Clara parecía conocerle y le trataba con cierta familiaridad, pero él mantenía una distancia respetuosa con ella.
Los hombres le obedecían sin rechistar, e incluso el jefe de la aldea parecía encogido a su lado.
– ¿De dónde ha salido Ayed? -quiso saber Yves Pico
– Llegó un par de días después que nosotros. Clara asegura que le estaba esperando porque ha trabajado con su marido y con ella en otras ocasiones. No sé qué decirte, parece un militar -respondió Fabián.
– Sí, eso me ha parecido a mí; puede que sea un espía de Sadam -afirmó Yves.
– Bueno, tenemos que contar con que nos van a vigilar y que habrá espías hasta en la sopa. Esto es una dictadura y estamos en vísperas de una guerra, de manera que no podemos extrañarnos de que ese Ayed sea un espía -aseguró con enorme naturalidad Marta.
– No termina de gustarme -se quejó Yves.
– Esperemos a ver cómo actúa -sugirió Marta.
Esa tarde, una vez que todo el equipo estuvo instalado, Yves les reunió para explicarles el plan de trabajo. Todos eran profesionales, los estudiantes que les habían acompañado estaban, en los últimos cursos de carrera y algunos ya habían participado en otras excavaciones, de manera que Yves no tuvo que perder el tiempo diciendo ni una palabra de más.
A las cuatro de la mañana estarían en pie. Entre cuatro y cinco menos cuarto todo el mundo tendría que haber pasado por las duchas y desayunado, e inmediatamente, antes de las cinco estar ya en el lugar de la excavación. A las diez harían un breve descanso de un cuarto de hora y continuarían trabajando hasta las dos. De dos a cuatro almorzarían y tendrían tiempo para descansar; a partir de las cuatro de nuevo comenzarían a trabajar hasta que se fuera el sol.
Nadie se quejó, ni el equipo formado por Yves ni tampoco los contratados de las aldeas. Éstos iban a recibir el salario en dólares, y la cantidad era diez veces más de lo que ganarían en un mes, por lo que estaban dispuestos a trabajar cuanto fuera necesario.
Cuando terminó la reunión un joven de estatura media, con gafas y aspecto de no haber roto un plato en su vida, se acercó a Yves Picot.
– Tengo dificultades con la instalación de los ordenadores. La corriente eléctrica es muy débil y los equipos muy potentes.
– Hable con Ayed Sahadi; él le dirá cómo resolverlo -fue la respuesta de Picot.
– No te cae bien. -El comentario de Marta sorprendió a Yves Picot.
– ¿Por qué lo dices?
– Porque se te nota. En realidad Ante Plaskic no le cae bien a nadie. No sé por qué le metiste en la expedición.
– Me lo recomendó un amigo de la Universidad de Berlín.
– Supongo que todos tenemos prejuicios y es inevitable pensar en la matanza de bosnios a cargo de los serbios y los croatas, y Ante es croata.
– Mi amigo me explicó que era un superviviente, que su aldea también fue arrasada por los bosnios en represalia a una matanza que sus compatriotas habían hecho anteriormente. No lo sé. En aquella guerra maldita quienes sufrieron y llevaron la peor parte fueron los bosnios, de manera que puede que tengas razón y me afloren los prejuicios aun sin pretenderlo.
– A veces nos movemos con esquemas muy simples: esto es bueno y esto es malo, éstos son todos buenos y éstos son todos malos, y no perdemos el tiempo en matices. Puede que Ante sea de verdad una víctima de aquella guerra.
– O puede que fuera un verdugo.
– Era muy joven -insistió Marta porque le encantaba hacer el papel de abogado del diablo.
– No tanto. Ahora debe de estar cerca de los treinta, ¿no?
– Creo que tiene veintisiete años.
– En la guerra civil yugoslava había matando críos de catorce y quince años.
– Mándale para casa.
– No, como tú dices, no sería justo.
– Yo no he dicho eso -protestó Marta.
– Probaremos y si continúo sintiendo esta incomodidad cada vez que le veo, te haré caso y le enviaré de vuelta. Fabián se acercó acompañado de Albert Anglade, el ayudante de Picot.
– Os veo meditabundos, ¿qué pasa?
– Hablamos de Ante -respondió Marta.
– Que a Yves no le gusta ni un pelo y ya se ha arrepentido de haberle hecho venir, ¿me equivoco?
Yves Picot soltó una carcajada ante el comentario de Albert. Le conocía bien, llevaban muchos años trabajando juntos podía intuir de antemano con quién se llevaría bien, con quién mal o quién le sería indiferente.
– Hay algo inquietante en él -continuó diciendo Albert- A mí tampoco me gusta.
– Porque es croata, sólo por eso -afirmó Marta.
– Chicos, éstos son prejuicios racistas.
El comentario de Fabián fue como una patada en lo más hondo de sus convicciones. Todos odiaban cualquier idea racista, y pensar que podían tener un atisbo de discriminación contra alguien por su origen les repelía.
– Vaya golpe bajo -se quejó Yves.
– Es que esta conversación no es de recibo -dijo muy serio Fabián-. No podemos juzgar a una persona por lo que hayan hecho otras de su mismo país o comunidad.
– Tienes razón, pero en realidad no sabemos mucho de él -terció Albert echando un capote a Yves.
– Bueno, cambiemos de conversación. ¿Dónde está Clara? -preguntó Marta.
– Con Ayed Sahadi. Se han quedado hablando con los obreros. Luego creo que ha dicho que se iba a acercar al lugar de la excavación con algunos de los nuestros que querían echar una ojeada -respondió Fabián.
Ayed Sahadi era lo que parecía, es decir un militar, miembro del servicio de contraespionaje iraquí, y protegido del Coronel.
Alfred Tannenberg le había pedido a su amigo que enviara a Safran a Ayed, al que conocía por haber colaborado en algunos de los negocios en los que participaba el Coronel.
El comandante Sahadi tenía fama de sádico. Si algún enemigo de Sadam caía en sus manos, rezaba para morir cuanto antes, porque corrían historias terribles de las largas agonías a las que sometía a sus víctimas.
Su misión en Safran era, además de proteger la vida de Clara, intentar descubrir a los hombres que Alfred Tannenberg estaba seguro que enviarían sus amigos para hacerse con la Biblia de Barro .
Sahadi había colocado a algunos de sus hombres entre los trabajadores contratados para la excavación. Soldados como él, bregados en el contraespionaje, que sacarían un buen puñado de dólares si tenían éxito en este particular encargo.
Clara conocía a Ayed de haberle visto en algunas ocasiones en la Casa Amarilla acompañando al Coronel. Su abuelo le había dejado claro que Ayed iba a convertirse en su sombra y que ella debía de imponerle como encargado de los trabajadores, de la misma manera que había insistido en que Haydar Annasir formara parte del equipo para coordinarse con Ahmed en Bagdad y con él mismo.
Sabiendo de la inutilidad de negarse ante los deseos de su abuelo, Clara había aceptado aunque a regañadientes.
Una campana despertó a los dormidos miembros del equipo arqueológico.
En una de las casas de adobe, donde se había improvisado una cocina, unas mujeres de la aldea repartían café y pan recién hecho con mantequilla y mermelada, además de fruta fresca.
Yves Picot odiaba madrugar, pero llevaba levantado desde las tres de la mañana porque no había podido pegar ojo, al contrario que Fabián y Albert, que para su desesperación se habían pasado la noche roncando.
Marta tampoco parecía de muy buen humor y desayunaba en silencio, respondiendo con monosílabos cuando se dirigían a ella.
La única que parecía feliz era Clara. Picot la observó de reojo, sorprendido de lo locuaz que podía resultar Clara a esas horas de la madrugada.
No eran las cinco de la mañana cuando comenzaron a trabajar. Todos sabían qué hacer, y cada arqueólogo dirigía a un grupo de trabajadores a los que daría instrucciones precisas.
Ante Plaskic se había quedado en el campamento, en la casa de adobe donde además de tener instalado el equipo informático disponía de un cuarto con un catre para dormir. Había sido una suerte que le dejaran ese espacio para él solo. Notaba la animadversión latente del equipo hacia él, pero había decidido hacer caso omiso a esas señales de antipatía. Estaba allí para hacerse con unas tablillas y matar a quien quisiera impedírselo; además, hacía mucho tiempo que había dejado de sentir la necesidad de que le aceptaran. Podía vivir sin el resto de la humanidad. Si por él fuera mataría uno a uno a todos los miembros de la misión.
Le sorprendió ver entrar en la estancia a Ayed Sahadi, puesto que le hacía con el resto de los trabajadores en la zona a excavar.
– Buenos días.
– Buenos días.
– ¿Necesita algo o está todo en orden? -le preguntó Ayed.
– Por ahora todo está bien, espero que estos trastos funcionen. Deberían de hacerlo, puesto que son los mejores que hay.
– Bien, si tiene algún problema como ayer, búsqueme, y si no pregunte a Haydar Annasir; él puede llamar a Bagdad para que intenten enviarnos lo que usted necesite.
– Lo haré. De todas formas, dentro de un rato iré a echar un vistazo a donde están trabajando; aquí todavía no hay mucho que hacer.
– Vaya cuando quiera.
Ayed Sahadi salió de la casa pensando en el informático. Había algo en él, en su rostro aniñado, en las gafas de intelectual, que se le antojaba impostura, pero se dijo a sí mismo que no podía empezar a ver fantasmas sólo porque se hubiese percatado del vacío que consciente o inconscientemente le hacían los demás. A él tampoco le gustaba ese croata, que seguramente habría asesinado a hermanos musulmanes, y eso que él no era un hombre cumplidor de la religión de Mahoma, sino todo lo contrario. Pero aun así sentía a los bosnios como los suyos.
La actividad era frenética alrededor del cráter y del edificio, que apenas dejaba vislumbrar una estancia donde en el pasado alguien había alineado cientos de tablillas en estantes de adobe. Decidió no quedarse mirando, sino participar del trabajo, y se situó al lado de Clara.
– Dígame en qué puedo ayudar -le dijo.
Clara no se lo pensó dos veces y le pidió que ayudara a despejar de arena el perímetro que habían señalado.