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– ¿Qué es? -preguntó Ígur-. ¿Sangre?

Madame Conti se echó a reír.

– En otros tiempos era sangre -abrió mucho los ojos-, de vaca, naturalmente, no te puedes ni imaginar el trabajo que suponía degollar animales y tener en marcha el descoagulante durante la función, pero ahora es agua con aditivos de textura, gusto y color; no es lo mismo, pero qué le vamos a hacer, el público quiere lo de siempre.

Aumentaba el descontrol de chillidos y empujones de la gente que Ígur miraba fascinado, y los que no estaban por los suelos o se encaramaban a cualquier sitio, corrían de acá para allá. De repente se le acercó el hombre que había intentado ayudar a Gandiulunas; Ígur temió una agresión y se puso en guardia, pero con gran sorpresa suya el hombre le besó la mano con un temblor que parecía ajeno al naufragio envolvente.

– Caballero, os quiero dar las gracias por lo que habéis hecho.

– ¿De qué habláis? ¿Quién sois?

– Soy Yamini Cuimógino, administrativo de carrera, y el actor que vos y yo hemos intentado salvar era mi hermano.

En ese momento, un vaivén de los más desbocados se les echó encima, y Madame Conti y los nobles desaparecieron por la puerta.

– ¿Qué ha hecho vuestro hermano? ¿Por qué han querido matarlo? ¿Había participado en un Juego?

Tuvieron que quitarse de encima a dos mujeres que se empujaban entre aullidos.

– No os lo puedo explicar ahora con detalle; sabed tan sólo que os quedo en deuda de honor y agradecimiento para toda la vida, y os buscaré para regraciaros, aunque por más que haga siempre será en ínfima medida.

Otra oleada sin control de frenéticos aullantes se llevó a Cuimógino, y aunque Ígur intentó retenerlo por el brazo, la fuerza de siete u ocho era excesiva; también él hubiera acabado en medio del salón si Mongrius, ancorado en el marco de la puerta, no lo llega a sujetar.

– ¿Dónde está la Guardia?

La Guardia, una vez había dejado a los nobles y a la anfitriona en lugar seguro, protegía a los músicos y a sus instrumentos en la otra punta del local.

– Mongrius, ayúdame -gritó Ígur, viendo cómo Cuimógino desaparecía en la maraña de un bosque de brazos y piernas palpitantes y manchadas de rojo.

Pero Mongrius tiró de él hacia adentro antes de que volviera a enfrentarse al mundo, y, cerrada la puerta de golpe, se adentraron en las dependencias privadas, dejando tras de sí el alboroto, menguante con la distancia, del gran salón objeto de un desenfreno y una exacerbación de vorágine como un Caballero de Cruiaña nunca habría sabido imaginar.

– Hace aún más tiempo -explicaba el Duque Constanz-, en los buenos tiempos de verdad quiero decir, los del Hegémono Barx, era en la sangre descoagulada de los enemigos donde aterrizaban salpicando los comediantes después de la función, y el pueblo nunca hubiera visto con buenos ojos que los espectadores distinguidos se escabulleran.

– Afortunadamente vivimos tiempos corruptos -dijo Isabel Conti soltando una carcajada (aunque a ella también la habían manchado), y condujo a los invitados a un delicioso saloncito surtido de lujosos caprichos y comodidades.

Hacía más de media hora que Constanz, Boris y los otros dos bebían y comían y se habían puesto a disposición de las cortesanas, las ya conocidas de Ígur Ismena y Rilunda y alguna más, cuando Fei no había hecho acto de presencia, y no era que el sonido y la visión de las medias satisfacciones ajenas fueran para Ígur motivo de inquietud, ni que le aburriera la fluctuante conversación de Mongrius o de Madame Conti, sino que la melancolía emergía de su conciencia de añoranza absoluta infligida por la pianista-modelo-acróbata-pornógrafa, de la idea inquebrantable de que tal inquietud, enfermedad y felicidad a la vez, no podría sembrar en su vida más que obstáculos y dispersión, y la idea aún más nítida de que eso no le importaba, que no sabría renunciar a ello ni por la absoluta seguridad del Laberinto.

– ¿Cuántas bajas tendrás hoy? -preguntó Mongrius a la anfitriona.

– A ojo, es difícil de precisar. La última vez fueron catorce, y el día de las siamesas cuarenta. Espero que hoy no lleguemos a tanto.

Constanz le explicó a Ígur que las entradas y las invitaciones de la Apotropía de Juegos incluyen un antiseguro, una exención total de responsabilidades, para evitar las reclamaciones posteriores de lesionados o herederos de víctimas, terreno en el que, al margen de cuestiones morales sobre el derecho a indemnización de quien debiera saber en dónde se mete, la picaresca había hecho su agosto.

– Cuanto más vasto es el público -concluyó para que le rieran la gracia-, más basto es.

Finalmente llegó Fei, con tres músicos y una cantante que se pusieron en acción enseguida, y, por suerte para Ígur, que ya pensaba cómo se las ingeniaría si aparecía, sin el actor que hacía de Kiretres y, tras las felicitaciones de rigor, en el curso de las cuales desplegó una inolvidable exhibición de simpatía combinada con distancia y de negativa disfrazada de provocación, se sentó con Ígur y le cogió las manos con ternura.

– ¡Tenía tantas ganas de estar contigo!

Limpia y arreglada de nuevo, de nuevo maquillada y peinada, con todo el pelo hacia atrás y tan pegado al cráneo como si lo llevara afeitado, le pareció más bella que nunca, y el ir vestida con más elegancia la hacía parecer mayor, más convencional y quizá más austera, pero de una forma que aún resaltaba más todos sus esplendores; ¿o así se lo parecía a Ígur porque ya los conocía? El vestido negro hasta las rodillas, los zapatos altos y el peinado mojado le conferían una severidad un poco intimidadora, en ese momento Ígur sintió una vertiginosa mezcla de felicidad y resquemor.

– Vámonos ahora mismo.

Ella sonrió sin negar, y con un gesto ambiguo se levantó para hablar con Madame Conti, que mantenía un animado diálogo con el Duque Constanz; Ígur no dejaba de prepararse por si alguno de los nobles reclamaba la compañía de Fei, inquieto por la reacción de ella y por la propia; la música sonaba, y se distinguía la voz de la cantante en melodías procaces que subrayaba con una expresión muy sugerente y pasos de danza en los momentos oportunos; en los divanes, en Boris y en los demás y en las mujeres ya dominaba la desnudez por encima de los vestidos, de la conversación se pasaba al silencio, y del silencio a los suspiros. Mongrius se acercó a Ígur.

– Cuidado con tu relación con Fei. No te conviene que trascienda hasta este punto; con tus aspiraciones…

– ¿A qué te refieres? -le increpó Ígur secamente, poco dispuesto a discutir estrategias morales.

– ¿No lo sabes? -se miraron a los ojos, pregunta contra pregunta-; ya veo que no -bajó aún más la voz-: Es una Astrea. ¿Lo entiendes ahora? Existen dudas sobre su verdadera filiación, está vigilada desde las instancias más altas.

Ella volvió, y Mongrius le cedió el asiento con una sonrisa que Ígur consideró el súmum de la hipocresía. Fei debía de haber oído algo, porque una vez solos soltó una risa susceptible.

– ¿Qué te decía Mongrius?

– ¡Ya ves! -Ígur se rió-; no hay verdadera tragedia sin el contraste de la comedia.

Fei perdió de golpe la sonrisa. Ígur sintió con ahogo y delectación que la revelación de Mongrius había multiplicado por mil su interés por esa mujer.

– ¿Crees que me resulta fácil? Hoy he matado por ti.

– ¿Por mí? Quizá tenga que afanarme menos de lo que crees en devolverte el favor -dijo, sin pararse a considerar el significado de la frase de ella, y le tomó la mano de nuevo-; entonces, qué has decidido,¿vamos?

– Claro que sí. -Y todo en ella era tensión entre rosas oscuras y acentos metálicos, desde los ojos dorados a la voz perfumada.

En la habitación de siempre, Ígur tuvo que repetirse que tenía ante sí mucho más que un cuerpo, por más que ese cuerpo solo ya lo fuera todo, y unas horas después, desde las últimas cimas de la pasión culminada, la contemplaba medio dormida, pensando lo bien que sabía pararles los pies a los que se excedían, y que, realmente, llevaba mucha guerra a sus espaldas, pero no tanta como él se imaginaba. En realidad, comparándola con la que podía llegar a llevar a lo largo de los años, era casi el principio, pero eso Ígur no sabía que lo sabía, y no tenía tiempo de distinguir entre deseo y amor, ni conciencia suficiente de la propia vanidad para ser feliz.

Antes del alba, cuando el olor guiaba todas las ternuras, Ígur quiso conocer sus sentimientos sobre la jornada, suponiéndola ya repuesta de la agitación.

– Quien solamente me ha visto no se ha llevado nada de mí -dijo ella con un orgullo no demasiado alejado de la broma, e Ígur apartó las sábanas con la mano, más abajo con el pie-; por eso gusto y olfato son sentidos más íntimos que vista y oído, porque en ellos se produce la invasión real, es decir -le hablaba con los labios rozando los suyos-, una modificación química, y por lo tanto una huella perdurable del ser percibido dentro del perceptor. -Y labio entre labios, dulcificaba la explicación, perdido él en el espeso aroma de la sangre.

– ¿Y el tacto? -prosiguió Ígur, poniéndose encima.

– El tacto participa de las dos naturalezas, ya sea seco o húmedo -dijo muy bajito, con la dulce ronquera de la horizontalidad.

Media hora después clareaba, Ígur quiso saber qué había detrás del muro del jardín y salió desnudo a subirse encima. El Palacio Conti quedaba tras la habitación, y el pequeño muro, a Levante, era una de las almenas del acantilado sobre el Sarca, negro y turbulento a más de cuarenta metros en caída vertical. Fei salió tras él a ponerle una manta por los hombros.

– Mira -señaló Ígur entre las nubes más bajas justo ante sus ojos y una negrura de tormenta en fase de revelarse-, la Blonda del Pastor.

Ella le besó el cuello y murmuró:

– Mein alies in allem, mein ewiges Gut, wie schön leuchtet der Morgenstern…

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