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– Somos hombres de paz, no sabemos luchar -dijo Ili.

– Podemos pedir ayuda al soberano de Ur -propuso Shamas-. Es más poderoso que nuestro ensi, y éste no se atreverá a enfrentarse a él.

Dispusieron enviar un emisario a Ur para pedir ayuda al rey e implorar su protección. Ili designó a un joven escriba para que partiera de inmediato. Pero ¿se apiadarían de ellos?

Los reyes son caprichosos y su lógica nada tiene que ver con la de los mortales, de manera que el señor de Ur podía so-licitar por su ayuda un precio aún mayor que el del ensi de Safran.

El sol lucía en todo su esplendor iluminando las tierras amarillas de Safran cuando el grito de un hombre se alzó sobre el vocerío del mercado.

Ili y Shamas se miraron sabiendo que aquel grito presagiaba muerte y destrucción.

Todos los escribas acudieron a las puertas del templo adonde ya habían llegado los soldados dispuestos a entrar.

El crepitar del fuego y el llanto de las mujeres se elevaba hacia el cielo junto al griterío de los soldados y de los hombres que defendían sus hogares.

Shamas comprendió que nada podían hacer excepto doblegarse como los juncos que crecían en la orilla del Éufrates, aguardando a que se despejara la tormenta. Pero su instinto fue más fuerte y se enfrentó a los soldados, a pesar de que Ili le conminó a ceder.

Sabía que su esfuerzo resultaba inútil, pero no podía rendirse sin más ante la injusticia que se estaba perpetrando.

¿Cuánto tiempo había pasado? Quizá un segundo, o acaso horas; se sentía profundamente fatigado y en su cabeza reinaba la confusión.

«Ningún hombre es eterno aunque sea un rey. Algún día alguien en este templo volverá a vivir en paz, administrando las tierras, el ganado y las haciendas de los hombres que confían en el buen hacer de los escribas que como nosotros trabajamos desde el alba para que haya orden y justicia en la comunidad», pensaba Shamas mientras era arrastrado por un soldado al que había plantado cara.

Vio a Ili, su maestro, tendido en el suelo con una herida en la cabeza de la que manaba un hilo de sangre. Otros escribas yacían muertos a su alrededor, así como los servidores del templo que habían acudido a defender aquel lugar donde hasta entonces la vida había transcurrido con placidez.

Le dolía la cabeza, sentía los huesos del cuerpo pesados, apenas podía mover un brazo y, además, los ojos se le antojaban nublados.

«¿Me estaré muriendo como mis compañeros? ¿Acaso estoy muerto ya?»

Pensó que el dolor que sentía era demasiado intenso para estar muerto, así que aún le quedaba un hálito de vida, pero ¿cuánta? ¿Y Lía, estaría viva Lía? El soldado le dio una patada en el rostro y le dejó tirado entre los muertos; le creía uno de ellos puesto que apenas respiraba.

No quería morir pero no sabía cómo evitarlo. ¿Por qué había decidido Dios que éste fuera su final? Supo que sonreía; Ili le habría reprochado que en un momento así hiciera preguntas, una pregunta a Dios. Pero ¿acaso los otros no imploraban a Marduk?

Si estuviera Abraham le preguntaría por qué Dios se complacía en que sus criaturas murieran violentamente. ¿Era necesario ese final? No sabía si tenía los ojos cerrados porque nada veía, la vida se le escapaba por la codicia de un hombre. ¡Qué absurdo le parecía! ¿Dónde estaba Dios? ¿Al final le vería? Se sobresaltó al escuchar una voz, la voz de Abraham pidiéndole que confiara en Dios. Luego una luz blanca iluminó el rincón donde yacía y sintió una mano firme que agarraba la suya y le ayudaba a incorporarse. Dejó de sentir dolor y comprendió que se estaba fundiendo con la Eternidad.

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