– Mercedes, por favor, no te pares; mueve el palo pero sin dar a tu madre.
– No, no… -gimoteó la niña.
Una mujer embarazada gritó mientras caía desesperada al suelo. Estaba abortando allí, en aquellas escaleras, presa de un terrible dolor y angustia. La señora Müller era austríaca, una austríaca judía, profesora de piano, que había estado escondida en casa de unos amigos, pero alguien la denunció y hacía cuatro meses que había llegado a aquel infierno junto a su pequeño hijo Bruno.
El capitán Tannenberg se acercó a ella y la miró fríamente. Luego hizo una seña a uno de los médicos del campo.
– Doctor, ¿cree que los fetos judíos son como los demás? Deberíamos comprobarlo, no creo que esta cerda sirva para mucho más.
Todos quedaron en silencio y expectantes, mientras el médico se agachaba y, con un bisturí, abría el vientre de la mujer mientras aullaba de dolor; luego arqueó el cuerpo y dejó de gritar, estaba muerta. Los otros médicos se habían acercado curiosos a participar de aquella cesárea improvisada, hecha sin ningún tipo de anestésico.
El pequeño Bruno rompió a llorar desesperado; intentó alejarse, pero un kapo le sujetó con fuerza obligándole a contemplar la carnicería a la que estaban sometiendo a su madre.
Algunos niños empezaron a vomitar, incapaces de soportar aquella escena dantesca, mientras los visitantes de Berlín aplaudían entusiasmados.
Habían subido quince escalones cuando Chantal tropezó y cayó; un hilo de sangre se le escapaba por la comisura de los labios.
El capitán Tannenberg empujó a Mercedes hacia su madre.
– ¡Pégale! ¡Vamos! ¡Esa mujer es un animal! ¡Es sólo una mula! ¡Haz lo que te digo!
Mercedes estaba paralizada por el horror. No era capaz de emitir ningún sonido, y miraba con ojos desorbitados a aquel hombre que la empujaba.
– ¡Pega a la mula! ¡Haz lo que te ordeno! -gritó el capitán Tannenberg cada vez más enfurecido.
Chantal no podía hablar, notaba cómo se le escapaba la vida y se sentía impotente para proteger a su hija y a aquel niño que iba a nacer; alcanzó a extender la mano hacia Mercedes y ésta se arrodilló junto a su madre rompiendo a llorar.
El capitán Tannenberg se acercó a Chantal y la propinó una patada en el vientre que la dejó inconsciente mientras la sangre le empezaba a fluir entre las piernas. Luego levantó el vergajo para golpearla, pero no pudo hacerlo unos dientes pequeños y afilados se clavaron en su muñeca con inusitada fuerza, provocando una carcajada en los espectadores llegados de Berlín.
Mercedes mordía con fuerza la mano del capitán. Tenía sólo cinco años y era un saco de huesos, pero de algún lugar había sacado la fuerza y el valor para enfrentarse a aquel animal.
El capitán Tannenberg la empujó y la tiró al suelo. Estaba furioso por haber sido atacado por aquella niña andrajosa, iba a dispararle pero desvió la pistola hacia el vientre de Chantal. Disparó sobre su vientre como si fuera un blanco, un disparo en el centro y cuatro disparos alrededor; luego desenvainó su cuchillo reglamentario de las SS y la abrió en canal como si de un animal se tratara, arrancando de las entrañas muertas el cadáver de aquel niño que nunca nacería. Después, se lo tiró a Mercedes dándole en la cara con los restos de aquella criatura.
Los gritos de la niña eran aterradores, pero el capitán Tannenberg aún no había terminado con ella: la levantó con una sola mano y la lanzó escaleras abajo. El cuerpo de la pequeña, quedó desmadejado entre las piedras de granito, con la cabeza manando sangre.
El pequeño Hans Hausser corrió escaleras abajo para intentar socorrerla sin escuchar el gemido angustiado de su madre, que temía las represalias de aquel capitán de las SS.
Uno de los kapos le agarró en volandas y no le dejó llegar hasta donde yacía el cuerpo inerte de Mercedes.
– ¡Tú, judío!, ¿quieres acabar como ella?
El kapo apaleó al pequeño Hans bajo la mirada indiferente del capitán Tannenberg y de sus amigos, que seguían expectantes las dificultades de las mujeres para alcanzar la «cumbre», el final de las escaleras.
De las cincuenta mujeres sólo habían llegado dieciséis, el resto o había tropezado cayendo escaleras abajo o, desesperadas, se habían dirigido a los centinelas esperando que les disparasen, tal y como habían oído que hacían con los hombres.
La señora Hausser fue una de las pocas en llegar a la explanada del campo, pero no se engañaba, sabía que con eso no compraba su vida. Miró hacia atrás intentando averiguar dónde estaba su hijo y lloró al ver cómo uno de los kapos le azotaba con un palo.
Marlene Hausser encontró fuerzas para gritar, intentando desesperada que su hijo pudiera oírla.
– ¡Hans, tienes que vivir! ¡Hijo, no olvides nunca esto! ¡Vive! ¡Vive!
Un centinela la derribó de un golpe al suelo, lo primero que vio cuando abrió los ojos fue las botas brillantes de un oficial de las SS.
– Esta mujer padece del corazón, debemos operarla urgentemente-dijo aquel joven rubio con aspecto angelical enfundado en el odiado uniforme negro.
Uno de los kapos la levantó del suelo y, a empujones, la condujo a la enfermería junto al resto de las mujeres. Los médicos llegados de Berlín y sus colegas de Mauthausen estaban preparándose para operar a las supervivientes de dolencias que ninguna padecía.
– ¿Vamos a malgastar la anestesia? -preguntó uno de los enfermeros ayudantes.
– Pongámosle la suficiente para que no se mueva demasiado, no me gusta operar escuchando gritos -respondió uno de los médicos.
Colocaron a Marlene Hausser sobre una camilla y le ataron las piernas y los brazos. La mujer sintió un pinchazo en el brazo y poco después la invadió el sueño; no podía evitar cerrar los ojos, aunque oía cuanto decían a su alrededor. Apenas pudo articular un grito cuando el bisturí se hundió en su pecho abriéndola hasta debajo de la caja torácica. El dolor era insoportable y lloraba impotente deseando morir.
Aun así logró articular una oración por su hijo Hans. Si Dios realmente existía no se cebaría más en el pequeño inocente y le permitiría vivir.
Sintió que le apretaban el corazón antes de exhalar el último suspiro.
El cadáver de Marlene Hausser fue descuartizado por aquellos hombres que se llamaban médicos y que ansiaban explorar los más recónditos lugares del cuerpo humano.
Una tras otra, las dieciséis supervivientes de la «escalera de la muerte» fueron operadas de enfermedades que no padecían. Corazón, cerebro, hígado, riñones… órganos vitales diseccionados en pequeños pedazos mientras los médicos participantes disertaban sobre sus conocimientos.
Aquellos hombres también se entretuvieron con algunos de los cadáveres de las mujeres que se habían quedado sobre los escalones de la muerte. Incluso le cortaron la cabeza a la pequeña italiana sorda, para estudiar con más sosiego los oídos de la pobre desgraciada.
Mientras los kapos, a instancias del capitán Tannenberg, habían ordenado a las niñas y niños que se desnudasen y se metieran en la ducha. Un estanque repleto de barro, con el agua helada que caía sobre las cabezas atormentadas de aquellas criaturas que acababan de quedarse huérfanas, fue el último entretenimiento con que Tannenberg obsequió a sus invitados de Berlín.
Algunos niños murieron congelados y otros sufrieron un colapso; apenas media docena logró sobrevivir, aunque murieron horas más tarde.
Esa noche los hombres de Berlín degustaron una copiosa cena y ninguno habló de lo relevante: Alemania estaba perdiendo la guerra. Todos se comportaron como si su ejército fuera un coloso que aún arrasaba las entumecidas tierras de Europa. Sólo más tarde, cuando Alfred Tannenberg se quedó a solas con Georg, Heinrich y Franz, dieron rienda suelta a su preocupación. Entonces se dijeron lo que no dirían jamás delante de otros que no fueran ellos, y empezaron a pensar en las vías de escape para cuando Hitler perdiera la guerra.
– Yo os avisaré -les aseguró Georg-, quiero que Heinrich y tú estéis preparados; a Franz ya le he dicho que debe pedir el traslado al cuartel general, la influencia de su padre y la de los míos será suficiente para conseguirlo. Lo que no puede es volver al frente.
– ¿Tan seguro estás de que perderemos la guerra? -preguntó inquieto Alfred.
– Ya la hemos perdido, supongo que no creerás la propaganda de Goebbels. Nuestros soldados han empezado a desertar. Hitler ya no es el que era, no es capaz de entender lo que está pasando, y la gente que le rodea le tiene demasiado miedo para decírselo. Seamos prácticos y afrontemos la realidad: los aliados querrán hacer un escarmiento con Alemania, y pagaremos los hombres que hemos sido leales al Führer, de manera que hay que ir preparando las vías de escape. Ya conocéis a mi tío, es un sabio de verdad. Antes de la guerra un colega norteamericano le invitó a viajar a Estados Unidos a su universidad, a trabajar en uno de los laboratorios secretos del Gobierno. Mi tío lleva meses trabajando en una bomba que podría poner punto final a la guerra, me temo que no llegará a tiempo. Pero estamos de suerte, su colega norteamericano se las ha ingeniado para ponerse en contacto con él. Le ha ofrecido sacarle de Alemania, hay gente poderosa en su país dispuesta a ser generosa y perdonar a los científicos que quieran colaborar con Estados Unidos. Mi tío primero se asustó, luego me lo contó. Le he animado a que continuara en contacto con su amigo, y ahora puede sernos muy útil para huir.
– Pero, Georg, no creo que nos pueda sacar también a nosotros -afirmó Heinrich.
– Nosotros debemos empezar a preparar nuestro propio plan de fuga -le interrumpió Alfred.
– Necesitaremos identidades nuevas… -dijo Franz.
– Ya me he encargado de eso, hace meses que mandé preparar documentos falsos para unos amigos míos muy especiales -respondió riéndose Georg-. Lo bueno de trabajar en los servicios secretos es que conoces a una gentuza muy interesante con habilidades insospechadas. Os proporcionaré una nueva identidad, dejadlo de mi cuenta. Lo importante es que estéis preparados para escapar en cuanto os avise. Tú, Franz, has estado en el frente, pero a Heinrich y a Alfred les vengo informando de la situación, aunque a Alfred le cuesta terminar de creer que Alemania pueda ser derrotada. Pero es así, de manera que debéis tener listo el equipaje.
– No hay problema por nuestra parte -aseguró Heinrich, hablando por él y por Alfred.
– Yo estoy de permiso, de manera que nadie me va a reclamar por ahora en el frente, y mañana en cuanto lleguemos a Berlín pediré el traslado -les comentó Franz.