Yves se agachó y continuó con su trabajo sin hacer caso de Clara, que sin decir palabra se dirigió hacia un grupo de obreros que en esos momentos despejaban un trozo de terreno.
Se estaba ocultando el sol cuando Picot dio por terminada la jornada de trabajo. Los hombres se sentían agotados y hambrientos, deseando unos llegar a sus casas, otros al campamento, para descansar y recuperar fuerzas.
Fátima esperaba a Clara en la puerta de la casa y parecía de buen humor.
– Tu abuelo se ha despertado; tiene hambre y te está esperando.
– Tengo que ducharme; luego iré con él.
– Me ha dicho que prefiere que cenéis solos, mañana recibirá a los arqueólogos.
– Me parece bien.
Estaban acabando de cenar cuando Fátima entró en la estancia para anunciar que Yves Picot quería saludar al señor Tannenberg.
Clara iba a replicar, pero Alfred no le dio tiempo e indicó a Fátima que le hiciera pasar.
Los dos hombres se midieron durante una décima de segundo, el tiempo en que tardaron en darse un fuerte apretón de manos y mirarse a los ojos.
A Picot no le gustó Tannenberg. Su mirada de azul acero reflejaba crueldad; por su parte, Tannenberg examinó a Picot y supo captar la fuerza que emanaba del francés.
Alfred Tannenberg dirigió la conversación, por lo que fue Picot quien habló la mayor parte del tiempo respondiendo a las preguntas certeras del anciano, que quería saber hasta los más insignificantes pormenores del trabajo. Picot respondió con minuciosidad a la curiosidad del abuelo de Clara, esperando el momento para pasar a ser él quien preguntara.
– Tenía ganas de conocerle; no he logrado que Clara me cuente ni cómo ni cuándo encontró usted esas tablillas en Jaran que nos han traído a todos hasta aquí.
– Fue hace mucho tiempo.
– ¿En qué año fue la expedición? ¿Quién la dirigía?
– Amigo mío, hace tanto que ni me acuerdo. Antes de la Gran Guerra, cuando a Oriente llegaban expediciones de románticos que amaban la aventura más que la arqueología y muchos de ellos excavaban llevados por la intuición. No, no fue una expedición de arqueólogos, sino de personas aficionadas a la arqueología. Excavamos en la zona de Jaran y encontramos esas tablillas en las que Shamas, un sacerdote o escriba, se refiere a Abraham y la Creación. Desde entonces he creído que algún día encontraríamos el resto de las tablillas a las que se refiere el escriba. La Biblia de Barro las llamo yo.
– Así las llamó Clara en el congreso de Roma y revolucionó a la comunidad de arqueólogos.
– Si Irak viviera una etapa de paz se habría puesto en marcha más de una expedición arqueológica intentando hacerse con el favor de Sadam para que les diera la exclusiva para excavar. Usted se ha arriesgado viniendo en el peor momento, ha sido valiente.
– En realidad, no tenía nada mejor que hacer -respondió Yves con cierto cinismo.
– Sí, ya lo sé, usted es rico, así que no se ve apremiado por la dura realidad de conseguir un sueldo a fin de mes. Su madre proviene de una antigua familia de banqueros, ¿no es así?
– Mi madre es británica, hija única, y mi abuelo, efectivamente, posee un banco en la isla de Man. Ya sabe, un paraíso fiscal.
– Lo sé. Pero usted es francés.
– Mi padre es francés, alsaciano, y yo me he educado a caballo entre la isla de Man y Alsacia. Mi madre heredó el banco, y mi padre es quien lo dirige.
– Y a usted no le interesa nada el mundo de las finanzas -afirmó más que preguntó Tannenberg.
– Efectivamente, lo único que me interesa del dinero es cómo gastarlo de la manera más placentera posible, y es lo que hago.
– Algún día herederá el banco, ¿qué hará con él?
– Mis padres gozan de excelente salud, de modo que espero que ese día esté lejano, además tengo una hermana mucho más inteligente que yo que está dispuesta a hacerse cargo del negocio familiar.
– ¿No le preocupa dejar algo sólido a sus hijos?
– No tengo hijos y no tengo ningún interés en reproducirme.
– Los hombres necesitamos saber que detrás de nosotros queda algo.
– Algunos hombres, yo no.
Clara asistía callada a la conversación de Yves con su abuelo notando que el arqueólogo no hacía nada por caer bien al anciano. Fue Samira quien puso punto final a la velada. Entró seguida de Fátima, que intentaba impedirle la irrupción.
– Señor Tannenberg, es la hora de la inyección.
Alfred Tannenberg miró a la enfermera con ira. La abofetearía en cuanto estuvieran solos por haberse atrevido a entrar y dirigirse a él en esos términos, como si fuera su niñera.
– Salga.
El tono del anciano era frío como el hielo y presagiaba una tormenta. Fátima agarró del brazo a la enfermera y la sacó reprochándole su comportamiento.
Tannenberg alargó la velada media hora más, haciendo caso omiso del cansancio de Clara, que a duras penas contenía los bostezos. Luego despidió a Yves Picot prometiéndole que contaría con una nueva remesa de obreros.
Minutos más tarde un grito desgarrador rompió el silencio de la noche. Luego se oyó el llanto de una mujer, que se fue apagando lentamente hasta desvanecerse de nuevo en el silencio.
Clara daba vueltas, incómoda, en la cama. Sabía que su abuelo había hecho pagar a Samira su osadía al interrumpirle y tratarle como a un niño recordándole la hora de la inyección.
La enfermera debería de aprender que Alfred Tannenberg pagaba muy bien a sus empleados, pero jamás disculpaba un error. Imaginó que habría azotado a la mujer; no era la primera vez que castigaba de esa manera a quienes le desagradaban con su actitud.
Ayed Sahadi había mandado vigilar a Lion Doyle y Ante Plaskic; desconfiaba de ambos, estaba seguro de que ninguno de los dos era lo que decían.
Lion Doyle por su parte también se mostraba alerta con Ayed Sahadi; intuía que era más que un capataz. En cuanto a Ante Plaskic, estaba seguro de que era un asesino como él, quizá otro hombre enviado por Tom Martin o por los amigos de éste, pero de lo que no tenía dudas era de que el croata no era el apacible informático que aparentaba ser.
Los tres hombres se reconocían en lo que eran: asesinos, mercenarios dispuestos a servir a quien pagara bien.
El galés intuía que estaba cerca el momento de actuar. Aún no habían encontrado la Biblia de Barro, pero los trabajos de la excavación avanzaban a marchas forzadas, y además cada vez se percibía más tensión en el campamento. Las noticias que llegaban de fuera no dejaban lugar a dudas: en cualquier momento las tropas estadounidenses dejarían caer toneladas de bombas sobre Irak.
Los obreros bromeaban asegurando que cazarían norteamericanos como conejos, que jamás les permitirían pisar la sagrada tierra de Irak, pero sabían que sus bravuconadas sólo servían para darse valor porque muchos de ellos morirían en el empeño o caerían sepultados bajo las bombas.
Clara no parecía desconfiar de Lion. Nunca evitaba su compañía, y le enseñaba con paciencia los frutos de barro arrancados a la tierra, mostrándole la importancia de cada objeto y cómo debían ser las fotografías para que tuvieran valor arqueológico.
Lion se había reído lo suyo cuando supo por el director de Photomundi que sus fotos de Bagdad las había comprado una agencia de noticias y que el reportaje en Arqueología científica había resultado un éxito, no sólo por el texto escrito por Picot sino por las fotos que lo ilustraban. El único inconveniente es que el reportaje había provocado que los canales de televisión pidieran a sus enviados en Irak que se dejaran caer por Safran y contaran la historia de lo que pasaba allí: un grupo de arqueólogos de varios países excavando ajenos a los tambores de guerra.
De manera que Lion Doyle no se sorprendió cuando vio aparecer a Miranda acompañada de Daniel, el cámara, y de otro grupo de periodistas que, bajo los auspicios del Ministerio de Información, habían aterrizado en Safran.
– ¡Vaya con el fotógrafo! -le dijo Miranda a modo de saludo.
– Me alegro de verte. ¿Cómo están las cosas por Bagdad?
– Mal, jodidamente mal. La gente está al límite. Tu amigo Bush insiste en que Sadam tiene armas de destrucción masiva y hace un par de días, el 5 de febrero, Colin Powell intervino en una sesión del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas mostrando fotos tomadas por satélite en las que supuesta-mente se ven desplazamientos de soldados, además de lugares sospechosos de albergar las malditas armas.
– Que tú no crees que existan.
– Ni tú tampoco.
– Yo no lo sé.
– ¡Vamos, Lion, no te hagas el inocente!
– No tengo ganas de pelear, ¿vale?
Daniel decidió cambiar de conversación para que volviera a reinar la paz.
– ¿Cómo habéis pasado la Navidad en este sitio? pregunto con curiosidad.
– No hemos celebrado la Navidad. Aquí no descansan, trabajan dieciocho horas al día.
– Pero ¿ni siquiera ese día pararon? -insistió Daniel.
– La única novedad es que mejoraron el rancho.
– En Bagdad improvisamos una fiesta. Aportamos cada uno lo que fuimos capaces de encontrar.
Miranda les había dejado y recorría el campamento mirando a su alrededor con curiosidad. Le habían hablado de Yves Picot y de Clara Tannenberg, pensaba entrevistar a ambos. Haber salido de Bagdad para recalar en aquel trozo de tierra amarilla le parecía como aquellas excursiones que organizaba el colegio cuando era una niña y le ayudaban a romper con la monotonía.
Picot y Clara colaboraron en cuanto les pidieron los periodistas desplazados, aunque no podían evitar cierto fastidio por tener que interrumpir el ritmo de su trabajo. Todas las manos eran necesarias, las de Clara y las suyas también.
A Clara no se le escapó que Picot parecía deslumbrado por Miranda. No se separaba de ella, les veía hablar y reír, ajenos al resto. Pensó que acaso se conocían de antes y no pudo evitar una punzada de celos.
Miranda era todo lo que no era ella: una mujer hecha a sí misma, independiente, segura, de las que no le debían nada a ningún hombre, acostumbrada a tratarles de igual a igual, sin ningún tipo de concesiones. No le sorprendió que pareciera conocer a Lion Doyle; al fin y al cabo, todos eran periodistas.
A la hora del almuerzo, Miranda compartió mesa con Marta Gómez, Fabián Tudela, Gian Maria y Albert Anglade, además de Daniel y de Haydar Annasir, el ayudante de Tannenberg, y de la propia Clara. Lion se unió a ellos a pesar de la mirada de fastidio con que le recibió Miranda.