! ¡Ven aquí! -ordenó a una niña cuya delgadez la hacía parecer un espectro.
La niña, de unos ochos años y que apenas tenía fuerzas para sostener el palo, se acercó temerosa a unos pasos de aquel oficial de las SS.
– ¿Es tu madre? -preguntó el capitán Tannenberg. La pequeña asintió sin palabras.
– Pues empieza a golpear a la mula hasta que se levante. ¡Vamos, hazlo!
Hubo unos segundos de silencio. La niña no se movió. Apenas había entendido lo que aquel hombre le decía porque era sorda y aún no era capaz de leer con rapidez los labios de quien le hablaba.
El capitán Tannenberg se enfadó al verla inmóvil y cogió el palo, con el que golpeó sin piedad a la mujer que yacía sobre el barro. La pequeña le miró con horror y se tiró al suelo junto a su madre, mientras los oficiales de las SS estallaban en risas.
De repente, un niño apenas dos años mayor que la pequeña se acercó intentando ayudar a la mujer y a la niña a levantarse. Tannenberg le miró con los ojos desorbitados por la rabia.
– ¡Cómo te atreves! ¡Bastardo!
Un minuto después sacó la pistola de su funda y disparó sobre la niña tras derribar al pequeño de una patada; éste quedó tendido sobre el tercer escalón mientras que la madre apenas tenía fuerzas para gemir. La mujer intentó acercarse arrastrándose hasta el cuerpo inerte de su hija, pero una patada de Tannenberg en la cara la dejó convertida en un amasijo de carne sanguinolenta. El niño hizo ademán de incorporarse, pero no pudo porque el oficial le volvió a patear hasta dejarle inconsciente; quedó allá tirado, junto al cuerpo de su madre y de su hermana ya cadáveres.
– ¡Vamos, mulas! ¡Vamos! La que no ande ligera terminará como ésa, y vosotros, o arreáis a las mulas u os pasará lo mismo que a ese desgraciado. Su madre era una maldita comunista, zorra italiana, pero ya hemos hecho justicia. La muy cerda había parido a ese ser al que llamaba hija. ¿Eso era una niña? ¡Era un monstruo! -gritaba Tannenberg encendido por el espectáculo del que él mismo era parte.
Mercedes empezó a temblar asustada al ver a su amigo Carlo tendido en el suelo sin moverse. Carlo era mayor que ella, tenía diez años, pero siempre se mostraba compasivo y amable y le decía que no debía tener miedo.
Los hombres de las SS les gritaban para que azotaran a las mujeres, y Mercedes dejó escapar una lágrima. No quería pegar a su madre y miró desesperada a su alrededor: ninguno de sus amigos tenía el palo levantado. Sintió una mano sobre su brazo. Era la mano de Hans, que con la mirada la instaba a caminar.