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Roma estaba igual de hermosa que siempre. Gian Maria pensaba en cómo había podido vivir tan lejos de su ciudad en los últimos meses. Ahora se daba cuenta de lo que había echado de menos su apacible cotidianidad. Los rezos al amanecer, la lectura tranquila…

Gian Maria entró en la clínica y se dirigió al despacho de su padre. Maria, la secretaria del doctor Carlo Cipriani, le saludó con afecto.

– ¡Gian Maria, qué alegría!

– Gracias, Maria.

– Pase, pase. Su padre está solo aunque no me ha dicho que iba a venir usted…

– Le voy a dar una sorpresa; no le avise, por favor.

Tocó suavemente en la puerta con los nudillos para anunciarse y a continuación entró.

Carlo Cipriani se quedó petrificado cuando vio a su hijo. Se levantó como si le costará moverse, sin saber qué hacer ni decir. Gian Maria le miraba sin pestañear, plantado en mitad del despacho. Su padre observó que había adelgazado y tenía la piel curtida por el aire y el sol. Ya no parecía el joven enclenque con aspecto enfermizo que había sido siempre; ahora era un hombre, un hombre distinto que le estaba midiendo con la mirada.

– ¡Hijo mío! -exclamó temeroso; acto seguido se acercó a él y se fundió en un abrazo emocionado.

El sacerdote respondió al abrazo de su padre y éste se sintió aliviado.

– Siéntate, siéntate, llamaré a tus hermanos. Antonino y Lara han estado muy preocupados por ti. Tu superior apenas nos daba noticias tuyas, todo lo más que te encontrabas bien, pero no quiso decirnos dónde estabas. ¿Por qué te fuiste, hijo mío?

– Para evitar que cometieras un crimen, padre.

Carlo Cipriani sintió en ese instante el peso de su existencia sobre la espalda y, encorvándose, fue a sentarse en un sillón.

– Tú conoces mi historia, nunca os la he ocultado ni a ti ni a tus hermanos. ¿Cómo puedes juzgarme? Fui a implorar tu perdón y el perdón de Dios.

– Alfred Tannenberg está muerto, asesinado. Supongo que ya lo sabes.

– Lo sé, lo sé, y no me pidas que…

– ¿Que pidas perdón? ¿No acabas de decirme que fuiste al confesionario buscando el perdón por ese crimen?

– ¡Hijo mío!

– He hecho lo que no imaginas por intentar evitarte ese peso en la conciencia, pero he fracasado. Te aseguro que habría dado mi vida con tal de que no condenaras la tuya.

– Lo siento, siento el daño que te haya podido causar, pero no creo que Dios me condene por haber… por haber querido la muerte del monstruo.

– Hasta la vida del monstruo era de Dios, y sólo Él podía quitársela.

– Veo que no me has perdonado.

– ¿Te arrepientes, padre?

– No.

La voz de Carlo Cipriani sonó fuerte y rotunda, sin un deje de duda, mientras clavaba la mirada en los ojos de su hijo.

– ¿Qué has conseguido, padre?

– Hacer justicia, la justicia que se nos negó cuando éramos niños indefensos y ese monstruo nos pedía que azotáramos a nuestras madres porque decía que eran mulas de carga. La vi morir sin poder hacer nada, lo mismo que a mi hermana. No eres quién para juzgarme.

– Sólo soy un sacerdote y tu hijo, y te quiero, padre. Gian Maria se acercó al anciano y volvió a abrazarle mientras ambos rompían a llorar.

– ¿Dónde has estado, hijo?

– En Irak, en un pequeño pueblo llamado Safran, intentando evitar que mataras a Alfred Tannenberg. Temiendo también por la vida de Clara.

– Él no dudó en asesinar a mi hermana. Era sorda y no entendía las órdenes del monstruo. La destrozó.

– ¿Clara ha de pagar por la muerte de tu hermana? -preguntó Gian Maria muy serio alejándose de su padre.

El médico no respondió. Se levantó del sillón y le dio la espalda, comenzando a pasear por el despacho sin mirar a su hijo.

– Ella es inocente, no os ha hecho ningún mal -le suplicó.

– Gian Maria, no lo entiendes, eres sacerdote, pero yo sólo soy un hombre, puede que a tus ojos el peor de los hombres, pero no me juzgues, hijo, sólo perdóname.

– ¿A quién estás pidiendo perdón, a tu hijo o al sacerdote?

– A los dos, hijo, a los dos.

Carlo Cipriani se quedó en silencio deseando que su hijo volviera a abrazarle, pero Gian Maria se levantó del asiento y abandonó el despacho sin despedirse de su padre, reprochándose la ira que le atravesaba el alma.

* * *

– ¿Dónde está Clara?

La voz de Enrique llegaba con interferencias a través de la línea telefónica, aunque estaban utilizando la de máxima seguridad, de manera que George Wagner respondió irritado.

– En París con el profesor Picot. Pero no te preocupes, acabo de hablar con Paul Dukais y me asegura que sigue teniendo un hombre infiltrado en el entorno de Picot, y que dicho hombre se hará con las tablillas.

– Debería haberse hecho con ellas antes -protestó Enrique Gómez desde la quietud de su casa sevillana.

– Sí, debería de haberlo hecho, y ya le he dicho a Dukais que no le pague si no nos entrega la Biblia de Barro . Al parecer este hombre acaba de regresar de Irak y de nuevo ha logrado acercarse a Picot, de manera que sabrá en todo momento dónde están las tablillas.

– Organiza un grupo… -le propuso Enrique.

– Es lo mismo que me ha dicho Frankie. Lo haremos a su debido tiempo. Por lo que sé, el profesor Picot quiere montar una exposición con todo lo que han encontrado, y presentar a la comunidad científica y al público en general la Biblia de Barro . Pero hasta entonces la tienen oculta en la caja fuerte de un banco. Allí estarán las tablillas hasta que inauguren la exposición, de manera que tenemos que esperar ese momento. Hasta entonces nos será útil el hombre de Dukais, ya que forma parte del grupo que estuvo con el profesor en Irak, de modo que puede ir informándonos de los pasos que dan Clara y Picot.

– ¿Y el marido?

– ¿Ahmed? Le hemos pedido que no pierda de vista a Clara, pero al parecer están prácticamente separados y la chica no se fía de él, sabe que trabaja para nosotros; así que no sé si nos será útil.

– Vamos, George; Ahmed nos ha sido extraordinariamente útil. Si no hubiese sido por él, la operación de vaciar los museos no habría resultado un éxito.

– Lo planificó Alfred -respondió George casi en un susurro.

– Pero lo ha ejecutado él, con la ayuda del Coronel, de manera que reconozcámosles lo que han hecho.

– Van a recibir mucho dinero, pero ahora, amigo mío, la prioridad es hacernos con la Biblia de Barro. Tengo un comprador muy especial, alguien que está dispuesto a pagar muchos millones de dólares por poseer la prueba de que Abraham existió y a través de él se difundió el Génesis.

– Seamos prudentes, George; sería una locura poner en el mercado los objetos que nos han traído.

– Esperaremos, te lo prometo, pero te aseguro que quien quiere la Biblia de Barro no tiene ninguna intención de exhibirla ni exponerla en ningún museo.

– ¿Tu gente de la fundación Mundo Antiguo ha inventariado el material? -quiso saber Enrique.

– Está en ello con la ayuda de Ahmed.

– Yo también necesito que me echen una mano con lo que me has enviado.

– Lo mismo que Frankie; no te preocupes, ya se lo he ordenado a Robert Brown y a Ralph Barry, ellos se encargarán.

De todas maneras si quieres ir adelantando, Ahmed puede viajar a Sevilla.

– ¿Qué haremos con Clara?

– Nos está dando muchos problemas, además de desafiarnos… Es un mal ejemplo…

– Tienes razón, viejo amigo.

* * *

Yves Picot escuchaba en silencio a su interlocutor que, al otro lado del teléfono, parecía no tener prisa por dejar de hablar. Hacía más de diez minutos que el profesor no había dicho ni una palabra, atento como estaba a lo que le decían. Cuando por fin colgó, suspiró aliviado. Clara presionaba para que la exposición con los objetos del templo de Safran se hiciera cuanto antes, sin atender a razones sobre las dificultades de una empresa como la que querían poner en marcha. Pero Clara Tannenberg insistía en que no ponían suficiente empeño para lograrlo. Los objetos estaban embalados, las fotografías de Lion Doyle listas, cada uno de los arqueólogos participantes en la misión arqueológica habían escrito un texto sobre aspectos concretos de la excavación y los objetos encontrados, y además, por si fuera poco, tenían la Biblia de Barro . Clara necesitaba presentar al mundo aquellas tablillas que le quemaban en las manos, ya que sabía que con cada día que pasaba aumentaba el peligro de que se las arrebataran, aunque estuvieran en la caja fuerte de un banco suizo.

De manera que Clara no le había permitido disfrutar de un merecido descanso, y desde que ella se presentara en París, le presionaba a diario.

Menos mal, pensó, que Marta Gómez era la quintaesencia de la eficacia y además compartía el mismo empeño de Clara por poner en marcha la organización de la exposición. En pocas semanas había movilizado a fundaciones y universidades buscando apoyo y dinero. En realidad él también había puesto su grano de arena llamando a amigos influyentes del mundo académico y de las finanzas, a los que había tentado con el anuncio de que en la exposición se daría a conocer un gran descubrimiento.

Por lo que le acababa de decir Fabián, Marta había conseguido que el primer destino de la exposición fuera Madrid. Él hubiese preferido que la inauguración se hiciese en París, en el Louvre, pero para ello debían de esperar unos meses. El Louvre programaba con mucha antelación todas sus exposiciones y actos extraordinarios.

Fabián le había anunciado que una entidad bancaria española y dos grandes empresas habían aceptado financiar la puesta en marcha de la exposición. Eso sin contar con que las autoridades académicas de la Universidad Complutense, así como los responsables del Ministerio de Educación y Cultura, también se habían mostrado entusiasmados. Era una gran oportunidad para Madrid, sería la primera capital que albergara la exposición nada menos que en el Museo Arqueológico Nacional; después iría a París, Berlín, Amsterdam, Londres y Nueva York.

Llamaría a Clara para darle las buenas nuevas, aunque estaba casi seguro de que Marta ya la habría llamado. Las dos mujeres parecían haber estrechado su relación a cuenta del empeño que tenían en inaugurar cuanto antes la exposición.

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