Enrique colocó una Biblia encima de la mesa y conminó a su mujer a colocar la mano sobre el libro.
Rocío estaba aterrada. Sentía que la petición de su marido entrañaba además una amenaza.
Juró con la mano encima de la Biblia que haría cuanto Enrique le ordenara; luego escuchó las instrucciones de su marido, que le descubrió que además de los papeles celosamente guardados en el banco debía destruir los que se encontraban en la caja fuerte que escondía detrás de un cuadro en el despacho.
Después, cuando volvió a quedarse a solas, Enrique llamó a George.
– Sí.
– Soy yo.
– ¿Alguna novedad?
– Que tienes razón. No podemos ser débiles con Alfred. Es capaz de destruirlo todo.
– De destruirnos a nosotros. Es él quien ha violado las normas. Yo también le quiero, pero es él o nosotros.
– Nosotros.
– Me alegro.
* * *
Los helicópteros aguardaban alineados en la base militar fuertemente custodiada por la Guardia Republicana. Ahmed Huseini explicaba al comandante de la base la importancia que tenía para Irak que la misión arqueológica de Safran llegara a buen término. El comandante le escuchaba aburrido. Tenía instrucciones precisas del Coronel para que trasladara a aquellos extranjeros y su cuantioso material a Safran y eso es lo que haría sin necesidad de que le dieran una lección sobre la antigua Mesopotamia.
Yves Picot y su ayudante, Albert Anglade, ayudaban a los soldados a colocar las cajas con el material en el helicóptero, y lo mismo hacían el resto de los miembros de la expedición, incluidas las mujeres, que eran observadas entre risas y cuchicheos por los soldados.
Picot había sido tajante a la hora de recomendarles que optaran por pantalones y botas, y camisas amplias, nada de shorts ni de camisetas ajustadas. Pero aun así, los soldados se regocijaban de tener a la vista ese grupo de occidentales con aspecto de no tener más problema que llegar sanas y salvas a Safran.
Cuando todo estuvo cargado y los miembros del equipo fueron distribuidos en los dos helicópteros restantes, Yves Picot buscó con la mirada a Ahmed.
– Siento que no nos acompañe -le dijo a modo de despedida.
– Ya le dije ayer que iré a Safran. No podré quedarme mucho tiempo, pero procuraré ir cada dos semanas a echar un vistazo. De cualquier modo, yo estaré en Bagdad y lo que surja lo podré resolver mejor desde mi despacho.
– Bien, espero no tener que molestarle.
– Les deseo éxito. ¡Ah, y confíe en Clara! Es una arqueóloga muy capaz y tiene un sexto sentido para detectar lo importante.
– Lo haré.
– Buena suerte.
Se estrecharon la mano e Yves subió al helicóptero. Unos minutos después desaparecían en la línea del horizonte. Ahmed suspiró. De nuevo había perdido las riendas de su propia vida, de nuevo estaba en manos de Alfred Tannenberg. El viejo no le había dejado lugar a dudas: o participaba en el negocio o le mataría. Mejor aún, le amenazó, sería la policía secreta de Sadam quien se encargaría de él por traidor.
Ahmed sabía que Alfred no tendría ningún problema para hacerle desaparecer en alguna de las cárceles secretas de Sadam en las que nadie sobrevivía.
Alfred le había dicho con desprecio que si la operación salía bien y además Clara encontraba las tablillas, podría irse a donde quisiera; no le ayudaría a escapar, pero tampoco se lo impediría.
De lo que sí estaba seguro Ahmed es de que Tannenberg había dispuesto que le siguieran noche y día. Él no veía a los hombres de Alfred, o acaso eran los del Coronel, pero ellos sí le veían a él.
Regresó al ministerio. Tenía mucho trabajo por hacer. Lo que Alfred le había pedido no era fácil de encontrar, aunque si alguien podía acceder a esa información era él.
Clara sintió una punzada de emoción cuando escuchó el ruido de los helicópteros. Picot se sorprendería al llegar y comprobar que ya estaban excavando.
Fabián y Marta se acercaron a ella. También ellos se sentían orgullosos del trabajo realizado.
Cuando Picot puso pie en tierra Fabián se le acercó y se abrazaron.
– Te echaba de menos -dijo Picot.
– Yo también -respondió Fabián riendo.
Marta y Clara animaban a Albert Anglade, que acababa, de bajar del helicóptero pálido como la nieve. A una indicación de Clara, apareció un aldeano con una botella de agua y un vaso de plástico.
– Beba, le sentará bien.
– No creo que pueda -se lamentaba Albert, resistiéndose a beber el agua.
– Vamos, se te pasará; yo también me mareé -le consolaba Marta.
– Te aseguro que no volveré a subirme a un chisme de esos en mi vida -afirmaba Albert-. Regresaré a Bagdad en coche.
– Y yo también -respondió entre risas Marta-, pero bébete el agua. Clara tiene razón, te sentirás mejor.
Fabián le mostró orgulloso a Yves el campamento, las casas de adobe en donde montarían los laboratorios e irían clasificando las tablillas y objetos que fueran encontrando, el lugar donde instalarían los ordenadores, la casa de una sola pieza donde se reunirían para hablar y debatir sobre el trabajo realizado, las duchas, las letrinas, las tiendas impermeabilizadas donde viviría parte de la expedición los próximos meses, a no ser que quisieran instalarse en las habitaciones que algunas campesinos estaban dispuestos a alquilar.
Entraron en una de las casas, donde Fabián había organizado un despacho del que dijo sería como el puente de mando. Albert, que les seguía a duras penas, se desplomó en una silla mientras Marta y Clara le insistían en que bebiera agua al tiempo que le daban también un vaso a Picot.
– Buen trabajo -afirmó Yves Picot-. Ya sabía yo que teníais que venir vosotros por delante.
– En realidad ya hemos comenzado a trabajar -afirmó Marta-. Llevamos un par de días despejando la zona y probando las habilidades de los obreros. Hay de todo, pero es gente bien dispuesta, así que estoy segura de que trabajarán duro.
– Además, aunque no te lo he consultado, he nombrado a Marta capataz, e incluso le he regalado un látigo -dijo riendo Fabián-. Nos ha organizado a todos, bueno en realidad nos ha militarizado. Pero los obreros están encantados y no se mueven sin preguntarle a ella.
– Un buen capataz siempre es necesario -afirmó Picot siguiendo la broma-. Lo malo es que me ha dejado sin trabajo.
Clara les observaba divertida pero sin atreverse a participar. En los días pasados se había dado cuenta de que entre Fabián y Marta existía una sólida amistad pero nada más. Se notaba la complicidad entre ambos, se entendían con la mirada e intuía que en el caso de Fabián y Picot sucedería algo semejante.
– ¿Dónde dormimos nosotros? -preguntó Albert, que no lograba recuperarse del mareo.
– En la casa de al lado he dispuesto un cuarto para ti, otro para Yves y otro para mí. Es una casa de cuatro piezas, pero cabemos los tres. O si lo prefieres, miro la lista de los campesinos que ofrecen habitación… -le explicó Fabián.
– No, me parece bien, y si no os importa me voy a echarme un rato -casi suplicó Albert.
– Le acompaño para decirle dónde es -se ofreció Clara. Cuando Clara y Albert salieron Yves se dirigió a Fabián.
– ¿Algún problema?
– Ninguno. Aquí todos sienten por Clara un respeto reverencial. Ella no pone objeciones a nada, y ha aceptado todas nuestras sugerencias; bueno, mejor dicho, las órdenes de Marta. Da su opinión, pero si no nos convence no pierde el tiempo en una discusión. Eso sí, aquí todos están pendientes de ella, quiero decir que en caso de conflicto le preguntarán y será a ella a quien obedezcan. Pero es muy inteligente y no hace ninguna exhibición de que tiene la sartén por el mango.
– Hay una mujer, Fátima, que la cuida como si fuera su madre. A veces la acompaña hasta la excavación. Y también hay cuatro hombres que no se separan de Clara ni de día ni de noche -apuntó Marta.
– Sí, ya me di cuenta en Bagdad; lleva protección, lo qué no es de extrañar dada la situación de Irak. Además, su marido es un hombre importante del régimen -afirmó Yves.
– No, no sólo por la situación del país -le cortó Marta-. El otro día sus guardias la perdieron de vista. Estaba conmigo; no podíamos dormir y nos levantamos antes del amanecer y fuimos a pasear. Cuando nos encontraron parecían como locos y uno de ellos le recordó que su abuelo les mataría si le sucedía algo e hizo alusión a unos italianos. Clara me miró y les hizo callarse.
– O sea, que la chica tiene enemigos… -dijo en voz alta Picot.
– No dejéis volar la imaginación -terció Fabián-; no sabemos a qué incidente se referían sus guardianes.
– Pero estaban aterrados, te lo aseguro -insistió Marta- Temían que pudiera pasarle algo, y parecían sentir un miedo atroz por lo que les haría el abuelo de Clara.
– Al que no hay manera de conocer -se lamentó Yves
– Y del que Clara no quiere hablar -comentó Marta.
– Intentamos que nos contase cuándo y cómo estuvo su abuelo en Jaran, pero no hay manera, no suelta palabra, esquiva las respuestas directas. Bueno, te vamos a enseñar el resto del campamento -propuso Fabián.
Yves les felicitó y se felicitó por haber logrado convencer a Fabián para que le acompañara en esta aventura. También valoró el trabajo de Marta. Era una mujer con una innata capacidad para organizar.
– He puesto nombres a las casas donde iremos trabajando y colocando el material -comentó Marta-. Donde hemos estado es «el cuartel general», donde iremos disponiendo las tablillas será lógicamente «la casa de las tablillas», el equipo de ordenadores lo colocaremos ahí -dijo señalando otra de las construcciones de adobe- y le llamaremos simplemente Comunicaciones. Los almacenes los llamaremos de la misma manera, sólo que con números.
El jefe de la aldea había organizado una recepción de bienvenida; compartieron el almuerzo con él y con algunos de los hombres más destacados del lugar. A Yves no le terminó de gustar el hombre que habían elegido como jefe de los obreros; no sabía por qué, puesto que el hombre parecía discreto y amable, pero había algo en él que sugería que no era un campesino como los otros.
Ayed Sahadi era alto y musculoso, de piel más clara que el resto de los lugareños. Tenía un aire de aspecto marcial y se notaba que estaba acostumbrado a mandar.
Hablaba inglés, lo que sorprendió a Yves.
– Trabajé en Bagdad, allí aprendí -fue toda su explicación.