– Y tú estás seguro de que aquí hay hombres enviados por tus amigos…
– Los hay. Ayed Sahadi aún no los ha descubierto, aunque desconfía de unos cuantos. Pueden haberse infiltrado entre los obreros, los proveedores que vienen al campamento, incluso formar parte del equipo de Picot. Matar a alguien sólo es cuestión de dinero, y ellos tienen más del que necesitan, lo mismo que yo para protegerte.
La conversación con su abuelo la estaba desgarrando por dentro, pero por nada del mundo quería aparecer ante él como una mujer débil, y mucho menos que pudiera creer que se avergonzaba de él o le juzgaba. Además, en su fuero interno no le reprochaba nada, poco le importaba lo que su abuelo hiciera o hubiera hecho. Siempre había sabido que la suya era una existencia regalada en medio del polvorín de Oriente, donde sólo unos pocos disponen de todo. Ella pertenecía al grupo de los privilegiados, por eso llevaba siempre una escolta de hombres armados dispuestos a protegerla con sus propias vidas. Su abuelo les pagaba para que así fuera. Desde pequeña le había sabido poderoso e implacable, y a ella le gustaba el trato reverencial que le daban en el colegio y luego en la universidad. No, nunca había ignorado el poder de su abuelo, y si no había hecho preguntas es porque no quería que le dieran respuestas que le pudieran causar quebranto. Se había mantenido en una ignorancia tan cómoda como hipócrita.
– ¿Cuál es tu idea?
– Que mis amigos te dejen la Biblia de Barro a cambio de quedarse íntegramente con la ganancia de la operación que tenemos en marcha. Es mucho lo que les ofrezco, pero no quieren aceptar.
– La Biblia de Barro también es una obsesión para ellos…
– Son mis amigos, Clara, y les quiero como a mí mismo, pero no más que a ti. Tienes que irte de aquí. Tenemos que encontrar la Biblia de Barro antes de que lleguen los norteamericanos. En cuanto esté en nuestras manos debes irte inmediatamente. La alianza con el profesor Picot es un acierto; es un tipo controvertido, pero nadie le niega su calidad como arqueólogo. De manera que de su mano puedes introducirte en un mundo nuevo, pero eso sólo será posible si tienes la Biblia de Barro .
– ¿Y si no la encontramos?
– La encontraremos; pero si no fuera así, tendrías que salir de Irak de todas maneras, ir a El Cairo. Allí podrías vivir con cierta tranquilidad, aunque siempre he soñado con que vayas a Europa, que vivas en… donde quiera que decidas que quieres vivir, París, Londres, Berlín… No es dinero lo que te va a faltar.
– Nunca quisiste que fuera a Europa.
– No, y sólo debes ir con la Biblia de Barro, de lo contrario podrías tener que enfrentarte a dificultades que no quiero para ti, no soportaría que nadie te hiciera daño.
– ¿Quién me lo podría hacer?
– El pasado, Clara, el pasado que a veces irrumpe como un maremoto arrasando el presente.
– Mi pasado no es importante.
– No, no lo es. No es de tu pasado del que hablo. Ahora, explícame cómo va el trabajo.
– A Gian Maria se le ocurrió que Shamas podía haber guardado la Biblia de Barro en su casa en vez de en el templo, así que empezamos a ampliar el perímetro de la excavación. Hoy han encontrado restos de plantas de casas del pueblo que se apiñaba en torno al templo, puede que demos con la de Shamas… En el templo han aparecido, además de tablillas, bullas y calculis , algunas estatuas. Sólo queda que tengamos un golpe de suerte y encontrar los restos de la que fuera la casa de Shamas.
– Ese sacerdote, Gian Maria, ¿ha creado algún problema?
– ¿Cómo sabes que es un sacerdote?
Clara rió pensando en lo absurdo de su pregunta. Su abuelo estaba informado de todo lo que sucedía en el campamento; Ayed Sahadi, el capataz, le informaría detalladamente de todo, y además de él tendría otros hombres que no dejarían escapar un detalle sin comunicárselo.
Alfred Tannenberg bebió un sorbo de agua mientras esperaba la respuesta de su nieta. Sentía la fatiga del viaje, pero estaba satisfecho de la conversación con Clara. Eran iguales, ella no se había inmutado al escuchar que alguien la podía matar. Lo había encajado sin pestañear, sin hacer preguntas estúpidas ni tampoco sorprenderse como una virgen inocente al conocer lo turbio del negocio familiar.
– Gian Maria es una buena persona y muy capaz. Su especialidad son las lenguas muertas; el acadio, el hebreo, el arameo y el hurrita no son un secreto para él. Se muestra escéptico respecto a que Abraham pudiera dictar su visión de la Creación, pero trabaja sin rechistar. No te preocupes, no es peligroso, es un sacerdote.
– Si algo sé es que las personas no siempre son lo que parecen.
– Pero Gian Maria es un cura…
– Sí, lo es, lo hemos comprobado.
– De manera que ya sabes que no es peligroso. Tannenberg cerró los ojos, y Clara le acarició con ternura el rostro surcado de arrugas.
– Ahora me gustaría dormir un rato.
– Hazlo; está noche Picot querrá conocerte.
– Ya veremos. Ahora vete.
Fátima había instalado a Salam Najeb en una casa contigua y a la enfermera en un cuarto cercano al de Tannenberg, aunque creía que no había nada que pudiera hacer la tal Samira que no pudiera hacerlo ella. Conocía a Tannenberg tanto que sabía lo que éste necesitaba aunque no se lo dijera. Un gesto, el movimiento de una mano, la manera de ladear el cuerpo, señales que la ayudaban a anticipar lo que su señor iba a pedir. Pero el médico se había mostrado inflexible: Samira debía estar cerca del enfermo y avisarle a él ante cualquier contingencia. En realidad la casa que habían dispuesto para él estaba pared con pared con la de Tannenberg.
– ¿Qué te pasa, niña? -preguntó a Clara cuando ésta entró en la cocina buscándola.
– Está muy mal…
– Vivirá -le aseguró Fátima-, lo hará hasta que encuentres esas tablillas. No te dejará.
Clara se dejó abrazar por su vieja guardiana, sabiendo que podía contar con ella no importaba en qué circunstancia. Y las que se avecinaban no podían ser más inquietantes: su abuelo le acababa de anunciar que iban a intentar matarla.
– ¿Y el médico y la enfermera?
– Están organizando el hospital de campaña.
– Bien, me voy a la excavación. Regresaré para cenar, no sé si mi abuelo querrá cenar solo, conmigo o con los demás.
– No te preocupes, no faltará comida si es que quiere tener invitados.
El jeep estaba aparcado en la puerta de la casa y media docena de hombres aguardaban a que ella dispusiera dónde quería ir.
Cinco minutos después estaba en el yacimiento arqueológico.
Lion Doyle se acercó a ella sonriente.
– ¿Ya sabe la noticia? Han encontrado restos de casas, sus compañeros están entusiasmados.
– Sí, ya lo sé, no he podido venir antes. ¿Cómo va con su reportaje fotográfico?
– Bien, mejor de lo que esperaba, además Picot me ha contratado.
– ¿Le ha contratado? ¿Para qué?
– Al parecer, una revista de arqueología le pidió que le enviara un relato de la excavación, a ser posible ilustrado, y me ha pedido que me encargue de hacer las fotos. Mi viaje no resultará en balde.
Clara apretó los dientes, molesta. Así que Picot pensaba apropiarse de la gloria por adelantado enviando un reportaje a una revista sobre arqueología.
– ¿Y de qué revista se trata?
– Creo que se llama Arqueología científica . Me ha dicho que tiene ediciones en Francia, el Reino Unido, Alemania, España, Italia, Estados Unidos… En fin, que es una revista importante.
– Sí que lo es. Se podría decir que lo que se publica en Arqueología científica , existe y lo que no, no merece la pena.
– Si usted lo dice, así será; no entiendo nada de esto, aunque reconozco que me están contagiando su entusiasmo.
Dejó plantado a Lion Doyle y se dirigió hacia donde estaban trabajando Marta y Fabián.
Habían desenterrado otro sector del templo y encontrado un silabario; parecía como si de repente aquel lugar quisiera dejar de ser un misterio y ofreciera sus frutos al esfuerzo enconado de aquel grupo heterogéneo.
– ¿Dónde está Picot? -preguntó Clara.
– Hoy es un día increíble, ha dado con restos de las murallas de Safran. Está allí -respondió Marta señalando hacia donde Picot junto a un grupo de obreros parecían estar excavando la tierra con sus propias manos.
– ¿Sabes, Clara?, creo que ya estamos en la segunda terraza del templo. Parece un zigurat pero no estoy seguro, aquí hay restos de la muralla interior, y hemos empezado a desescombrar lo que parece una escalera -le informó Fabián.
– Necesitaríamos más obreros -afirmó Marta.
– Se lo diré a Ayed, pero no creo que sea fácil conseguir más gente. El país está en estado de alerta -respondió Clara.
Yves Picot estaba junto a una cuadrilla de trabajadores, con las manos metidas entre cascotes, absorto en lo que estaba haciendo, por lo que ni siquiera la vio llegar.
– Hola, ya sé que hoy es un gran día -fue el saludo de Clara.
– No te lo imaginas. Parece que la suerte se pone de nuestro lado. Hemos encontrado restos de la muralla exterior y pegadas a ella se ven claramente las plantas de algunas construcciones, ven, mira.
Picot la guió por la arena amarilla señalándole restos de ladrillos perfectamente apilados, donde sólo el ojo del experto podía decir que aquello había sido una casa.
– He puesto a más de la mitad de los hombres a trabajar en esta zona. Pero ya te habrá dicho Fabián que se ha avanzado mucho en el montículo y que el templo parece claramente un zigurat.
– Sí, lo he visto. Me quedaré trabajando en este sector…
– Bien. ¿Crees que podríamos conseguir más gente? Necesitamos más obreros si queremos despejar todo esto con cierta rapidez.
– Lo sé, Fabián y Marta también me lo han dicho. Veré qué se puede hacer. Por cierto, que el fotógrafo, ese tal Lion, me ha dicho que le has contratado.
– Sí, le he pedido que haga un reportaje fotográfico sobre lo que estamos haciendo.
– No sabía que te habías comprometido con nadie a publicar nuestro trabajo.
Clara recalcó el «nuestro» para que Picot notara su incomodidad. Él la miró divertido y dejó escapar una carcajada.
– ¡Vamos, Clara, no te mosquees, nadie te va a robar nada! Conozco gente en la revista Arqueología científica , me pidieron que les informara del trabajo que iba a hacer aquí. A todo el mundo le interesa tu Biblia de Barro . Si la encontramos, será un hito en la historia de la arqueología. No sólo demostraremos que Abraham existió, sino además que conocía la historia del Génesis. Será una revolución. Pero aunque no aparezcan esas tablillas, lo que estamos encontrando tiene la suficiente entidad para que nos sintamos orgullosos. Estamos desenterrando un zigurat del que nada se sabía, y en mejor estado del que podíamos esperar. No te preocupes, si esto es un éxito, lo será de todos. Mi cupo de vanidad está cubierto, señora, yo ya tengo la carrera hecha. ¡Ah!, y has dicho bien al decir «nuestro trabajo», porque nada de esto sería posible sin Fabián Tudela, Marta Gómez y los otros colegas.