– Beber whisky quita el mal sabor de boca.
Ni Brown ni Barry se movieron de donde estaban, aún conmocionados por la visión de los restos de Yasir. Por fin, Robert Brown salió de su ensimismamiento y preguntó por la información recibida.
– ¿Qué ha dicho Ahmed?
– Ahmed y mis hombres en Safran parecían coincidir en que Alfred estaba muriéndose. No le daban ni una semana de vida, pero se equivocaron. Su manera de decirnos que está vivo ha sido matar a Yasir, quiere que sepamos que aquél continúa siendo su territorio y que no podemos movernos sin su permiso.
– Pero ¿qué ha dicho Ahmed? -insistió Robert Brown.
– Mi hombre de El Cairo dice que lo único que quiere Ahmed es salir corriendo. De todas formas cumplirá su parte. Mi hombre le dejó claro que de este negocio nadie sale cuando quiere. No tenemos que hacer ningún cambio, sólo esperar. Faltan muy pocos días para que comience la maldita guerra.
– ¿Y Clara Tannenberg? -preguntó Ralph Barry.
– Al parecer Ahmed cree que se ha vuelto un demonio, como su abuelo.
– ¿Han encontrado las tablillas?
– No, Ralph, no las han encontrado, pero por lo que parece Clara está dispuesta a mover unas cuantas toneladas más de tierra. ¡Ah! Ahmed ha avisado de que Picot ha convencido a Clara y ella a su abuelo para sacar de Irak todas las piezas que han encontrado en la excavación. Planean organizar una gran exposición en varias capitales europeas, e incluso piensan traerla aquí, así que seguro que tarde o temprano te llamarán. Tú eres amigo de ese Picot, ¿no?
Ralph Barry bebió un trago largo de whisky y suspiró antes de responder a Dukais.
– Somos conocidos. En el mundo académico nos conocemos todos los que hemos llegado a algo.
– De manera que las piezas de Safran no llegarán junto con el resto -murmuró Robert Brown.
– No, ésa es una de las sorpresitas de Clara y su abuelo. Parece que Alfred no se opone a su venta, está dispuesto a que las piezas desaparezcan, pero sólo después de que su nieta se haya paseado por medio mundo con ellas. Creo que Alfred considera que debemos ser pacientes porque sólo es cuestión de tiempo.
– ¡Está loco! -afirmó con desprecio Robert Brown.
– Yo diría que sigue estando cuerdo -sentenció Paul Dukais.
El presidente de Planet Security abrió su portafolios y sacó tres dossieres, que entregó a Robert Brown.
– Aquí tienes un informe detallado de todo, con un relato pormenorizado de cuanto ha sucedido en los últimos días en Safran, incluida la muerte de una joven enfermera y dos guardias.
– Pero ¿cómo no nos lo has dicho? ¿Qué es lo que ha pasado? -preguntó un cada vez más alterado Ralph Barry.
– Os lo estoy diciendo. Lo leeréis en el informe. Me habíais pedido conocer el verdadero estado de salud de Tannenberg, pero éste es prácticamente invisible, sobre todo desde su llegada a Safran, por lo que uno de mis hombres logró meterse en su habitación; al parecer tuvo dificultades y se vio obligado a liquidar a la enfermera y a los guardias. También dejó malherida a la vieja criada de Tannenberg. Vio a Alfred enchufado a unos cuantos aparatos y en las últimas, pero por lo que parece ha revivido. Ahí está todo. Ahora os dejo; ya me diréis si tenemos que hacer algún cambio.
– No, no haremos cambios, no nos saldremos del plan previsto -aseguró Robert Brown.
Paul Dukais se levantó y salió sin despedirse. Estaba igual de conmocionado que Brown y Barry, pero no podía permitirse manifestarlo. Él dirigía una organización de hombres dispuestos a matar por las causas más repugnantes y de las maneras más brutales, así que no era cosa de mostrarse impresionado por un par de pies, un par de manos y un par de ojos metidos en una caja.
Lo único que le tranquilizaba era que Mike Fernández, el ex coronel de los boinas verdes, le había asegurado que el plan estaba meticulosamente preparado y no tenía por qué irse al garete. Confiaba en Mike más que en ningún otro de sus soldados y si él le decía que el plan seguía adelante es que podía seguir adelante.
Robert Brown y Ralph Barry se quedaron un rato en silencio, cada uno ensimismado en sus propios pensamientos. Los dos exquisitos hombres del mundo del arte estaban conmocionados. Lo peor de todo, pensaba Robert Brown, sería la reacción de su Mentor. George Wagner ardería en cólera, aunque sin decir una palabra más alta que otra. Le temía sobre todo por su frialdad; la dureza de su mirada dejaba bien a las claras de lo que era capaz. En realidad era como Alfred, sólo que se movía por los enmoquetados despachos de Washington, mientras que Tannenberg lo hacía por los callejones oscuros de cualquier ciudad de Oriente.
– Voy a llamar por teléfono, espérame un minuto -le pidió a Ralph Barry.
Éste asintió. Sabía que su jefe iba a afrontar una conversación difícil. George Wagner no era un hombre que aceptara desafíos, ni siquiera de su viejo amigo Tannenberg.
* * *
Los hombres estaban exhaustos. Clara apenas les permitía descansar. En la última semana habían movido toneladas de arena desescombrando el templo.
Yves Picot la dejaba hacer, apenas participaba de la actividad frenética que Clara había impuesto a los obreros.
El equipo de arqueólogos la ayudaba al tiempo que iban embalando el material para tenerlo listo en cuanto Ahmed Huseini les avisara de que podían marcharse. Aun así no eran capaces de negarse a algunos de los requerimientos de Clara, que continuamente era vigilada por Ayed Sahadi.
Alfred Tannenberg había advertido al militar que ejercía como capataz que si volvía a producirse algún suceso en el campamento sería él quien lo pagaría con su vida.
Tampoco Gian Maria se despegaba de Clara; parecía sobresaltarse cada vez que no la tenía ante su vista.
Fabián y Marta procuraban prestar todo su apoyo, asombrados por la voluntad desplegada por Clara, que apenas dormía ni perdía el tiempo en comer.
Sólo dejaba la excavación para ir a ver a su abuelo y a Fátima, con los que apenas pasaba unos minutos porque inmediatamente regresaba al trabajo.
Clara se reprochaba no estar con su abuelo en los que sabía eran los últimos días de su vida. Alfred Tannenberg estaba consumido y sólo su enorme voluntad parecía mantenerle vivo.
Fátima ya se levantaba y, aunque apenas podía hacer nada, había suplicado al doctor Najeb que le permitiera estar en la casa cerca de su señor.
– Señora Huseini.
Clara no hizo caso a quien la llamaba así y continuó despejando con una espátula y un pincel restos de lo que parecía ser un capitel. Había decidido no responder cuando alguien la llamaba por el apellido de su marido; no lo había dicho, pero esperaba que todos se dieran cuenta y dejaran de hacerlo. Pero la voz insistía.
– Señora Huseini…
Se volvió irritada. Un niño de apenas diez años la miraba expectante temiendo su cólera. Le habían dicho que la señora tenía mal carácter y gritaba. Se relajó cuando la vio sonreír.
– ¿Qué quieres?
– Me mandan avisarle que vaya a la casa; el doctor Najeb quiere verla.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó preocupada.
– No lo sé, sólo me han dicho que viniera a buscarla.
Clara se levantó de un salto y siguió al pequeño, que corría de nuevo hacia el campamento. Temía lo peor. Si el doctor Najeb la mandaba llamar es que su abuelo había empeorado.
Entró en la casa y el silencio le anunció que algo malo pasaba. El cuarto de su abuelo estaba vacío y no pudo evitar ponerse a llorar al no verle. Salió de la casa gritando.
El pequeño se acercó a ella y le señaló el hospital de campaña. Ahí la esperaban, le dijo.
El doctor Najeb y Aliya intentaban reanimar a Alfred Tannenberg. Le habían trasladado al hospital después de que el anciano sufriera un infarto cerebral.
Inconsciente y con la mitad del cuerpo paralizado, Tannenberg luchaba por su vida desde las profundidades de la inconsciencia desde donde la señora de la guadaña le invitaba a seguirla.
Se quedó quieta, observando lo que hacían el médico y la enfermera. Ninguno de los dos se acercó a hablarle, y sólo el doctor Najeb la miró y le hizo un gesto de desesperanza.
No supo cuánto tiempo había pasado hasta que el doctor Najeb se dirigió a ella, y agarrándola del brazo la sacó del hospital.
– No sé cuánto aguantará, puede que unas horas, un día… pero dudo que pueda recuperarse.
Clara rompió a llorar. Estaba agotada por su batalla contra el tiempo, pero sobre todo porque no se sentía capaz de seguir adelante sin la presencia de su abuelo. Necesitaba saberle vivo para poder vivir ella.
– ¿Está seguro? -balbució.
– No sé cómo ha aguantado tanto. Le ha dado un infarto cerebral. No creo que recupere la conciencia, pero si lo hace, lo más seguro es que no pueda hablar, a lo mejor ni siquiera la reconoce; tampoco se podrá mover. Su estado es crítico. Lo siento.
– ¿Y si le sacamos de aquí? -preguntó buscando un destello de esperanza.
– Se lo pedí reiteradamente, pero ni usted ni su abuelo quisieron hacerme caso. Ahora es demasiado tarde. Si le trasladamos no creo que sobreviva al viaje.
– ¿Qué podemos hacer?
– ¿Hacer? Nada, todo lo que podía hacerse ya lo he hecho. Ahora sólo queda esperar a ver qué pasa. Aliya y yo no nos moveremos de su lado, y yo que usted me quedaría cerca; ya le he dicho que puede morirse de un momento a otro.
Ayed Sahadi aguardaba expectante a pocos pasos de Clara y el doctor Najeb, intentando no perder ni una palabra de la conversación. Gian Maria estaba junto al capataz dispuesto a prestar ayuda a Clara en lo que fuera necesario.
Ella se irguió y contuvo las lágrimas. Se las secó con la mano, dejando un surco de arenilla por la cara. No podía aparentar debilidad en un momento como ése. Su abuelo se lo había advertido: allí los hombres sólo se movían al son del tambor y el látigo.
– Ayed, redobla la guardia alrededor del hospital. Mi abuelo ha sufrido una crisis, pero la superará, nuestro buen doctor está haciendo lo necesario -dijo mirando fijamente a Salam Najeb, que no se atrevió a contradecirla.
– Sí, señora -acertó a responder el capataz.
– Bien, haz lo que te he dicho y que nadie deje de trabajar. No hay motivo para hacerlo. Yo me quedaré aquí un rato.
– Yo me quedaré también -afirmó Ayed Sahadi.
– Tú harás lo que te acabo de decir. Ve a la excavación y ocúpate de que los hombres trabajen.