Se pusieron en guardia, y al medio segundo Ígur optó por el ataque; sujetó la piel por un extremo, y la levantó al vuelo por encima de su cabeza, al tiempo que preparaba el ataque con la espada; Lamborga pasó el arma bajando la punta y levantando la guarnición, procurando no tocar la contraria ni impedirle el movimiento, para intentar descompensarla y obligar a Ígur a recomponer la posición; de esta forma Lamborga retrocedió hasta la banda Norte; allí el amarillo le asestó una estocada que el lila paró sin dificultades; Ígur quedó desconcertado, Lamborga contraatacó, y cuando Ígur se vio obligado a retroceder, comprendió que el adversario había optado por la estrategia de la cruz, una de las seis figuras canónicas que sirven para puntuar; y eso le infundió ánimos: señal de que el Campeón había desistido de infligirle un final repentino; decidió aceptar el juego, recelando inmediatamente de la distensión estratégica a la que le podía conducir. Alcanzó retrocediendo la banda Sur, y allí optó por esperar. Si Lamborga quería la cruz, ahora le correspondía retroceder, y no podía hacerlo si él no atacaba. El lila le lanzó una estocada de distracción, que Ígur paró sin mayor problema, y de inmediato le lanzó los garfios al hombro; el movimiento instintivo del amarillo de levantar la pelta no detuvo el golpe, pero al menos logró interponer la piel del león entre el acero y su cuerpo; aun así sintió las púas clavándosele como agujas en el omóplato; tuvo que ceder al tirón para no ahondar la herida, y con las espadas cruzadas, Lamborga se echó hacia atrás con las piernas encogidas y los pies sobre el estómago de Ígur, quien tensado por el dolor se hallaba a merced de su rival y tuvo que dejarse llevar; esperaba ser proyectado hacia atrás y atacado lateralmente (las recuperaciones rápidas eran su especialidad), y se preparó para el giro; pero el lila no abandonó la presa, sino que completó la voltereta, y cuando los dos estuvieron de nuevo en pie y enfrentados en el centro de la plataforma, giró noventa grados hacia el escudo y repitió la operación hasta el lado Oeste; Ígur sentía el acero hincado en su espalda, y no podía intentar nada con la espada porque destrabarla de la del adversario hubiera sido un suicidio; Lamborga le dalló las piernas de una patada, y el amarillo tuvo que saltar, contingencia que el lila aprovechó para llevarlo en volandas hacia el escudo y repetir una vez más la voltereta atrás en dirección al centro, esta vez en figura doble, para cruzar toda la plataforma y llegar al lado Este, con lo cual la cruz quedaba completada. De nuevo los dos en pie, Lamborga se apoyó al límite y atrajo a Ígur con los garfios, a la vez que forzaba la posición de la espada contra la del contrario. Ígur se sentía atenazado por la agudeza del dolor y por la impotencia; notó que la fuerza del brazo del lila, impedido él de emplearse a fondo, le ganaba inexorablemente terreno, y se vio perdido. Clavó sus ojos en la mirada fría que latía tras el trapecio invertido de la semimáscara. En aquel momento sonó el gong.
– Fin del primer determinio -anunció el Juez, y Lamborga desensartó los garfios de un tirón-. Determinio ganado por el Caballero lila, que conserva la ofensiva. Dos minutos de descanso.
Los luchadores bajaron de la plataforma. Lamborga se movía y caminaba con la rotundidad del que no duda en absoluto de la victoria, Ígur se apresuró a desaparecer de la palestra. En los bancos del lado Sur le esperaba Mongrius, conmovido por la generosidad de su alma afligida por la desgracia del amigo.
– Déjame verte la espalda -le dijo; Ígur se quitó la máscara.
– No es nada -dijo en voz muy baja.
– Es sólo el dolor -dijo Mongrius pasándole un desinfectante coagulador-; no hay ni nervios ni músculos afectados, puedes continuar sin problemas.
Ígur movió el brazo y el hombro para comprobarlo, y al hacerlo se concentró y se preguntó las causas del mal camino que tomaba el Combate definitivo de su vida. Se le aparecieron de repente las suavísimas colinas de Cruiaña en el pensamiento, las miniaturas colosales de las nubes que el sol iluminaba en el flanco, y recordó cómo la contemplación de su propio futuro había pasado siempre por una consideración exacta de la postura del de los demás, sin dramatizar el deseo propio ni obligar emocionalmente carencia alguna; entonces comprendió que ése había sido su error, dejarse llevar por los sentimientos del momento, que no por el miedo al adversario; abrumado pasionalmente por la hora irrepetible, le había cedido la iniciativa, había permitido que en la práctica el rival encarnara impropiamente el instante. Sonrió por el descubrimiento… ¡pero si el instante era suyo! ¿Cómo había podido dejarse confundir? Meditó un momento: la ofensiva volvía a ser otra vez de Lamborga; se trataba simplemente de practicar el movimiento de defensa-iniciativa que siempre le había dado tan buenos resultados.
– Ya está -dijo, y Mongrius, creyendo que era impaciencia referida a la herida, se la tapó y le ayudó a vestirse.
– Tomad las posiciones -dijo el Juez, y cuando ya lo habían hecho, continuó-: Segundo determinio de la vida, y ofensiva para el Caballero lila. Que continúe siendo lo que tiene que ser.
Ígur y Lamborga se pusieron en guardia. El lila evolucionaba con autoridad, pero Ígur ya estaba tranquilo, y tan sólo una controlada impaciencia por la alegría le espesaba la sangre. Lamborga repitió la estrategia de la inmovilidad que tan buenos resultados le había dado en el primer asalto para crispar los nervios del contrario, y no le pasó desapercibida la leve sonrisa de Ígur. La máscara oval amarilla sonreía, y en ese momento desapareció para él el escenario; el Combate, el Agon y los Secretarios, la Capilla, la monstruosidad de Gorhgró, todo se fundía en el fondo de un pozo que no era sino el extremo minúsculo del microscopio de su propia furia, y se sintió acariciado por las imágenes de Mongrius, Milana, Virdilis, Piren, y todos sus apreciados vencidos que le hacían una señal de complicidad y confianza desde el remolino de los recuerdos, a la espera de la llegada del nuevo socio que Ígur les enviaría dentro de muy poco. Lamborga lanzó una rápida estocada, menos potente que la anterior, Ígur desvió el golpe hacia el exterior con una firmeza formidable al tiempo que le arrojaba a la cara la piel de león, desprendiéndose de ella. La maniobra desconcertó al lila, sorprendido además a contrapié y sin defensa, dos décimas de segundo que el amarillo aprovechó para lanzarle a su interior una estocada en horizontal que le dio en pleno codo derecho; Lamborga saltó hacia atrás, pero Ígur le persiguió con resolución hasta la parte Norte, y donde se impuso la evidencia: la derecha del lila no había soltado la espada, pero la herida se la había inutilizado; una segunda estocada le atravesó el hombro izquierdo a la altura de la clavícula y, entonces sí, la mano dejó caer la Y garfiada. La silenciosa concurrencia, formada por personajes educados en el más riguroso autocontrol, se estremeció. Lamborga se encogió y cayó al suelo en decúbito supino. Ígur le puso la punta de la espada en el cuello.
– El Combate de Juicio ha acabado -anunció el Juez, y Mongrius se levantó sin pensarlo dos veces.
– Con todos los respetos, Señor -dijo-, el vencedor dispone de todas las prerrogativas.
El Agon de los Meditadores se levantó de un salto. Parecía que iba a hablar, y sus ojos en dirección a la plataforma reflejaban una viva inquietud, pero el Secretario de la Capilla se levantó también, y las fuerzas quedaron en un repentino equilibrio de fuertes tensiones. Era evidente que ninguno esperaba el desenlace. La cúpula dorada reapareció a los ojos de Ígur, y la dimensión del instante le heló la sangre. La vida del vencido le pertenecía, y sin modificar su postura dirigió la mirada a la presidencia; el Secretario de la Equemitía se levantó también, pero más lentamente y, separándose de los demás, se sujetó a la barandilla; los dignatarios miraban la espada que señalaba al vencido, el vencedor miraba a Mongrius y a los dignatarios, Mongrius miraba al Juez, y el Juez y el vencido tenían la mirada perdida.
– La vida ha acabado el determinio -dijo el Juez con voz opaca-; que el vencedor disponga de su prerrogativa.
La cara del Agon Malduin se crispó; abrió la boca, tomó aire para hablar, adelantó la mano derecha, pero no dijo nada; y su actitud resultó más determinante que si hubiera pronunciado un discurso. Ígur se sobresaltó como si fuera él el amenazado y no al revés. Había que decidirse, y rápido; si consentía en conceder la vida al hombre que tenía a sus pies, tendría en él para siempre una bomba de relojería a su lado, y si no consentía se pondría en contra del Agon de los Meditadores, que de todas formas tampoco le perdonaría nunca aquella humillación pública, y lo que era seguro era que el gesto engrandecería su figura, pero no a los ojos de ninguno de los presentes. Lo peor de matar a Lamborga sería la reacción en la Equemitía: ¿Lo recibirían como a un héroe? ¿Lo defenestrarían por haber interferido en intereses que desconocía? Más valía no intentarlo. Se hizo esperar para que quedara claro quién era el centro de atención, y cuál el valor de su respuesta. Se serenó, miró al Juez, una cara sin expresión; miró a Malduin, un apoplético latente en quien más valía no pensar en el futuro; el Secretario de la Capilla, sorprendido pero con más curiosidad que preocupación, y claramente más interesado en la situación en concreto que en el desenlace; el Secretario Ifact, reprimiendo una sonrisa de admiración, los Caballeros de Capilla, una banda de asesinos de ojos purísimos, y Mongrius, la respiración contenida en ruego. Miró finalmente a Lamborga, y retiró la espada.
– Que este buen Caballero viva de acuerdo a su determinio -dijo, y se quitó la máscara.
– Un momento -gritó el Agon de los Meditadores, y el Secretario de la Capilla lo miró airadamente; consciente de la transgresión, el dignatario dulcificó el tono-; el Caballero Lamborga nos es muy querido, y nos es imprescindible para la congregación; me permito solicitar al noble Caballero de Capilla Ígur Neblí que le otorgue la dispensa sin la cual nunca más podría optar al Acceso.
El Secretario de la Capilla parecía echar fuego por los ojos; el Agon lo miró y bajó la vista. Mongrius, aliviado, dirigió a Ígur una sonrisa de aquiescencia; el vencedor se sentía halagado, pero no sabía qué hacer. Miró al Secretario Ifact, que le dirigió una sonrisa burlona con las cejas levantadas, gesto que Ígur interpretó como una invitación a la concesión más amablemente sugerida que inexorablemente forzada, y sin consecuencias negativas si declinaba.