– Debería haberlo imaginado -se quejó Arktofilax-. El Laberinto de los Pantanos era un jardín de prodigios, y éste es una cloaca. ¿Qué se puede esperar de la Reforma?
El trazado se había vuelto tan angosto que tenían que caminar no tan sólo uno detrás del otro, sino a menudo de perfil o agachados. Finalmente tuvieron que caminar a gatas, lo que por la pendiente del terreno hizo del camino un suplicio inacabable. Ígur iba delante, y llegó un momento en que no pudo pasar.
– Quizá nos hayamos equivocado -dijo con timidez.
– No -dijo Arktofilax-, debe de haber habido un desplome. El esquema de esta parte está muy claro: estamos en un árbol invertido, y me extrañaría mucho que para continuar el trayecto lo tuviéramos que remontar.
– Entiendo que un árbol invertido inicial tiene por objeto, precisamente, impedir el retroceso.
Arktofilax no parecía interesado en la teoría, y pidió a Ígur que le dejara ver el camino.
– Muy bien, habrá que usar el piolet láser.
Según las indicaciones del Magisterpraedi, Ígur redujo con precauciones dos protuberancias rocosas, y continuaron el penoso descenso hasta llegar a una pared.
– Se ha acabado -dijo Ígur-, estamos en un callejón sin salida.
El final era un poco más ancho que el camino, y aunque sin poderse levantar, cabían ambos con cierta comodidad.
– No te precipites -dijo Arktofilax; inspeccionó las paredes y el techo, después limpió el suelo de barro y grava-. Mira, aquí está.
Apartó los residuos alrededor de una ranura circular; era una trampa metálica de unos cincuenta centímetros de diámetro, y tan oxidada que para abrirla tuvieron que utilizar todos los recursos técnicos del equipo.
– Parece que hace años que no pasa nadie por aquí -dijo Ígur cuando la tapa se levantó, y un aire helado les golpeó la cara; asomaron la cabeza, allí reinaba la más perfecta oscuridad.
– Cuidado, que no se nos caiga nada dentro -dijo Arktofilax.
Descolgaron una linterna, y nada, ni una pared ni un suelo reflejó su luz; Ígur descolgó un emisor resonante para medir el volumen aproximado de la estancia, y el resultado le horripiló: más de cinco billones de metros cúbicos. Se mostró escéptico.
– Este aparato no funciona.
Artofilax se rió.
– Sí funciona. Si queremos ver dónde estamos, no nos queda más remedio que descolgarnos.
Ígur interpretó que, por ser el más joven, le correspondía a él, y dispuso el mecanismo de cables anclados a las paredes y se los amarró con mosquetones al cinto; con la linterna más potente se deslizó un par de metros por el orificio, y lo que vio lo dejó aún más atónito que la cifra del emisor resonante; la linterna era inútil, porque todo estaba dotado de una suave fosforescencia verdosa, más intensa en la lejanía, y, además, tampoco le habría servido de nada, porque todo lo que se vislumbraba estaba a distancias tan monstruosas que un punto de luz no habría clarificado nada. Ígur se encontró colgado de un cono invertido que incidía en el interior de una sala descomunal, de cuyo suelo emergían construcciones tan extrañas que a primera vista costaba discernir si eran naturales o producto de la mano del hombre, o una combinación de ambas cosas, y lo mismo se podía decir de las que, como aquella de la que descendía Ígur, talmente estalactitas grandiosas de una material ambiguamente identificable como rocosidades metálicas, bajaban del techo; así como techo y suelo eran profundamente accidentados, y tanto en uno como en otro se apreciaban grietas y profundidades insondables, las paredes circundantes parecían perfectamente escuadradas. Pasado el primer momento de horror espacial, Ígur se esforzó por hacerse a la idea de la estructura del lugar, y apreció una planta cuadrada con un ámbito de kilómetros, y alturas interiores que fácilmente podían superar los cinco mil metros. También percibió que no se encontraban en el centro de la construcción, ni respecto a la altura ni respecto a la planta, sino bastante abajo y cerca de un ángulo, y que el centro lo ocupaba un gran hiperboloide que conectaba en sólido el suelo y el techo; repasó con prismáticos todo el espacio y descubrió que ésa era la única conexión; a partir de entonces, se dedicó a observar los puntos más próximos; en caída vertical había una sima cuyo fondo se adivinaba a kilómetros de profundidad, y en diversas direcciones y diferentes alturas y distancias había protuberancias, cavidades y plataformas en las. que parecía posible aterrizar; finalmente efectuó una exploración visual del cono que lo sostenía; propiamente no era tal, sino un tronco de hiperboloide, casi recto en la parte final y entregado con una curva suave a la horizontalidad del techo, a más de doscientos metros; la base que acogía el orificio, de unos seis metros de diámetro, era tan perfectamente redonda que parecía difícil que fuera natural. Cuando Ígur volvió donde le esperaba Arktofilax, vio diferente aquella reducida estancia; hizo una relación completa de lo que había visto.
– Muy bien -dijo Arktofilax al final-. Ésta debe ser la gran sala inicial, que pertenece al Protocolo de Teseo; el Protocolo de Jasón lo hemos cumplido en la Primera Puerta, y ahora tenemos que resolver un Laberinto clásico con Centro; en realidad, se puede decir que ésta es una parte centrípeta, o mejor, falsamente centrípeta, porque el resto de las entradas son falsas; -se detuvo y esbozó un gesto de escepticismo-; por lo menos, eso es lo que parece. El Centro de esta parte del Laberinto es el hiperboloide que conecta suelo y techo, es decir, la vía de las dimensiones, y se llama Cadroiani.
– En resonancia, imagino, con Defrobani, Taprobani y Airobani.
– Dejemos la toponimia. Estamos en la parte irracionalista del Laberinto -dijo Arktofilax-, y con lo que tenemos es improbable que exista una razón previa programática que permita recorrerlo. Debemos decidir si retrocedemos, por si alguna bifurcación nos lleva a otras salidas más próximas al Cadroiani, o al propio Cadroiani, o bien descendemos y procuramos llegar por el exterior, lo que sería poco recomendable si el terreno es tan accidentado, y además poco útil, porque la salida está en el interior del hiperboloide y no en la superficie, o bien buscar una cavidad y llegar por dentro, donde, a buen seguro, está la verdadera estructura del Laberinto.
– En caso de que decidamos bajar, ¿cómo lo haremos? -dijo Ígur.
– No deberías preocuparte por eso -dijo Arktofilax con ironía benévola-. ¿No tenías una amiga trapecista?
Se extendieron en diversas consideraciones, tanto de orden conceptual como práctico, e Ígur supo que siempre se había hablado de la existencia de una gran sala que abarcaba no tan sólo el subsuelo de la Falera, sino parte de las rocosidades adyacentes y del núcleo urbano de Gorhgró, y que se decía que el lado del cuadrado que la englobaba medía casi veintinueve kilómetros, y la altura, unos seis (lo que de confirmarse coincidiría admirablemente con la cifra que había proporcionado el emisor resonante), y finalmente el Magisterpraedi propuso descolgarse por la abertura. Puesto que el razonamiento era una reducción al absurdo, Ígur no tuvo nada que contraponer, y cuando todo estuvo a punto, tomaron una comida frugal y se concedieron un breve reposo.
Finalmente, con el equipaje al hombro, se descolgaron en balanza por el agujero hasta veinte metros por debajo de la trampa, y allí se detuvieron para escoger el lugar de aterrizaje; tras una amplia inspección con binóculos, consideraron tres posibilidades: una plataforma en la que parecían apreciarse tres concavidades confluyentes, un sotechado en forma de espiral lleno de grietas practicables, y una pequeña cavidad en forma de media luna.
– La espiral -dijo Ígur- es lo más accesible porque está más elevada que lo demás, pero la plataforma está en la dirección del Cadroiani.
– Ninguna de esas razones es más que una apreciación relativa, dependiendo del lugar de donde venimos. Es el momento de guiarse por la respiración del Fidai -Ígur lo miró con recelo; ni Omolpus ni Debrel habían mostrado nunca tener en demasiado buen concepto la tal pretendida virtud aplicada al conocimiento; Arktofilax disimuló un gesto divertido-; probaremos la media luna.
A Ígur lo mismo le daba una cosa como otra; en realidad, el panorama se le antojaba muy descorazonador, y se temía una larga dilación por el interior de las estructuras hasta llegar al Centro. El procedimiento para acceder a la media luna, situada a más de mil cien metros en vertical respecto del cono de donde procedían, y a una distancia en proyección en planta de unos setecientos, y, por lo tanto, a una distancia real del orificio de más de mil trescientos metros, era digno de la mejor celebración en el Palacio Conti, e Ígur se imaginó cómo habría disfrutado Fei. Hecha la apreciación de la distancia precisa con el resonador, Ígur y Arktofilax se situaron, atados el uno al otro, en la medida correspondiente del cable que los sostenía, y ayudados por el cable auxiliar y por el propio impulso, iniciaron un vertiginoso balanceo que, a medida que descendían, los fue aproximando al orificio en forma de media luna; el interior de la sala tenía turbulencias de aire, e Ígur se imaginó a ambos estrellándose contra los abruptos salientes de las paredes contiguas; la amplitud de la oscilación aumentaba cada vez con más esfuerzo y más riesgo de imprecisiones, y cuando calcularon que saliendo en tangente de un punto determinado del arco del péndulo la trayectoria parabólica los conduciría al centro de la media luna, Ígur y Arktofilax se soltaron a la vez y aterrizaron.
La entrada de la media luna, que entre extremos medía casi veinte metros, por poco menos de tres y medio de abertura en el punto central, tenía el suelo fuertemente inclinado hacia el interior, al punto que resultaba difícil mantenerse de pie; allí, los expedicionarios recogieron sus herramientas.
– Entiendo -dijo Ígur- que hemos cruzado el Protocolo de Jasón, que es el de la Entrada, y estamos en pleno Protocolo de Teseo.
– Si no vamos errados, pasado el Cadroiani entraremos en el Protocolo siguiente. El Protocolo de Teseo -dijo como si hiciera un esfuerzo por recordar- representa el nudo del Laberinto propiamente dicho, y si tiene un Centro puede tener una resolución de llegada y una resolución de salida, lo que los antiguos llamaban Taurocarenos (o Taurometopos) y Taurosfagos. Por lo tanto, también puede ser que tengamos que resolver un enigma para entrar en el Cadroiani, y es posible que encontremos otro para abandonarlo.
– El Toro y el Dragón -dijo Ígur.
– El Dragón y el Toro, para ser precisos. En realidad, hasta ahora no hemos entrado en el Laberinto, porque los árboles son pseudolaberintos, ya que si se respeta un orden es posible encontrar la salida aunque se tenga que recorrer entero.