Abajo, en el estrado, se desató el movimiento; un individuo saltó a la palestra y se enfrentó al Trujamán.
– Esto se ha acabado por hoy. Recoged todo ahora mismo.
Madame Conti acudió corriendo, seguida por el Duque y el Barón; a Ígur y a Mongrius les pareció más discreto no ir también, pero para no dejar dudas del partido que tomaban y de cuál era su disponibilidad, se quedaron de pie junto al estrado, con las manos en las empuñaduras de las armas.
– Estamos inmersos en la ortodoxia de la tragedia -dijo Madame Conti al intruso, que resultó ser un funcionario de la Hegemonía.
– De ninguna manera. El argumento se ha tergiversado, y además se les ha escapado de las manos.
– ¡Cuidado, que huye! -gritó alguien del público; efectivamente, Gandiulunas se había deslizado por la cuerda y corría hacia la salida.
– ¡Detenedlo! -gritó el funcionario, y el actor se encontró encañonado por todos lados.
– ¡Muerte a Gandiulunas! -gritó otro espectador saltando a la palestra, y fue rápidamente reducido por la Guardia. Fei y el otro actor continuaban cada cual en su banquina, esperando el desenlace del conflicto, y la Guardia devolvió a Gandiulunas al estrado; la orquesta se detuvo, y hubo unos instantes de desconcierto; el Duque Constanz se puso en pie, y al anunciar el funcionario que se acogía a su decisión, todas las miradas convergieron en él.
– ¿Cuál es el determinio? -preguntó, y el Trujamán se le dirigió en voz baja, agachándose desde el estrado.
– Es el Juego; Gandiulunas ha perdido -dijo con una voz grave muy diferente de la de la actuación; Ígur y Mongrius, que se encontraban cerca, pudieron oírlo. Al actor se le apreciaba más edad que en el escenario; las manos arrugadas y con artrosis. Ígur saltó.
– ¿Se aviene a morir? ¿Cómo puede ser?
El Duque y el Trujamán lo miraron.
– La Apotropía de Juegos no lo aceptará de otra forma -dijo el actor al noble; el público cada vez gritaba más.
– Adelante pues -dijo el Duque, y se volvió a sentar, haciéndole una señal a la Guardia, que indicó al portor la cuerda de ascenso a la banquina; en ese momento Gandiulunas se rebeló, y un espectador saltó a la palestra para ayudarlo; en pocos segundos fueron reducidos por los hombres armados, y quedaron ambos tumbados en el suelo a la espera de indicaciones.
– ¡Un momento! -gritó Ígur, en pie junto al estrado-; este hombre se ha ganado el derecho de vivir.
– ¿Qué haces? -le dijo Mongrius-; ¿te has vuelto loco?
– ¿Queréis sangre? -prosiguió Neblí, la mano en la empuñadura del arma-, ¡pues venid a por mí!
Todo el mundo había quedado paralizado; Mongrius le tiraba del codo.
– Siéntate ahora mismo, te estás buscando la perdición.
Ígur miró hacia arriba, anhelando la mirada tiunfal de Fei, que no se la escatimó desde la perspectiva más arrebatadora, en la banquina, una pierna avanzada de la otra, una mano en la cintura y la otra más alta en la cuerda, y todos sus atributos alineados, en conjunción como dirían los sabios, de entre tanta maravilla la lejanía de la sonrisa tan sólo el astro extremo, el final de la honda.
– ¡A mí no existe quién me pierda! ¡Si ha de haber muerte, que haya lucha, no un espectáculo de matadero!
Una furia irracional se apoderó de Ígur; en vista del Juego no paraba de preguntarse por qué había dejado vivir a Lamborga, ni dejaba de compararlo con Galatrai.
– ¡Fuera los contramoralistas! -gritó el público-. ¡Contra inventos, final canónico! -Y otros, batiendo palmas a coro-: ¡Ras! ¡A ras! ¡Más a ras! ¡A sangre a ras!
Los inciensos se estratificaban por colores y consistencias en el aire detenido, densas humaredas entorpecían la visión por un sitio, por otro enmascaraban la procedencia de un grito.
– ¿Qué es esta montaña de carne? -dijo Ígur, mirando a su alrededor-. ¿Es éste el porvenir del Imperio? ¡Me gustaría ver el más allá para auguraros la eternidad dentro de un cubo de mierda hasta las orejas!
El Duque se puso en pie de nuevo, esta vez con una sonrisa en la que la autoridad brillaba mejor que en las armas.
– Caballero Neblí, por la admiración que os profeso, agradezco profundamente vuestra inesperada y generosa contribución al espectáculo. Ahora os ruego -recalcó la expresión- que permitáis que los determinios continúen su curso, a menos -extendió los brazos y miró a su alrededor acentuando la sonrisa- que no nos queráis poner a todos bajo vuestra advocación.
Ígur vio algunas armas de los Guardias apuntándole lentamente, y pensó en la Capilla, en la Equemitía y en el Laberinto; el honor le llevaba a la muerte, y la única salvación era recurrir a la mala educación, pero cuando todo parecía perdido en su mente, sintió como si alguien con azules pupilas de terrible fulgor acudiera a calmar su furia con la promesa de futuras compensaciones, y se sentó no demasiado satisfecho de sí mismo, sin dejar de dudar del alcance real del peligro de la situación.
– Arriba -indicaron a Gandiulunas, quien, aunque herido, trepó por la cuerda; después, al espectador retenido lo echaron del entarimado sin contemplaciones-: Y tú, lárgate.
– Te ha salvado el ser quien eres -dijo Mongrius a Ígur en voz baja-; en pleno Juego, delante de un Duque…
La música se reanuda con fondo de cromornos y el órgano, gong y redoble de timbales. Los dos portores en corvas, y el ágil del uno al otro.
– Vean, señores, la culminación del Juego de la Justicia -prosiguió el canto tenebroso de contratenor del Trujamán-; una vez convertido en leña el árbol de la fruta del bien y del mal, el usurpador mata para no ser muerto, y nada más que la imagen de la Reina es su arma: ¡Pantera entre Tigres, Reina de los Dos Corazones, maravilla de los tres mundos, sepulcro de las cuatro esperanzas, cántico de los cinco tormentos, espejo de las seis maceraciones! -Fei se lanzó una vez más, fuet, recuperó suspensión atrás y passage de jarrettes en doble superior y medio, y pies a Kiretres, que la esperaba en corvas; Kiretres llevaba dos dagas en el cinto y, en el balanceo, Fei se las quitó y, mientras que una vez más lo acariciaba de pies a cabeza, se las encajó en bayoneta en las tobilleras, sobresaliéndole la hoja un palmo de la planta de los pies; se impulsaron de nuevo, y entonces los sensores de humo y los termostatos pusieron en marcha los extractores más potentes, y un vendaval acompañó el movimiento de los trapecistas con figuras de aire»]ue ellos atravesaban bien rompiéndolas, bien modificándolas, bien complementándolas, turbulencias de colores por allí, velocísimo remolino lanzado a un orificio por allá, con grandioso agitar de polvo, de papeles, de capas y de cabelleras-: ¡Negrura de los espíritus, sangre de la gravedad, rayo sobre el mar enfurecido, estrella del desierto! ¡Escándalo de la verdad!
Esa vez nadie parecía dispuesto a detener la representación del Juego; Fei se soltó de las manos de Kiretres en salto mortal inverso, y cuando Gandiulunas se aproximó para recogerla, ella lo esquivó y con toda limpieza, al son del gong mayor le clavó los cuchillos con los pies, uno en cada plexo, justo bajo el pezón; el propio impulso los llevó a volver así enlazados, hasta que la gravedad y la distensión pendular permitió a Fei recuperar atrás, incorporarse y desasirse, para por fin volver a la banquina entre la ovación del público. Gandiulunas se quedó colgado de la barra, oscilando aún entre aplausos, y provocando con el goteo de su sangre movimientos en el público, para apartarse los elegantes, para salpicarse los supersticiosos, porque una vieja costumbre beomia sostenía que cualquier excrecencia de los perdedores en el Juego inmunizaba durante siete años contra la mala suerte. Los movimientos casi acuáticos del conjunto de la gente podían llegar a hacer creer que todos los que no querían salpicarse estaban en posición de serlo, y los que reclamaban sangre se habían colocado fuera de su alcance.
– Ahora atención -advirtió Mongrius a Ígur-, alguien puede intentar una acción imprevista.
– ¿Y tú y yo qué se supone que tenemos que hacer?
– Respecto a la chusma nada, como si se quieren triturar todos; tú y yo hemos de procurar que no se acerquen a Madame Conti y a este par -le señaló discretamente a los de la nobleza-. Si ves a alguien demasiado cerca y no te gusta, no lo pienses dos veces y córtale el cuello.
La orquesta en pleno, al bajo el clavicémbalo en lugar del órgano, crótalos, címbalos y gong, atacaba un pasacalle solemne.
– Quien todo lo quiere, nada conservará -cantaba el Trujamán-, la grieta entre ambiciones absolutas condena al hurgador impío a morir convertido en ejemplo; el tiempo no es una herencia, y se miente a sí mismo el que confía en una futura jugada. -Hizo una señal a los operarios especializados, y con láser tocaron los extremos de la barra que sostenía el cuerpo inerte de Gandiulunas, que se desprendió y cayó de cabeza, por muy poco casi sobre la gente, que con un furor sacrificial que Ígur encontró repugnante se le echó encima, hasta que la Guardia la apartó sin miramientos, para permitir que se lo llevaran con parihuelas, mientras el Trujamán acababa el recitado-: ¡Mirad el soberbio y el impío a donde puede conducir el anhelo de exhibir una arrogación, mirad cómo termina el que no tiene bastante con tener, el que se alimenta de miradas de ansia, el insaciable de devociones, el delirante de amor adorador! ¡Que por su muerte resuene la música de guerra y las pompas! -Marcha fúnebre y silbidos del público-. ¡Decimos adiós a los inmortales! ¡Marchad todos en paz, la Comedia es finita!
Por la puerta grande hicieron entrar dos enormes cisternas con ruedas, de base redonda de más de dos metros de diámetro y bastante más altas que un hombre, arrastradas de las asas por operarios de negro, máscara y turbante incluidos, y colocaron una debajo de cada banquina; acto seguido, Fei y su partenaire se columpiaron cada uno en su barra, y después se colocaron en corvas.
– Atención -dijo Madame Conti-, vámonos de aquí.
Protegidos por Ígur y Mongrius, y por cuatro Guardias de la escolta, Constanz, Boris, los otros dos nobles y la anfitriona se situaron en la puerta, justo a tiempo de ver cómo, uno tras otro, Fei y el actor que hacía el papel de Kiretres se lanzaban en salto mortal por entre las picas de afilada estrella y caían cada uno dentro de la cisterna contraria, levantando grandes salpicaduras y derramando un líquido rojo espeso que dejó rociado y goteando medio salón y a sus ocupantes, ya precipitados en el paroxismo que los sonidos triunfales de la orquesta subrayaban. Ambos actores salieron de un salto del recipiente y abandonaron el recinto por otra puerta, custodiados por la Guardia que, con las armas en mano, tenía que mantener a raya a la masa aplaudiente que, sobre todo a Fei, no se contentaba con sólo tocarlos.