– Hecho -dijo Georg-, y ahora pongámonos a pensar qué haremos cuando salgamos de Alemania…
Mercedes deliraba. Carlo, Hans y Bruno la miraban asustados temiendo verla morir. Ellos habían sobrevivido de milagro, allí tirados sobre los fríos escalones donde habían caído sus madres, pateados por los guardias que les dieron por muertos. Después cuando los hombres importantes de Berlín se metieron en la enfermería para contemplar las operaciones en vivo, nadie pareció interesarse por los cadáveres que yacían en las «escaleras de la muerte», ni tampoco por aquellos niños heridos más muertos que vivos.
Cuando Hans se acercó a socorrer a Mercedes uno de los centinelas le había golpeado hasta hacerle perder el sentido. Aun así, pudo escuchar el grito de su madre pidiéndole que viviera.
Un equipo de prisioneros fue obligado a limpiar las «escaleras de la muerte» y, como pudieron, levantaron a aquellos niños y les trasladaron a uno de los pabellones. Les colocaron sobre un camastro y un médico polaco, llamado Lechw, intentó reanimarles con poco más que trozos de tela empapada en agua con los que les limpió la sangre.
La niña era la que se hallaba en peor estado. Estaba inconsciente y el prisionero polaco maldecía en voz baja, impotente por carecer de medios para poder curarla. Pensó que a los críos les dejarían allí puesto que habían perdido a sus madres, pero a la niña o bien la rematarían o la harían desaparecer en la enfermería, de la que pocos enfermos lograban salir con vida.
El médico polaco cosió la cabeza de Mercedes con la aguja y el hilo con los que los presos remendaban su ropa. Uno de los prisioneros, un ruso, sacó de no se sabía dónde una botella con restos de vodka que le tendió al doctor para desinfectar la cabeza de la niña. Ésta gemía y se retorcía de dolor, pero no lograba salir de la inconsciencia provocada por los golpes.
Uno de los prisioneros alertó sobre las consecuencias de tener allí a una niña.
– Si la descubren le pueden hacer cualquier cosa y a nosotros también…
– ¿Y qué sugieres, que se la entreguemos al kapo? Ese hijo de puta de Gustav sería capaz de estrangularla con sus propias manos. Dudo que la llevaran al comando de las mujeres de donde vinieron estos críos… -respondió el médico.
– En realidad, no se sabe si es una niña o un niño con este pelo rapado -terció otro de los prisioneros.
– ¡Pero vosotros estáis locos! ¡Si la descubren nos molerán a palos! -dijo un hombre ya entrado en años.
– Yo no la voy a entregar, haced lo que queráis -respondió el polaco, mientras le limpiaba los restos de sangre de la cabeza.
Aquella niña le recordaba a la suya, que no sabía qué suerte había podido correr. Unos amigos le habían asegurado que protegerían a su mujer y a su hija, pero ¿habrían podido hacerlo o su pequeña estaría en un campo como el de Mauthausen? Si era así, pedía a Dios que alguien tuviera piedad de ella, la misma que él sentía por aquella chiquilla que yacía inconsciente y que no estaba seguro de que consiguiera sobrevivir.
– Por favor, no la entreguen.
Los hombres miraron al niño que horas antes había intentado defender a su madre y a su hermana en las escaleras de la muerte.
– ¿Cómo te llamas? -le preguntó el médico polaco.
– Carlo Cipriani, señor.
– Pues bien, Carlo, tenéis que ayudarnos a que no nos descubran. Procurad que nadie se fije en vosotros, es difícil pasar inadvertidos para los kapos, pero no imposible -explicó el polaco.
– Sí, señor, lo haremos, ¿verdad? -dijo Carlo dirigiéndose a sus amigos Bruno y Hans.
Los niños asintieron, por nada del mundo harían nada que delatara a Mercedes. Luego se sentaron en el suelo, cerca del camastro donde se encontraba la pequeña, a la espera de que la vida volviera a ella. También ellos estaban heridos, aunque las que más sangraban eran las heridas del alma. Habían asesinado brutalmente a sus madres ante sus ojos, haciéndoles sentirse impotentes por no poder ayudarlas.
Aquella noche Mercedes estuvo en coma navegando por las espesuras de las tinieblas próximas a la muerte. Fue un milagro que a la mañana siguiente recuperara el conocimiento, según aseguró el médico polaco.
Carlo apretó la manita de Mercedes apenas la vio abrir los ojos. La había velado toda la noche junto a Hans y Bruno. Los tres habían rezado, pidiéndole a un Dios que no conocían que se apiadara de su amiga. El médico les dijo que Dios les había escuchado, arrancándola de la penumbra.
Cuando los kapos llegaron al pabellón ordenando a los hombres que salieran a formar, no prestaron atención a los niños heridos que se guarnecían en un rincón aterrados.
Habían tapado a Mercedes y apenas se la distinguía, y nadie se acercó al camastro a ver el pequeño bulto que ni siquiera se movía.
En cuanto estuvieron solos, Hans le dio a Mercedes de beber un poco de agua. La niña le miró agradecida; le dolía la cabeza, estaba mareada, pero sobre todo tenía miedo, un miedo profundo que había anidado en sus entrañas. Sentía el sabor de la sangre en los labios, la sangre del hermano muerto que aquel hombre de las SS le había tirado a la cara.
– Tenemos que matarle -susurró Carlo y sus tres amigos le observaron expectantes.
Ellos apenas se podían mover por los golpes recibidos y las heridas mal curadas, pero se acercaron más para escuchar las palabras del niño dichas en apenas un murmullo.
– ¿Matar? -preguntó Mercedes.
– Tenemos que matarle, él ha matado a nuestras madres -insistió Carlo.
– Y nuestros hermanitos ya… ya no podrán nacer -dijo Mercedes con los ojos llenos de lágrimas.
Ni Hans, ni Bruno ni Carlo dejaron escapar lágrima alguna, a pesar del enorme dolor que les atenazaba el alma.
– Mi madre decía que cuando deseas mucho algo se cumple -dijo tímidamente Hans.
– Yo quiero que le matemos -insistió Carlo.
– Y yo también -dijo Bruno.
– Y yo -afirmó Mercedes.
– Pues le mataremos -dijo por último Hans-, pero ¿cómo?
– En cuanto podamos -respondió Bruno.
– Aquí será difícil -señaló un apesadumbrado Hans.
– Pues cuando salgamos de aquí, no estaremos mucho tiempo -insistió Bruno.
– Eso es casi imposible, no creo que salgamos vivos de aquí -sentenció Hans.
– Mi madre decía que los aliados van a ganar, ella lo sabía -insistía Bruno.
– ¿Quiénes son los aliados? -preguntó Mercedes.
– Pues los que están contra Hitler -le respondió Hans.
– Lo juraremos -propuso Carlo.
Colocaron sus manos sobre la de Mercedes y cerraron los ojos, conscientes de la solemnidad del momento.
Juramos que mataremos a ese hombre malvado que ha matado a nuestras madres y a nuestros hermanos.
Los niños repitieron las palabras de Carlo y ratificaron con la mirada que cruzaron aquel juramento que les obligaría por el resto de sus vidas. Mantuvieron las manitas juntas, apretándolas para imprimir fuerza al juramento y darse ánimos.
Pasaron el resto del día imaginando el momento en que le matarían, discutiendo sobre el cómo y con qué. Cuando por la noche llegaron los hombres al barracón les encontraron ateridos de frío, hambrientos, pero con una mirada brillante en los ojos que no supieron explicarse más que por la fiebre que los cuatro tenían como consecuencia de las heridas sufridas.
El médico polaco les examinó y en su rostro se dibujó la preocupación. Mercedes tenía infectada una de las heridas de la cabeza. La volvió a lavar con restos del vodka de aquel prisionero ruso con dotes para hacerse con lo que no era suyo.
– Necesitamos medicamentos -sentenció el médico.
– No te atormentes, no hay nada que hacer -respondió otro prisionero polaco, un ingeniero de minas.
– ¡No voy a rendirme! ¡Soy médico y lucharé por la vida de estos niños hasta el último aliento que me quede!
– No os enfadéis -terció otro polaco-. Éste de aquí -dijo señalando al ruso- conoce a los que limpian la enfermería, a lo mejor puede pedirles que nos traigan algo.
– Pero lo necesito ahora -se quejó el médico.
– Danos tiempo -pidió su amigo.
Amanecía cuando el médico polaco sintió que le presionaban el brazo. Se había quedado dormido mientras intentaba guardar el sueño de los niños. Su amigo y el ruso le entregaron un envoltorio y luego cada uno se fue a su catre.
El médico desenvolvió con cuidado el pequeño paquete y tuvo que reprimir un grito de alegría cuando vio el contenido. Vendas, desinfectante y analgésicos constituían el mejor botín jamás soñado.
Se levantó con cuidado para no despertar a nadie y observó el sueño inquieto de los cuatro niños. Quitó el trozo de tela con que había envuelto la cabeza de Mercedes y procedió a desinfectarle de nuevo la herida. La niña se despertó y él le hizo una seña para que no gritara y aguantara el dolor. La pequeña mordió la manta con que se tapaba y, pálida como la muerte, se quedó quieta mientras el médico parecía ensimismado curándole la herida. Luego aceptó el vaso de agua y las dos píldoras que éste le dio.
Hans, Bruno y Carlo también recibieron los cuidados del médico, que volvió a curarles las heridas que cubrían sus pequeños cuerpos. Asimismo, recibieron un analgésico para aguantar mejor el dolor, al que casi se habían acostumbrado.
– He escuchado a uno de los kapos decir que la guerra va mal -afirmó un comunista español mientras observaba cómo el médico polaco terminaba de curar a los niños.
– ¿Y te lo crees? -le respondió el doctor.
– Sí, me lo creo. Se lo estaba contando a otro de los kapos, al parecer había escuchado un comentario de uno de los oficiales que vinieron de Berlín. Y tengo un amigo que limpia en la sala de radio que asegura que los alemanes están nerviosos, escuchan la BBC a todas las horas del día y que algunos empiezan a preguntarse qué será de ellos si Alemania pierde la guerra.
– ¡Dios te oiga! -exclamó el polaco.
– ¿Dios? ¿Qué tiene que ver Dios con esto? Si Dios existiera no habría permitido esta monstruosidad. Yo nunca creí en Dios, pero mi madre sí y supongo que estará rezando para verme regresar algún día. Pero si salimos de aquí no habrá sido Dios quien nos saque, sino los aliados. ¿Es que tú crees en Dios? -preguntó el español con un tono no exento de ironía.
– Yo sí, si no fuera así no habría soportado esto. Él me está ayudando a sobrevivir.
– ¿Y por qué no ha echado una mano a las madres de estos pobres desgraciados? -le preguntó el español señalando a los niños.