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– Es usted una mujer… peculiar-dijo Miranda.

– ¿Yo? ¿Por qué? Sólo soy una arqueóloga convencida de que aquí debajo está la Biblia de Barro .

– La profesora Gómez me ha dicho que no es seguro siquiera que existiera el patriarca Abraham.

– Si encontramos las tablillas demostraremos que Abraham no es una leyenda. Yo estoy convencida de que existió, de que salió de Ur para ir a Canaán, que algo le hizo ser monoteísta, y a partir de ese momento llevó el germen de Dios por donde quiera que fue. Por eso debemos encontrar esas tablillas en las que el escriba Shamas dejó escrita la idea de la Creación según Abraham.

– Resulta curioso que cuando usted estuvo en Roma en el congreso de arqueólogos ningún alto cargo eclesiástico se pusiera en contacto con usted al menos para ver esas dos tablillas que tiene en su poder.

– No, nadie lo hizo, pero tampoco lo esperaba. La Iglesia no cuestiona la existencia de los patriarcas. Si encontramos las tablillas, mejor que mejor, pero si no las encontramos les da lo mismo, no afecta a los cimientos de la religión.

– Y el cura, ese Gian Maria, ¿por qué está aquí?

– Ayudándonos, nada más. Es una persona buena y muy eficaz.

– Pero es cura y aquí no pinta nada.

– ¿Quién le ha dicho que no hay curas arqueólogos? Gian Maria es experto en lenguas muertas, de manera que su aportación a esta expedición es esencial.

– ¿Qué hará cuando Picot y su gente se vayan?

– Aguantarme y excavar.

– Las bombas no hacen excepciones.

Clara se encogió de hombros. La guerra se le antojaba una entelequia, algo que no creía que fuera a suceder, y en cualquier caso nada tenía que ver con ella.

El ruido de los jeeps rasgó la calma del amanecer. El equipo de arqueólogos comenzaba a llegar. Uno de los coches se paró delante de la tienda donde hablaban las dos mujeres. Ayed Sahadi saltó del coche y sin ocultar su rabia se dirigió a Clara.

– ¡Otra vez nos la ha jugado! Su abuelo ha ordenado azotar a los hombres que se encargan de su seguridad, y a mí… a mí no sé lo que me espera. ¿Le divierte provocar la desgracia?

– ¿Cómo se atreve a hablarme así?

Miranda observaba fascinada la escena. La ira de ese hombre no era la de un simple capataz, aunque como tal se lo habían presentado el día anterior. Su porte era el de un militar, pero en el país de Sadam muchos lo eran.

Clara y Ayed Sahadi se miraban enfurecidos como si estuvieran a punto de saltar el uno sobre el otro. Los segundos se hacían interminables, pero Miranda vio que Ayed Sahadi respiraba hondo y recuperaba el control.

– Suba al coche. Su abuelo quiera verla de inmediato. Ayed Sahadi salió de la tienda y se sentó al volante esperando a que Clara decidiera acompañarle.

Clara terminó de beber lentamente el café y miró a Miranda.

– Bien, nos veremos luego.

– ¿Su abuelo manda azotar a la gente?

La pregunta de Miranda la pilló de improviso. Para ella era natural que su abuelo obrara como creía conveniente, y estaba acostumbrada desde la infancia a que su abuelo ordenara azotar a quien quebrantaba alguna de sus normas.

– No haga caso a Ayed, es su manera exagerada de hablar.

Salió de la tienda maldiciendo al capataz, que había puesto en evidencia a su abuelo delante de la periodista. Esperaba que el comentario de Ayed no tuviera consecuencias, pero si las tenía sería ella misma quien ordenaría que le azotaran hasta que suplicara perdón.

Miranda les vio partir y se quedó pensativa. No había creído a Clara, estaba convencida de que Ayed había dicho la verdad. Decidió ir al campamento, intentar conocer al abuelo de Clara y averiguar si alguien había sido azotado. Sintió un estremecimiento sólo de pensarlo.

Clara se estaba bajando del jeep cuando Salam Najeb, médico de su abuelo, salía de la casa.

– Quiero hablar con usted.

– ¿Qué sucede? -preguntó alarmada.

– Su abuelo está empeorando, deberíamos de trasladarle a El Cairo, aquí… aquí se va a morir.

– ¿Es que usted no puede hacer nada?

– Sí, podría operarle, pero no tengo los medios adecuados y podría morir.

– ¿Y de qué sirve el quirófano que mandó instalar mi abuelo?

– Para una emergencia… pero su abuelo está peor, no aguantará.

– Usted no quiere asumir la responsabilidad de lo que le pase, ¿verdad?

– No, no quiero. Todo esto es una locura. Tiene un cáncer en el hígado, con metástasis a otros órganos, y estamos en medio de una aldea polvorienta, no tiene sentido. Usted decide.

No le respondió y entró en la casa. Fátima la aguardaba llorosa en la puerta del cuarto de su abuelo.

– Niña, el señor está peor.

– Lo sé, pero que no te vea lamentarte; él no lo soportaría, ni yo tampoco.

La apartó y entró en la habitación mantenida en penumbras donde Samira, la enfermera, le velaba.

– ¿Clara? -La voz de Alfred Tannenberg sonaba apagada.

– Sí, abuelo, estoy aquí.

– Debería mandar azotarte también a ti.

– Perdona, no he querido asustarte.

– Pues lo has hecho. Si algo te sucediera… morirían todos, juro que morirían todos.

– Vamos, abuelo, estate tranquilo. ¿Cómo te encuentras?

– Muriéndome.

– ¡No digas tonterías! No te vas a morir y menos ahora que estamos a punto de encontrar la Biblia de Barro .

– Picot se quiere ir.

– ¿Cómo lo sabes?

– Sé todo lo que sucede aquí.

– Nos dará tiempo a encontrar las tablillas, no te preocupes, y si se va continuaremos nosotros.

– He mandado llamar a Ahmed.

– ¿Va a venir?

– Tiene que venir, debe contarme cómo marcha la operación en la que estamos trabajando, y tenemos que ultimar algunos detalles para que te vayas de aquí.

– ¡No me voy a ir!

– ¡Harás lo que yo te diga! ¡Ninguno de los dos se quedará aquí! Si me muero antes, me da lo mismo donde me entierres, pero si estoy vivo, si me queda un soplo de vida, me agarraré a él y no me dejaré matar por las bombas de nadie. De manera que nos iremos los dos, o bien a El Cairo juntos o tú te irás con Picot.

– ¿Con Picot? ¿Por qué?

– Porque lo digo yo. Y ahora déjame, necesito descansar y tengo que pensar. Esta tarde llegará Yasir y quiero que me encuentre sentado. Aún me tiene miedo, pero si me ve encogido en la cama intentará matarme.

Clara besó a su abuelo en la frente y salió del cuarto. No le había hablado de la indiscreción de Ayed Sahadi para no disgustarle aún más. Su abuelo tenía razón, necesitaba estar bien o al menos parecerlo, y ella le ayudaría en el empeño.

Encontró a Salam Najeb en el improvisado hospital instalado al lado de la casa. El médico ordenaba de manera mecánica el instrumental de quirófano.

– Mi abuelo tiene que vivir.

– Todos queremos vivir.

– Pues manténgale con vida, haga lo que sea.

– Si estuviéramos en El Cairo aún podríamos intentarlo.

– Pero estamos aquí y aquí es donde usted hará su trabajo; le pagamos espléndidamente para que lo haga, tiene que procurar que aguante.

– Yo no soy Dios.

– Desde luego que no, pero conocerá alguna forma de alargar la vida a un anciano desahuciado. Evítele los dolores, déle lo que sea para que se mantenga despierto y pueda aparentar ante la gente que está bien. Ya veremos si regresamos a El Cairo, pero mientras estemos aquí mi abuelo tiene que parecer el que era.

– No será posible.

– Pues haga un imposible.

– Lo que usted me pide significa darle unos medicamentos que pueden terminar acortando su vida.

– Haga lo que le he dicho.

El tono frío de Clara no dejaba lugar a dudas. Salam Najeb miró a la mujer, pero en vez del rostro atractivo y la mirada azul transparente encontró una mueca a modo de sonrisa y los ojos turbios. Se parecía a su abuelo, era una réplica de él.

Miranda la esperaba a pocos metros del hospital. La periodista fumaba un cigarro y se dirigió hacia ella.

– Me gustaría ver a su abuelo.

– No recibe a nadie -respondió fríamente Clara.

– ¿Por qué?

– Porque es un anciano que no está bien de salud, y a lo último a lo que le sometería es a una sesión con la prensa.

Clara entró en la casa y cerró la puerta sin dar tiempo a que Miranda entrara. Se tumbó sobre la cama y se puso a llorar. Lo necesitaba.

Cuando media hora después Fátima entró en el cuarto de Clara, la encontró con los ojos enrojecidos y un ligero temblor en los labios.

– Niña, tienes que ser fuerte.

– Lo soy, no te preocupes.

– Yasir llegará esta tarde; tienes que convencer al doctor de que tu abuelo tiene que parecer fuerte.

– Lo parecerá.

– Los hombres sólo respetan la fuerza.

– Nadie dejará de respetar a mi abuelo mientras viva.

– Así ha de ser. Dime, ¿dónde vas?

– Los periodistas se marchan a mediodía, debemos despedirles. Quiero hablar con Picot y disponer las cosas para cuando llegue Yasir.

Fátima se dio cuenta de que Clara parecía haberse endurecido en la última hora. Veía en sus ojos la fiera resolución de su abuelo y supo que algo o alguien había hecho aflorar en ella lo peor de los Tannenberg.

Yves Picot hablaba con los periodistas; a Clara no se le escapó las miradas que intercambiaba con Miranda.

«Se gustan -pensó-, se sienten atraídos, y no lo ocultan. Por eso él se quiere ir cuanto antes, está harto de estar aquí; en cuanto se largue, se irá detrás de ella.»

Fabián y Marta compartían la charla lo mismo que Gian Maria y que Lion Doyle.

– Hola, ¿cómo es que no estáis trabajando? -preguntó Clara intentando dar un tono despreocupado a su voz.

Marta Gómez la examinó de refilón dándose cuenta de que en los ojos de Clara había huellas de lágrimas.

– Estamos despidiéndonos de estos amigos -explicó Fabián.

– Espero que hayan encontrado interesante lo que estamos haciendo aquí -dijo Clara dirigiéndose a todos y a nadie en particular.

Los periodistas asintieron dando las gracias por la amabilidad con que habían sido tratados y la conversación transcurrió por derroteros insustanciales, aunque Clara se sabía observada por Miranda y por Marta. Se había puesto un colirio en los ojos para que desaparecieran las huellas de la llantina, pero sabía que la periodista y la profesora se habían dado cuenta de que había llorado.

El tiempo se le hizo eterno hasta que vio a los periodistas subirse a los helicópteros. Fabián parecía apenado porque se fueran, lo que la irritó aún más de lo que ya estaba.

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