Se preguntaba, también, por el extraño recorrido de aquel hombre cuyas primeras tablillas las escribió en Jaran, puesto que fue allí donde el abuelo de Clara encontró las dos tablillas que describían que el patriarca Abraham iba a relatarle el Génesis. Y, sin embargo, el mismo Shamas había dejado su huella también en Safran, en aquel templo cerca de Ur, donde habían encontrado restos de tablillas con disposiciones legales, comunicados oficiales, listas de plantas, poemas…
En algunas aparecía el nombre de Shamas, en otras los nombres de otros escribas.
La estancia donde habían aparecido los últimos restos de tablillas no era extraordinaria. Más bien pequeña, sin ninguna decoración, sólo las muescas en las paredes donde antaño habría habido las baldas en que los escribas colocaban las tablillas. Aunque Clara había dicho que aquélla parecía la habitación de un hombre, por las escasas dimensiones, y porque los restos de tablillas encontrados no eran los habituales; allí sólo habían encontrado fragmentos de poemas, lo que indicaba que aquélla no era una dependencia oficial del templo, acaso el lugar de trabajo del un-mi-a , el maestro.
Gian Maria pensó en el giro que había dado su vida en los últimos meses. Había dejado atrás la seguridad de los muros vaticanos, la rutina confortable compartida con otros sacerdotes, la tranquilidad de espíritu.
Ya no recordaba cuándo fue la última vez que durmió de un tirón, porque desde antes de dejar Roma en busca de Clara, todas sus noches habían estado pobladas de miedos. Miedo a no ser capaz de detener la mano dispuesta a perpetrar un crimen.
De nuevo los ojos se le llenaron de lágrimas mientras leía las palabras que le transportaban al instante en que Dios creó al hombre:
«Y dijo Dios: "Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra".
»Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó.
»Y bendíjolos Dios, y díjoles Dios: "Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra".
»Dijo Dios: "Ved que os he dado toda hierba de semilla que existe sobre la haz de toda la tierra, así como todo árbol que lleva fruto de semilla; para vosotros será de alimento". [15]
La luz se filtraba por la ventana cuando Gian Maria se dio cuenta de que Ante Plaskic le observaba. No había percibido la llegada del croata, tan ensimismado estaba en la lectura de las tablillas.
– ¡Ante, no imaginas lo que he encontrado!
– Dímelo -respondió con sequedad el croata.
– Tenía razón el abuelo de Clara, él siempre creyó que el patriarca Abraham nos legó la historia de la Creación, y aquí está, las tablillas existen, míralas…
El croata se acercó a Gian Maria y cogió una de las tablillas. Le parecía increíble que los hombres pudieran matar por aquel pedazo de barro, pero así era, y él tendría que hacerlo si alguien intentaba impedir que se hiciera con ellas.
– ¿Cuántas son? -preguntó Ante.
– Ocho, he encontrado ocho. Doy gracias a Dios porque haya querido brindarme este favor -respondió alegre el sacerdote.
– Debemos envolverlas bien para que no sufran ningún daño, si quieres te ayudo -se ofreció el croata.
– No, no, antes debemos avisar a Clara. Sé que nada la puede compensar por la pérdida de su abuelo, pero al menos habrá cumplido su sueño. ¡Esto es un milagro!
En ese momento Ayed Sahadi entró en el almacén y miró de arriba abajo a los dos hombres.
– ¿Qué pasa? -les preguntó con un tono de desconfianza.
– ¡Ayed, tenemos las tablillas! -exclamó Gian Maria, contento como un niño.
– ¿Las tablillas? ¿Qué tablillas? -preguntó Ayed.
– ¡La Biblia de Barro ! El señor Tannenberg tenía razón. Clara tenía razón. El patriarca Abraham explicó a un escriba su idea sobre el origen del mundo. Es un descubrimiento revolucionario, un gran descubrimiento en la historia de la humanidad -le aclaró cada vez más emocionado Gian Maria.
El capataz se acercó a la mesa donde estaban alineadas las ocho tablillas, tres de ellas reconstruidas porque estaban rotas en pedazos. Pedazos colocados por Gian Maria hasta hacerlas legibles. Allí no se podían restaurar, eso deberían de hacerlo expertos, y Gian Maria soñaba con que Clara le permitiera llevar las tablillas a Roma, que las examinaran los científicos del Vaticano, incluso que las reconstruyeran con las avanzadísimas técnicas con que contaban.
Aquélla había sido la noche más importante de su vida, pensó Gian Maria, que continuaba orando sin por eso dejar de hablar con Ayed Sahadi y con Ante Plaskic.
El capataz pidió a Gian Maria que se acercara hasta la casa de Clara. No quería dejar al croata a solas con las tablillas. El sacerdote aceptó sin rechistar y salió con paso presuroso hacia la casa de Clara. La encontró ya vestida y tomando una taza de té junto a Fátima.
– Veo que has madrugado -le dijo a modo de saludo.
– Clara, la Biblia de Barro existe -alcanzó a decir emocionado.
– ¡Por supuesto que existe! Estoy segura de ello, al fin y al cabo tengo dos tablillas que lo demuestran.
– La tenemos, tenemos la Biblia de Barro , la hemos encontrado.
Clara le miró asombrada, sin acabar de entenderle. Gian Maria siempre decía cosas que la desconcertaban.
– Estaban allí, en esa estancia que descubristeis ayer; son ocho, ocho tablillas de veinte centímetros de largo. Son… ¡son la Biblia de Barro !
Clara Tannenberg se había puesto en pie, presa de una agitación incontrolada.
– Pero ¿qué dices? ¿Dónde están? ¡Dime qué hemos encontrado!
Gian Maria la cogió de la mano y tiró de ella. Salieron de la casa y fueron corriendo hasta el almacén, mientras el sacerdote le iba contando lo sucedido durante esa noche.
Ayed Sahadi y Ante Plaskic denotaban la tensión del momento. Los dos hombres se miraban midiéndose, pero Clara no les prestó atención. Se dirigió hacia la mesa donde estaban colocadas las ocho tablillas.
Cogió una de ellas buscando el nombre del escriba y sintió una oleada de emoción al ver en la parte superior los signos cuneiformes con el nombre de Shamas. Luego empezó a leer en silencio aquellos signos grabados como cuñas en el barro más de tres mil años atrás.
No pudo evitar las lágrimas y Gian Maria se contagió de la emoción de Clara. Lloraban y reían al tiempo, mientras revisaban una y otra vez las tablillas, tocándolas para sentirse seguros de que efectivamente estaban allí y no eran fruto de ningún sueño.
Después las envolvieron cuidadosamente y Clara insistió en tenerlas cerca.
– Las colocaré en la misma caja que las otras, no quiero separarme ni un segundo de ellas.
– Deberíamos ponerlas bajo vigilancia -sugirió Ayed Sahadi.
– Ayed, me tienes las veinticuatro horas bajo vigilancia, de manera que si las tablillas están conmigo estarán seguras.
Ayed Sahadi se encogió de hombros; no tenía ganas de pelear con aquella mujer testaruda a la que deseaba perder de vista cuanto antes. Si no fuera porque el Coronel le había exigido que la protegiera aun con su vida, se habría marchado dejándola a su suerte.
– ¿Cuándo nos iremos de aquí? -preguntó Ante Plaskic.
– Acabas de llegar y ya te quieres ir -le respondió Clara.
– Bueno, pensé que aún podía serle útil, por eso regresé -se excusó el croata.
– Quiero que los obreros intenten despejar un poco más la zona en que hemos encontrado las tablillas; quizá nos iremos pasado mañana.
– No, nos iremos esta tarde. Acabo de telefonear al Coronel y nos envía un helicóptero para que regresemos a Bagdad esta misma tarde.
– ¡Pero no podemos irnos ahora! ¡Debemos buscar más! -gritó Clara con desesperación.
– ¡Usted sabe que no puede quedarse más tiempo, que debe irse! ¡No tiente a la suerte y no ponga en peligro la vida de los demás! -le gritó a su vez Ayed Sahadi ante el asombro de Clara.
– ¡No me grite! -protestó Clara.
– No le he gritado, y si lo he hecho… Bien, yo tengo mis órdenes y las cumpliré. Prepárense, nos iremos esta tarde.