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Gian Maria estaba limpiando cuidadosamente una tablilla en la que apenas se veían los signos cuneiformes, cuando un obrero entró gritando en la estancia donde se encontraba trabajando.

– ¡Venga, señor! ¡Venga! ¡Hay otra habitación! ¡Se ha caído un muro! -gritó el hombre preso de una gran agitación.

– ¿Qué ha pasado? ¿A qué muro se refiere?

Salió detrás del hombre, que casi corría en dirección a la excavación. Ayed Sahadi, muy alterado, daba órdenes al grupo de obreros que fortuitamente habían dado con otra estancia al golpear uno de ellos un muro con un zapapico.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Gian Maria al capataz.

– Ese hombre de ahí golpeó el muro y éste se derrumbó; hemos encontrado otra habitación con algunos restos de tablillas. He mandado llamar a la señorita Clara.

En ese momento Clara llegaba corriendo seguida por Fátima.

– ¿Qué han encontrado? -preguntó.

– Otra estancia y más tablillas -respondió Gian Maria.

Clara pidió a los obreros que apuntalaran aquella habitación, además de recoger todas las tablillas que hubiera. Gian Maria se sentó en el suelo para echar un vistazo a los nuevos hallazgos. Le dolían los ojos de tanto leer aquellos signos desdibujados por el paso del tiempo, pero sabía que tarde o temprano Clara le pediría que examinara las tablillas encontradas.

No halló ninguna que le llamara la atención y con cuidado empezó a alinearlas para que los obreros las trasladaran al campamento, donde desde los últimos días estaban guardando en un contenedor algunas de las piezas que Picot no se había llevado consigo.

Pensó en lo bien que les había venido el regreso de Ante Plaskic. Ahmed Huseini había llamado a Clara para anunciarle que el croata, en el último momento, había decidido que-darse en Irak y regresar a Safran sin hacer caso de la opinión de Picot que, enfadado, había dicho que se desentendía de la suerte que pudiera correr.

Ante Plaskic había convencido a Ahmed para que le facilitara el regreso a Safran, a pesar de que éste le aseguró que Clara no se quedaría más de una semana. Fue tanta su insistencia que pese a la situación caótica que se vivía en Bagdad logró enviarle de vuelta en un helicóptero militar. Desde que había llegado no había dejado de trabajar ayudando a Clara en su empeño por seguir excavando.

– ¿Cuántas tablillas hay? -le preguntó Clara a Gian Maria, sobresaltando al sacerdote, que estaba concentrado en la clasificación de las tablillas bajo la atenta mirada de Ante Plaskic.

– ¡Uy, qué susto me has dado! -exclamó Gian Maria.

– ¿Merecen la pena? -insistió Clara.

– No lo sé, algunas son restos de transacciones comerciales, otras parecen oraciones, pero no me ha dado tiempo a examinarlas a fondo. De todas maneras mañana las meteremos en el contenedor, porque supongo que las querrás llevar a Bagdad.

– Sí, pero me gustaría que hicieras un esfuerzo y… bueno, las examinaras con atención, por si acaso…

– ¡Clara! ¿Aún crees que vas a encontrar esas tablillas que buscaba tu abuelo?

– ¡Están aquí! ¡Tienen que estar aquí! -le respondió Clara irritada.

– Vale, no te enfades. Al menos sé realista: apenas si quedan obreros; Ayed hace todo lo que puede, pero los hombres se están yendo. Les reclama el ejército, y otros… bueno, ya sabes lo que pasa, prefieren cuidar de sus casas, parece que huelen la guerra.

– Tenemos dos días, Gian Maria, sólo dos días; dentro de dos días Ahmed nos sacará de aquí. El ministerio da por cancelada la excavación.

Ante Plaskic asistía en silencio a la conversación entre Gian Maria y Clara. En realidad nunca decía nada, sólo estaba allí.

Clara estaba muy nerviosa y conmocionada desde el asesinato de su abuelo para preocuparse por nada ni por nadie que no fuera ella misma y su deseo de encontrar las tablillas de Shamas. De manera que poco le importaba que el croata hubiese regresado, ni siquiera se había preguntado los motivos; le había recibido con indiferencia, en realidad no le necesitaba para nada.

Su relación con Gian Maria era distinta. Había llegado a sentir afecto por el sacerdote, la clase de afecto que se tiene a un niño. Gian Maria siempre estaba cerca de ella, dispuesto a ayudarla, y ella se lo agradecía sin palabras.

Sólo habían pasado unos días desde que se habían ido Picot y el equipo de arqueólogos, pero a Clara se le antojaba una eternidad. Donde antes estaba el campamento siempre bullicioso ahora no había nada, excepto los almacenes vacíos y una calma permanente. El tiempo había vuelto a detenerse en aquel lugar perdido del sur de Irak.

Apenas quedaban obreros, ya que el ejército estaba movilizando a todos los hombres. Los que se habían quedado la miraban de manera diferente, o al menos eso percibía Clara, segura de que la ausencia de su abuelo había supuesto una merma en la consideración que le tenían aquellos hombres.

Sólo la presencia de Ayed Sahadi garantizaba cierto orden y que los obreros trabajaran sin apenas descanso.

Clara sabía que el 20 de marzo comenzaría la invasión y que debía estar fuera de Irak a lo más tardar el 19, pero sentía que algo la retenía en aquella tierra polvorienta y apuraba el tiempo, consciente de que si se quedaba podía morir. Los aviones de combate no distinguen a los amigos de los enemigos, a los traidores de los leales.

El reloj marcaba las cinco de la mañana cuando el timbre del teléfono móvil la despertó. Cuando escuchó la voz alarmada de Ahmed se asustó.

– Clara…

– ¡Dios mío, Ahmed! ¿Qué sucede?

– Clara, debes venirte ya.

– ¿Hay… hay alguna novedad?

– Estoy preocupado.

– Estás desbordado.

– Dilo como quieras, pero no deberías apurar el tiempo hasta el final. Anoche hablé con Picot, está exultante.

– ¿Dónde está?

– En París.

– ¿París?-suspiró Clara.

– Dice que ha empezado a moverse para poner en marcha la exposición y quiere saber si al final tú vas a ir.

– ¿Ir adónde?

– No sé, supongo que a donde la vayan a organizar, no se lo he preguntado.

– ¿Y tú, Ahmed, irás?

– Quiero acompañarte -respondió Ahmed con prudencia.

Sabía que el Ministerio del Interior grababa todas las conversaciones, y que después del asesinato de Alfred Tannenberg Palacio había ordenado una investigación exhaustiva. En el entorno de Sadam siempre habían estado obsesionados por la traición, de manera que creían que el asesino de Tannenberg pertenecía al círculo del anciano.

– Son las cinco de la mañana, si no tienes nada más que decirme…

– Sí, que debes de venir, hoy es 17 de marzo…

– Ya lo sé, me quedaré hasta el 19, hoy hemos encontrado otra estancia y varias decenas de tablillas.

– No, Clara, no debes quedarte. Debes estar en Bagdad, en tu casa. El ejército va a movilizar a todos los hombres, apenas tienes obreros que te ayuden.

– Dos días más, Ahmed.

– No, Clara, no; hoy te enviaré el helicóptero…

– Hoy no me iré, Ahmed, al menos espera a mañana.

– Mañana pues, al amanecer.

* * *

Gian Maria no había dormido en toda la noche. Se había quedado despierto para seguir clasificando las últimas tablillas halladas antes de que los obreros las embalaran para depositarlas en el contenedor que llevarían hasta Bagdad.

Le dolían los ojos de tanto fijar la mirada en los signos difusos grabados en el barro. Aún le quedaban unas cuantas tablillas por examinar cuando cogió al azar una de ellas. El sacerdote dio un respingo y a punto estuvo de que la tablilla se cayera y se hiciera añicos. En la parte superior de la tabilla aparecía el nombre de Shamas. Sintió que se le aceleraba la respiración y comenzó a leer pasando el dedo por las líneas regulares de los signos cuneiformes.

«En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas.

»Dijo Dios: "Haya luz", y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien, y apartó Dios la luz de la oscuridad; y llamó Dios a la luz "día", y a la oscuridad la llamó "noche". Y atardeció y amaneció: día primero.» [13]

Las lágrimas arrasaron los ojos del sacerdote. Se sentía profundamente conmovido y sintió la necesidad perentoria de ponerse de rodillas y dar gracias a Dios.

Abrazó aquel trozo de barro lleno de signos dibujados más de tres mil años atrás por un escriba que aseguraba que el patriarca Abraham le había dictado la historia de la Creación para que los hombres supieran la Verdad.

Aquella tablilla de barro recogía las palabras de Abraham inspiradas por Dios y que muchos siglos más tarde se recogerían en el libro por excelencia que es la Biblia.

Gian Maria a duras penas pudo seguir leyendo, tan grande era la emoción que sentía.

«Dijo Dios: "Haya un firmamento por en medio de las aguas, que las aparte unas de otras". E hizo Dios el firmamento; y apartó las aguas de por debajo del firmamento, de las aguas de por encima del firmamento. Y así fue. Y llamó Dios al firmamento "cielos". Y atardeció y amaneció: día segundo…». [14]

Continuó leyendo sin darse cuenta de que lo hacía en voz alta. Se sentía cerca de Dios como nunca antes se había sentido. Y supo que, además de aquella tablilla, en el montón que aún quedaba por clasificar encontraría otras con la firma de Shamas.

Comenzó a buscar, ansioso, fijándose en la parte superior de las tablillas allí donde los escribas ponían su nombre. Primero encontró un trozo de tablilla, luego otros, y así, logró juntar, entre pedazos y tablillas enteras, ocho, ocho trozos de barro con el nombre de Shamas.

El sacerdote rezaba, reía, lloraba, tal era el cúmulo de emociones que le embargaban según iba encontrando las tablillas de barro en aquella pila descubierta hacía unas horas.

Sabía que debía avisar a Clara, pero sentía la necesidad de degustar en soledad aquel momento, para él cargado de espiritualidad. Aquello era un milagro, se decía, y daba gracias a Dios por haberle elegido para ser él quien diera con aquel barro cocido en que estaba impreso el rastro divino.

Intentaba descifrar aquellos signos cuidadosamente grabados por el cálamo de Shamas, y pensaba en quién sería aquel escriba, por qué conocía al patriarca Abraham y cómo éste había llegado a contarle la historia de la Creación.

[13] Biblia de Jerusalén, Génesis, I, 1.


[14] Íbid , I, 6.


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